La narrativa de Desierto en escarlata
Introducción
Durante el verano de 2018 se publicó en Nitro/Press la segunda antología del colectivo Zurdo Mendieta: Desierto en escarlata. Cuentos criminales de Ciudad Juárez. Impreso gracias al apoyo del PACMyC[1], se trata de un amplio libro con un objetivo claro: la representación de lo criminal, en concreto el narcotráfico. Vale la pena subrayar que Desierto en escarlata es el resultado de una propuesta de narrativa juarense que se ha ido armando en los últimos diez años. Antes de estudiar los cuentos, me detengo en el “El siguiente paso”, prólogo escrito por Élmer Mendoza.
En esta presentación, Mendoza describe, casi accidentalmente, una estética del desencanto que ha caracterizado a algunos de los narradores más vendidos y promocionados en tiempos recientes. Él se desdobla a sí mismo y se incluye en dicho “canon” mexicano. El desencanto se halla en hablar del país desde “una dimensión muy próxima a la realidad” (p. 9). Para distinguirse de los antologados, el prologuista apunta otro término que es de mi interés: la estética de la violencia.
Élmer Mendoza escribe que los narradores juarenses (y de otros lares) de Desierto en escarlata se han atrevido a crear “una estética de la violencia que no solo expresa la percepción de angustia y la indefensión, sino las formas de plantarse frente a ellas con la frente en alto” (p. 9). El concepto busca ser teórico y, en efecto, resulta una herramienta eficaz para explorar, aunque desde otra perspectiva crítica, la propuesta de esta literatura. La “estética de la violencia” que leo en la antología se encuentra en las constantes referencias a sangre, decapitados y balaceras; a ciertas descripciones innecesarias de armas de fuego; a una escritura simple (o simplona), pues busca llegar a un número máximo de lectores y que ese mensaje llegue bien explicado y digerido; a un acercamiento “realista” y a una representación fiel de la ciudad. La representación de la violencia se antoja deshumanizada y es explorada desde la misma violencia. De hecho, algunas de las características que enumero se observan en esa noticia de Mendoza: “No quiero pensar así, pero entra una balacera por mi ventana” (p. 8); y después: “Los cadáveres ya no caben en los clósets” (p. 9). El tiempo que invirtió Élmer Mendoza en pensar y escribir estas frases hubiese sido de mayor utilidad si lo hubiera dedicado a desentrañar su propuesta teórica. Su acercamiento, en cambio, demuestra que no vale la pena extenderse en reflexionar con profundidad en el fenómeno que sus palabras prologan, pero sí es necesario arrojar frases azarosas que bien podrían adornar sus últimas novelas.
En estos autores hay una búsqueda casi enfermiza por representar y definir Ciudad Juárez. Ricardo Vigueras, quien se ha caracterizado por buscar una separación entre literatura escrita en Juárez y fuera de ella, explica en su presentación que los narradores reunidos están implicados de forma afectiva en esta urbe: “Los autores ubican [sus cuentos] en Ciudad Juárez porque es la ciudad que conocen bien, la ciudad que necesita, otra vez, ser desentrañada por un estudio en escarlata, una visión caleidoscópica de los avatares que viven las gentes que en ella habitan” (p. 12). Aquí Vigueras busca, de nuevo, una separación, ahora desde lo emotivo. Ellos son los que pueden hablar con la verdad de las dinámicas (violentas) que ocurren en Juárez porque las “conocen”, las “vivieron” y eso les da cierta autoridad sobre otras propuestas (en esencia fuereñas).
Desde mi punto de vista, las características enumeradas no reflejan ese interés de los escritores por hablar de la violencia como un sistema (y discurso) complejo que desestabiliza el tejido social, familiar, cultural; más bien el escritor se interesa por la violencia para sorprender, impactar, asustar: en suma, apuesta por el espectáculo. En este trabajo, pretendo explorar la “estética de la violencia” desde el lenguaje editorial y desde los cuentos reunidos. Quisiera también exponer esa manera en que a partir de dicha estética se construye una imagen (¿afectiva?) de Ciudad Juárez.
