Durante muchos años se ha tomado la concepción agustiniana del tiempo como expresión de la perplejidad acerca del tiempo: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé” (Confesiones, XI, 17). Esto no resulta de sentir lo irremediable. Cuando se compara el dictum agustiniano con las expresiones típicas del mundo administrativo de las universidades el contraste sería mayúsculo: “Cuando me preguntan qué es el tiempo, ando a las prisas y apurado enviando aquí y allá artículos, emitiendo evaluaciones, revisando tesis o entregando papeles para concursar en estímulos. Pero cuando no me preguntan qué es el tiempo, entonces una de dos: o soy improductivo o soy profesor por honorarios”. Lo cual no creo que sea raro para muchos, es más que una ironía.
Así, quizá la reflexión inicial para hablar del libro de Covarrubias sea esta: ¿por qué escribir? Es la continua pregunta que no resiste simplificaciones. Sutil o estrepitosamente, a pasos lentos o agigantados, con saldos rojos o blancos, la escritura y su herencia han tenido cambios importantes en el siglo XX. La academia y la política no pueden negar la trasformación histórica de la escritura (piénsese, por ejemplo, en los formatos de citación o el predominio de prensa). Justamente las nuevas prácticas de escritura y lectura han planteado situaciones inéditas. Lo que era en el siglo de Max Weber ya no lo es en el siglo de Boaventura de Sousa Santos. Sucede que han cambiado los modelos paradigmáticos de la comunicación pública del quehacer filosófico, tecnocientífico y político. Frente a las nuevas discursividades, ¿hay alguna razón para que las distintas “comunidades epistémicas” vean como un área de oportunidad y no como bajeza ejercitarse en la twitteratura, el artículo divulgativo o la textualidad híbrida?
Una vanidad del academicismo convierte en una cosa cualquiera la escritura, como parte de una patología que frustra los tiempos de la investigación, y hace de la escritura un quehacer más. Escribir no consiste en producir por imposición. Siempre compromete lo vital, pero a veces mata. Un profesor de humanidades puede recibir un premio pero eso no quiere decir que su obra sea un motivo de comunicación. Pero supongamos que lo es, y la escritura se convierte en un hábito del homo academicus (como lo llamaba Bourdieu). Resulta entonces que sus escritos son la flagrante consagración de un público crítico. Y así puede simplemente aseverar que ha cumplido su meta. ¿Pero que acaso al publicar un artículo no siente esta tensión tanto por un tiempo desquiciado, que es la presión del to publish or to perish, como también por lograr un entregable que contribuya a conformar el corpus de un pensamiento crítico?
En Lo político y sus huellas, Israel Covarrubias se pregunta: “¿cómo es posible determinar la consolidación o no de una obra si cada vez se escriben menos libros de autor en el campo académico?” (p. 12). Lo cual desemboca en el tema del tiempo y la autoría instituida. Podríamos asimismo cuestionar si el crédito de la consolidación de una obra no depende más bien de un proceso colectivo de autores. Decir “libros de autor” en sentido estricto resulta engañoso. ¿La exigencia de libros de autor no será una contribución al culto a la intelectualidad unipersonal? Si denunciar el plagio académico es el mecanismo de protección de una supuesta originalidad, ¿podríamos introducir otro tipo de categorías para tematizar el lado político y social del mundo sin caer en momentos de exacerbación institucional? Por eso en una investigación de carácter antropológico, Valeria Mata, probablemente tenga razón al decir que el plagio, que durante un tiempo fue una cuestión únicamente literaria y estética, comenzó a ser un asunto jurídico y económico (p. 43). La tensión, en efecto, entre la consolidación intelectual individualista y la colectiva expresa un signo que puede llegar a cotas políticas.
Frente a esto, ¿qué pasa con las relaciones entre tiempo y política? ¿Qué pasa cuando se recupera el “problematismo” que subyace en la relación entre tiempo y democracia? Pasa que reconocemos “la reflexividad del poder político en la democracia” (p. 13), según Covarrubias. Y ahí nos encontramos: este libro expande algunos intersticios de dicha reflexividad. Y cubre una complejidad difícil de ver en su totalidad. No obstante, el leitmotiv de la obra es desdoblar el proyecto modernizador que aparatosamente condicionó la idea de libertad subjetiva y política. El autor describe así su objetivo: “En su conjunto, y desde el punto de vista del método de lectura, pretende ser un trabajo en torno a la cita bibliográfica y la reflexión conceptual entre escritura y pensamiento político” (p. 12). Por ello, el autor habrá de releer y reescribir. El esfuerzo que guía su obra radica en desarrollar un conjunto de temas y problemas diseminados en esta constelación semántica: tiempo, temporalidad, instante, historia, contingencia, aceleración temporal, vigencia, contemporaneidad, historicidad, herencia, presente, mesianismo, política de la memoria. Lo cual no deja de ser una aventura del pensamiento. Se trata de escribir para cobrarle al tiempo sus teorías políticas. De modo que la obra de Israel puede ser apuntada como “usurera”.