La estética de la violencia en Desierto en escarlata
Antes de abrir siquiera la antología, antes de saber de qué van los cuentos (el horror que se encuentra entre las páginas), hay dos elementos que comunican y desarrollan esta estética: el nombre y la edición del libro. En el título no vale la pena detenerse mucho. Se trata de una intertextualidad con la primera novela de Arthur Conan Doyle. Me parece efectiva la selección de dicho nombre. Sin embargo, hay que mencionar que la espacialidad del desierto es poco común dentro de esta escritura más bien urbana. Ahora bien, el apartado editorial y visual de Desierto en escarlata reproduce algunos lugares comunes sobre la representación de Ciudad Juárez: la portada muestra una calavera y un desierto inmenso (esta imagen antecede cada cuento); las hojas oscuras al inicio de cada cuento retratan otra idea noir (como una película en blanco y negro); algunos párrafos son separados por pistolas. Todos estos elementos describen un fenómeno visual que contradice el supuesto interés humano de los autores, pues se ha creado una imagen, un lenguaje y un mercado en torno al mismo.[2]
Enlistar todos los ejemplos que subrayé en Desierto en escarlata que hablan de la estética de la violencia sería una tarea extensa y agotadora. Me enfoco en algunos significativos (no por ello pocos), sin detallar las tramas de los relatos. Pienso que con transcribir esos momentos basta para demostrar al lector mi propósito.
Inicio con “Aretes”, de Mauricio Carrera, donde podemos leer la siguiente descripción: “Lo levantaron, lo torturaron, le vaciaron un ojo, le cortaron los huevos, le dieron un balazo en el pie y otro en la nuca. Apareció en la cajuela de un auto robado. Lo descubrieron por las moscas. Tenía un día y medio de muerto” (p. 37). Más adelante, otro momento similar: “Lo encontraron atado de manos y pies y con evidentes (‘grotescos’, dijo el locutor) signos de tortura” (p. 42). Lo problemático de “Aretes” es que detrás de estos momentos de violencia, el autor busca tratar un tema muy serio: los feminicidios. Uno de sus personajes femeninos aventura este discurso: “Las muertas de Juárez […] son víctimas de un asesino llamado globalización, desintegración familiar, canciones machistas, narcotráfico, desinterés oficial, maquiladoras, noche juarense, espacio fronterizo, marginación, corrupción” (p. 45). No obstante, después leemos estas descripciones profundamente misóginas: “Todo en su sitio, un vientre perfecto, un rostro a medio camino entre la puta y la reina. Su cabello, sus sandalias. La mujer ideal. El deseo. Era, también, la más solicitada. Una diosa.” (p. 43); “La esperaba en su habitación. Pensaba en sus pechos, en esas nalguitas, en lo sabrosa que era” (p. 44); “Dejó la habitación olorosa a su aroma, a su elegante putería, a su sexo. Paco la recordó en sus brazos, en su entrepierna. Preciosidad de mujer” (p. 47). Este tipo de denominaciones también son una forma de violencia discursiva que contradicen su discurso en apariencia político e irónico.
En “Hospital psiquiátrico” de Rubén Varona se lee: “Lo que sentía no era miedo ni cobardía, porque tengo los huevos bien puestos y no me arrugo al hacer mi trabajo. Si no me cree, revise la nota roja y entérese, por ejemplo, de las cabezas que rodaron cuando allané el Titty Twisters” (p. 55). Con anterioridad, el personaje había apuntado una definición de violencia en la localidad: “Otro trago me ayudó a relacionar aquella criatura tóxica y ponzoñosa con la violencia en Juaritos, aquel veneno que nos fermenta la sangre y nos produce calambres, delirios y ceguera” (p. 55). Veo una falta de coherencia en ambas reflexiones, pues el personaje se colectiviza para describir delirios y calambres, pero antes se había individualizado: tiene los “huevos” para ejercer un tipo de violencia. Los medios de comunicación lo respaldan. También anoto ese supuesto acercamiento afectivo, al nombrar a la ciudad con diminutivos.
Por supuesto, los autores no olvidan el sensacionalismo de los diarios y la televisión local, quienes desde su discurso han ayudado a reproducir una forma de deshumanización mediática. Los narradores antologados no temen reproducir el mismo discurso tal y como está (y hay además un interés bastante morboso por hablar del PM, uno de los periódicos amarillistas más populares de la ciudad). Por ejemplo, en “El precio de una vida humana”, de Ricardo Vigueras, la televisión ofrece estas noticias: “asaltos bancarios, balaceras en la vía pública, fusilamientos en barriadas perdidas, decapitados y, en definitiva, los muertitos frescos de ese día” (p. 65). Enseguida: “Pocamadre […] leía noticias en los periódicos de la ciudad que le daban ganas de morir, de arrancarse la vida machucándose la cabeza contra la pared como si fuera un tomate podrido” (p. 66). Las noticias no llevan a los personajes a una reflexión de su situación, sino a repetir ese mismo discurso violento: aplastarse la cabeza contra la pared. Este cuento ofrece otro momento de violencia “estética” que quiere ser dramático, mas fracasa en sus metáforas: “A Ana Karen le costaba respirar porque la sangre había hecho de su boca una poza donde borbotaba un futuro en estado de descomposición” (p. 67).
En “El cantador”, de José Lozano Franco, se observa la siguiente descripción: “Un poco de alivio en quienes se dan cuenta de lo preciso de los disparos: los hombres encapuchados ya han encontrado su presa, no hay duda, sin embargo, la ceguera colectiva persiste […] ya pasó la furia del cielo, la histeria, la muerte, el llanto” (p. 84). El relato está cargado de balaceras y acribillados: “Corre, las ráfagas de las metralletas hieren sus oídos, zumbidos muy leves le dicen que ya le disparan a él. Luego, un golpe y mucho dolor en el lado derecho de su cadera lo frenan” (p. 87); la conclusión del cuento: “Lentamente, empuña la pistola y se la muestra a los hombres quienes, de inmediato, acribillan al joven, que cae sin soltar el arma” (p. 91). Nótese, insisto, en la facilidad del autor (y otros) para, con pocos verbos, crear la imagen espectacular que busca (n). ¡Qué difícil escribir “disparan” y “acribillan”!
Elpidia García en “Nomás diez tiros le dio”, como Mauricio Carrera, explora el tema del feminicidio. Aunque logra escapar al discurso insensible de Carrera, sí existen algunas afirmaciones arriesgadas en su relato. Para la autora, la desaparición de una hija es “un cercenamiento”, alimentando otra vez esta estética de la violencia sin profundizar o llevarlo más allá de lo violento. Todo lo contrario. El acto de justicia debe ser desde la misma violencia: “Diez balas calibre 9 mm se incrustaron en el pecho del policía ministerial, allí donde le faltaba el corazón” (p. 146).[3] Esta es, sin duda, una de esas imágenes que buscan ser poéticas, pero caen en un terrible patetismo. Las dos frases son opuestas: esa precisión en describir sin que el lector lo pida el calibre de la bala, pero metaforizando la maldad del ministerial. Imagino que a esto se refería Élmer Mendoza cuando habla de cómo esta narrativa se transforma en “ente palpitante que llega al corazón y al entendimiento” (p. 8).
En el cuento “Jesús on speed dial”, José Salvador Ruiz escribe: “Él yacía sobre el Río Bravo con el vientre embarazado de plomo y una bala alquilando un cuarto en su cerebro” (p. 153). Me parece irónico cómo algunos autores deshumanizan en cierta forma a sus personajes (son “cadáveres”, “cifras”, “occisos”), pero, en cambio, humanizan a las balas. Una descripción más: “Cayó sentado sobre el sofá donde minutos antes esperaba a su jefe. La diferencia era el orificio de bala que ahora maculaba su frente” (p. 159).
Quisiera detener estos ejemplos con “El alcatraz en invierno” de Salud Ochoa, en mi opinión uno de los peores relatos de la antología. Este cuento ejemplifica muy bien qué es Desierto en escarlata. Algunos de sus acercamientos son “accidentalmente” feroces: “Se vistió con calma, al fin que el muerto no iba a irse a ninguna parte y el ‘levantado’ menos —se sorprendió de su cinismo—” (p. 183). Los momentos de violencia estética “borbotan” en estas páginas de Ochoa: “El cadáver estaba en un terreno baldío sobre la calle Guatemala, a unos cuantos metros de un auto compacto que tenía las puertas abiertas y dos impactos de bala en el vidrio posterior” (p. 183). Le sigue este pasaje: “El forense había informado que la muerte del reportero fue causada por una bala 9 milímetros que entró por la espalda y le reventó el pulmón izquierdo. Tenía, además, un tiro en la cabeza” (p. 185). Subrayo cómo conviven dos tipos de discurso: un informe de forense y otro coloquial. No hay, de nuevo, una coherencia en los tonos que la narradora quiere exponer. También encuentro estos párrafos generales y plurales que abundan en la antología: “Acabó siendo policía en una época en que los muertos eran cosa de cada rato. Amanecían tirados en los arroyos, envueltos en cobijas o en costales, atados o amordazados, a veces con cabeza y otras sin ella, pero siempre con los ojos abiertos mirando hacia ninguna parte” (p. 188). Tampoco es buena señal que la escritora deba decirme textualmente que su protagonista tiene un IQ de 150. Quizá para que no olvide que se trata de un Sherlock Holmes juarense que, sin embargo, nunca encuentra un momento para demostrar su genialidad. El final del cuento me parece una joya: “Sebastián cubrió el cuerpo de Dalia justo en el momento en el que una bala atravesó el vidrio posterior de la unidad y alcanzó la cabeza de Toledo. La muerte apareció en sus ojos nublándole la visión mientras la camioneta volaba hacia el precipicio” (p. 202). Ni Thelma y Louise tuvo una conclusión tan espectacular.