La obra se compone de 24 textos breves divididos en tres secciones. Es un libro que escudriña un subsuelo filosófico, desde Platón y el mito de la caverna hasta el espeluznante Donald Trump. La primera parte se titula “Retratos de lo político”. Covarrubias recupera reseñas de ocho autores clave que reflexionaron sobre el orden de lo visible en términos políticos. En un vistazo rápido, John Berger es abordado como un autor que visibiliza elementos subterráneos de la globalización. Raymond Aron sobresale con una obra que permite debatir la relación entre guerra y final civilizatorio (p. 27). Giacomo Marramao figura como un filósofo relevante que ha ofrecido un “profundo trabajo de conceptualización” en la filosofía política (p. 29). Giorgio Agamben es situado como un gran hermeneuta de la herencia histórica depositada en la epístola de San Pablo. Hegel termina por ser, a partir de un análisis de Gerardo Avalos Tenorio, un inigualable teórico del proceso de “devenir estatalidad” (p. 50). Al hablar de Nietzsche, Covarrubias destaca su capacidad de clarificación histórica a partir de la noción de “voluntad de poderío”. En el caso de Sergio González Rodríguez, lo concibe como “uno de los pocos ensayistas y críticos culturales” en nuestro país (p. 62). Al escritor Charles Bowden lo piensa como un autor que identifica los reductos discursivos de quienes escriben y tratan de explicar “el régimen de los muertos” (p. 79) a partir de la validación democrática de un tiempo cruento. Hay, evidentemente, muchas reflexiones de por medio.
La segunda parte se titula “El pluralismo y otros vicios”. Si hay algo que la puede sintetizar es la siguiente premisa: los “regímenes de historicidad” de nuestra contemporaneidad tienen expresiones que han intentado modular la carga legitimadora de la democracia. De ahí que tomen sentido como un non plus ultra democratizante los derechos humanos, la secularización, el pluralismo y la redefinición de la territorialidad del lenguaje y la palabra. Desde este punto de vista, Covarrubias deja entrever un alegato por el valor del intersticio y la heterotopía. Como resulta inconcebible que no aparezca el horizonte normativo del Estado, nuestro autor vuelve a la nueva edición de un texto a su juicio “clásico”: La disputa por la nación de Rolando Cordera y Carlos Tello. No es exagerado lo que dice Israel: estos autores pusieron el acento en la formación de una retórica que justificaría una ola de reformas a partir de los años ochenta en México (p. 123). A lo largo de esta parte pulsa una idea que pudiéramos traducir como poseedora de cierto magnetismo y que será desarrollada en la mayoría de los textos de la última sección: la idea de corrupción, que es uno de los temas que han preocupado a Israel desde Las dos caras de Jano (2006) y El drama de México (2012).
“La democracia, esa herejía” es la tercera y última parte donde, en concreto, canaliza el estado conflictivo de los regímenes de historicidad democrática. La democracia se desdobla, como sucede en el teatro, en actores, espectadores y colaboradores escénicos. Covarrubias aquí nos entrega el análisis de varios de esos actores: AMLO, Trump y Berlusconi; con brevedad y densidad examina el panorama social que han marcado sus actuaciones políticas. Sea como fuere, una de las ideas más utilizadas en esta parte pone su acento en la necesidad de innovar la esfera operativa y comunicativa de la democracia. Para un nuevo arte de lo político, sostiene el autor, se requiere una “política de la palabra” (p. 179). Esto por las tantas situaciones de quiebre histórico que generan problemas tales como el populismo, el Nuevo Orden Mundial (p. 171) o la “neoliberalización de la democracia” (p. 208). Y no porque nadie pueda saber a dónde vamos sino porque conviene imaginar a dónde queremos llegar. El argumento de Covarrubias es ético y transcultural: necesitamos hoy resolver los problemas que están imposibilitando el desarrollo de “lo humano” (p. 173). La razón es que estamos viviendo expresiones micropolíticas que desafían nuestra vida compartida (p. 193). Pero cuál sea la ética a seguir es un tema que deja pendiente nuestro autor.