En varios de los autores y autoras existe un interés anormal por las armas de fuego. Sus descripciones, que en realidad poco aportan a las narraciones, abundan y alimentan la estética violenta que entró por la ventana de Élmer Mendoza. Aquí transcribo algunos ejemplos y obsérvese la precisión: “La Glock negra la escondí bajo el alféizar de la ventana junto a la puerta. La segunda, la Smith de empuñadura oscura y cañón platinado” (Ana Paula González, “Santidades”, p. 264); “Una Glock 9 milímetros” (“Jesús on speed dial”, José Salvador Ruiz, p. 158); “Desenfundó la 38 Especial”(p. 158); “Sólo la ráfaga de un M-16…” (p. 159); “Mi rifle Aka” (“Siete cicatrices”, Magali Velasco, p. 129); “Revisó el cargador de su pistola personal Glock 26 de diez tiros, menos voluminosa y pesada que la Beretta de servicio” (“Nomás diez tiros le dio”, Elpidia García, p. 141). Para mí, esta curiosidad por las pistolas (que es destacada en el diseño editorial ya descrito) expone cómo dicha escritura no está interesada en el conflicto humano, sino en la imagen y los elementos “atractivos” de este mercado.
Fue Roberto Bolaño quien popularizó la comparación Juárez-Infierno en una entrevista a Mónica Maristáin. Su traducción del infierno a una espacialidad real y concreta, trasunto de Santa Mónica, el escenario de su monumental 2666 (2004), pretende más bien señalar un conflicto que ha sido permitido desde una esfera tanto social y política como cultural. En Desierto en escarlata hay varios acercamientos para definir Ciudad Juárez. Regreso a Ricardo Vigueras, quien en su cuento se lee una insistencia (¿afectiva?) por definir, de manera general, a la urbe y su gente, en un ripio fastidioso de frases adverbiales: “En Juárez todo el mundo sabía que ciertas preguntas desafiaban toda explicación, que la vida se había vuelto una interrogante abierta” (p. 66); “En Juárez todos sabían que la causa de muerte se llamaba Gobierno” (p. 67); “En Juárez ser bonita es correr peligro de muerte” (p. 67). Varios optaron, sin embargo, seguir los pasos de Bolaño: “Lo que su madre le contó en aquella última visita era el infierno” (“Jesús on speed dial, José Salvador Ruiz, p. 154); “Pinche desmadre. Vivimos en un lugar de oscuridad. En el infierno” (“Nomás diez tiros le dio”, Elpidia García, p. 139). En el cuento de García, incluso hay un personaje llamado Diablo (también en el de Salud Ochoa). De todas las posibilidades metafóricas para definir una problemática urbana y social de tal magnitud, esta me parece la más desaprovechada por los autores. Bolaño no te nombra el infierno: te hace sentirlo.
Para concluir, quiero detenerme en esa construcción imaginaria de la urbe. Al ser yo un lector radicado en Juárez, me resulta reiterativa esa necesidad de los autores y autoras por explicar y precisar sus ubicaciones, así como algunas particularidades urbanas: “Hay un alboroto en la 16 de septiembre, por el centro” (“El alcatraz de invierno”, Salud Ochoa, p. 183). Léase también las notas a pie de página “En Ciudad Juárez, se llama ‘segundas’ a todo establecimiento, generalmente informal, donde se vende ropa u otros objetos de segunda mano” (“Habitación 35”, José Alberto García, p. 253); “Ciudad Juárez y quizá en otros lugares del norte mexicano, ‘esprín’ es la adaptación de la expresión en inglés screen door” (“Flor de campo”, Liliana Pedroza, p. 239). Esto se debe a que el narrador no es, a fin de cuentas, un lector local. Dichas explicaciones contaminan la propuesta, vinculándola más al turismo y menos a la literatura.