A pesar de que la arquitectónica de la obra no sostiene una conclusión explícita, se podrían destacar algunas: 1) lo político se constituye de múltiples tiempos; 2) existe una lexicografía política para las ficciones democráticas; 3) el mundo actual vive una vejez cultural e intelectual; 4) el Estado moderno ha impulsado la tecnificación de su aparato administrativo; 5) las formas de subjetivación contemporánea, en muchos casos, están atravesadas por la presencia del Estado y sus fantasmas. El lector, sin duda, encontrará más.
Ahora bien, lo sorprendente del libro es cómo conduce a pensar en un ideario de la disciplina politológica. Cualquier que se haya preguntado para qué sirven las ciencias sociales o humanidades sabe que hay pocas alternativas para responder. Algunos mandan al carajo esta disputa o comparten memes autoindulgentes, pero se trata de una pregunta vigente. En su obra, Covarrubias reitera una función social de la politología, como puede ser estar alerta a nuestro entorno político y epistémico. Pero, más específicamente, reconoce que ante una “época de premuras sintomatológicas” (p. 205) es necesario “edificar de nuevo una serie de parcelas de racionalidad” (p. 102). Es decir, superar viejos esquemas de entendimiento y comprensión. En este sentido, como figura, el politólogo requiere ser desmitologizado. Ya que durante muchos años armaron una élite inquebrantable cuando convivía cerca del poder político. Y ahí está una propuesta: el politólogo como “sismógrafo”, como “radiólogo social” o incluso como “chamán cultural”. Con esta pretensión surge un tipo de escritura. Y cuando Covarrubias juega en dos canchas discursivas muy diferenciadas, la escritura ensayística y la escritura académica, afirma una voluntad prometeica por heredar una voz propia a través de sus reseñas, comentarios y ensayos.
La lección es clara. No obstante, hay una serie de dudas que surgen al final de la lectura: si la precarización de la vida académica inevitablemente se come el tiempo creativo (kairos), ¿qué estrategias quedan para recuperar el ocio necesario para producir investigación no corrompida por los tiempos administrativos (kronos)? O asimismo, si existe la preocupación por la primacía de lo actual sobre lo contemporáneo, y, en ese sentido, para evitar la deriva antihistoricista se recurre a lo “clásico” para contrarrestar una arbitrariedad temporal de lo “actual”, ¿sería posible pensar en una historicidad integral reconsiderando los pormenores que ofrece la genealogía o la microhistoria? ¿No será un nuevo desafío pensar en una suerte de cartografía de la democracia en México por el hecho mismo de que en cada lugar los imaginarios sociales relativizan la idea de democracia? ¿Por qué siempre que se escribe sobre lo clásico y lo contemporáneo se relaciona con Occidente? ¿Cabría una comprensión de tipo decolonialista? ¿Cuál podría ser la forma de tematizar la relación entre totalitarismo y tiempo? Y es que pareciera que su régimen de historicidad es una contramemoria marcada por la disolución de sus huellas. Y sobre todo: ¿qué elementos podrían subsanar la incapacidad para problematizar la negatividad de nuestra época? Las preguntas están vertidas.
Finalmente, me parece que el libro tiene dos cosas muy bellas que deben mencionarse. Primero: la portada del libro está acompañada de un texto del activista Abel Barrera publicado en septiembre del año pasado en La Jornada intitulado “Sembradores de maíz y de esperanza”, en el que retrata los vicios de la democracia en México a partir de la experiencia de los familiares de los normalistas desaparecidos. ¡Las huellas quedan! Segundo: Israel Covarrubias se doctoró en Florencia bajo la dirección de Leonardo Morlino en 2004 y en 2019, ya como investigador en la UAQ, esta universidad creó una cátedra con el nombre “Leonardo Morlino”. Es más que una coincidencia. Un académico sabe que sus obsesiones teóricas perseveran: se tornan destino. O paranoias. O debrayes.
En suma: el libro de Covarrubias hace notar la aventura de la actividad intelectual. Para una generación educada en la multiplicidad de fracasos –sea o no millenial– la lectura del libro empuja a penetrar en las esferas de lo real con un arsenal crítico. Es una especie de playlist teórica abierta a las nuevas generaciones y un aliciente para potencializar los discursos de la filosofía política. Por lo mismo, Lo político y sus huellas nos obsequia reflexiones para pensar en el horizonte “kairológico” que nos enarbola. Pues como el autor sugiere, habría que ser más receptivos a las nuevas necesidades de inteligibilidad de nuestro tiempo.
Israel COVARRUBIAS. Lo político y sus huellas. Ensayos sobre la relación entre tiempo y democracia. Ciudad de México: Ediciones Navarra–UAQ. 2019. 221 pp. ISBN: 978-607-9497-71-2.