Pensamientos finales
Este parece ser uno de los rumbos de la narrativa juarense contemporánea. No puedo culpar a sus figuras de querer entrar en un mercado más amplio ni de buscar recursos gubernamentales. Sus “protagonistas” están ya recibiendo reconocimientos fuera de la localidad (no sin ayuda de ellos mismos). No obstante, como escribí en mi trabajo sobre Callejón Sucre y otros relatos de Rosario Sanmiguel, sí me interesa indicar su valor literario. Se trata, desde mi punto de vista, de una escritura anclada en la mirada testimonial, en las reflexiones sencillas, en una vinculación en apariencia afectiva (ni Juan Gabriel llegó a tanto) a Ciudad Juárez. Lo más peligroso es la capitalización del dolor humano, que, en su ingenuidad documental, no logran comprender realmente. Capitalizar significa aprovechar, explotar y deshumanizar en virtud de, en este caso, esa “estética de la violencia” y otros privilegios extra-literarios. Por lo último, no veo una separación entre su propuesta creativa y la de aquellas miradas foráneas que desde la escritura literaria, periodística y académica también han entrado en el “fenómeno de la guerra contra el narcotráfico en Juárez”, desde Homero Aridjis a Charles Bowden.
Quisiera, antes de terminar, retomar algunos apuntes sobre el excelente libro de Oswaldo Zavala, Los cárteles no existen (cuyo único defecto es, curiosamente, su acercamiento débil a la literatura juarense en comparación con la severidad crítica con otros fenómenos culturales). Una de las hipótesis en el trabajo de Zavala busca explicar cómo el sistema ha enunciado esta narrativa que luego será apropiada por los discursos culturales, literarios y académicos, por lo general sin una postura crítica y más vinculada a la morbosidad y el espectáculo que el tema de la “narcocultura” permite. En el caso de la literatura, ésta “se enfoca en la violencia inscrita en los cadáveres a través de estrategias narrativas ahistóricas y mitológicas, en suma, despolitizadas” (p. 29). Dichos textos subliman al cuerpo como un campo donde desemboca la representación del narco y por lo tanto de una forma de violencia que, en estas producciones culturales, privilegian al propio evento violento, despreciando cualquier acercamiento crítico, desestabilizador, penetrante o siquiera reflexivo. Estos señalamientos creo que se comprueban en la “estética de la violencia”. Aquí una frase demoledora de Zavala sobre esta narrativa privilegiada por el discurso del Estado: “Mientras la militarización de nuestras ciudades avanza destruyendo familias y comunidades enteras, apropiándose de nuestros más importantes yacimientos de recursos naturales, nuestra clase intelectual se entretiene imaginando interminables guerras entre narcotraficantes que el sistema político ha inventado astutamente para eludir todo examen crítico” (p. 247).
La violencia como un discurso expresivo es una decisión, no una imposición. Por supuesto, hay diferentes perspectivas de abordarla, de interiorizarla y de idealizarla. Algunas afortunadas y otras no. La violencia crea adicción. Si existen estas formas discursivas desde los medios masivos, el cine, las series de Netflix y, en efecto, la literatura comercial, es porque también existe un amplio grupo de espectadores-consumidores que no solo hemos normalizado ciertas narrativas de la violencia (el racismo, la misoginia, la homofobia…) si no que las hemos viralizado. Buscamos de alguna manera consumir estas narrativas, pues son el espejo de nuestra apariencia más tóxica. Reconociendo que la violencia tiene un atractivo natural, también vale la pena señalar que la perspectiva de Desierto en escarlata fracasa al ser un acercamiento pobre desde el punto de vista político, social, cultural y ético. Necesita de aspectos externos para ser reconocida y, ante todo, de una exigencia comercial que viene, irónicamente, del centro de México. Por lo mismo, porque hay quien lo crea y lo busque, estos narradores pueden enarbolar una bandera de humanistas y supervivientes que leen sus cuentos en diferentes presentaciones buscando ese aplauso que se le da a los que vienen de una tierra donde “ahí matan” para finalmente brindar con vinito y galletitas, cual pequeño-burgueses, otro triunfo más
Desierto en escarlata. Cuentos criminales de Ciudad Juárez (comp. José Juán Aboytia et al.). Nitro/Press, Ciudad de México, 2018, 287 pp.
ISBN: 978 607 8252 62 4
[1] El Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias otorga un apoyo económico de hasta $60,000. En sus lineamientos se lee que los creadores y creadoras deben proponer un proyecto cultural en el que la comunidad participe de alguna manera.
[2] Comprendo que en varias ocasiones el cómo se hace, edita y vende un libro queda en manos de la editorial y no de los autores. Este diseño entonces pareciera ofrecer una mala lectura de los cuentos, los cuales reflejan ese “valor humano” que Mendoza apuntaba en su prólogo…
[3] Comprendo la dificultad de reflexionar, desde lo ético y moral, este tema. Si los policías no ofrecen justicia (o como se lee en el cuento, están involucrados en las desapariciones), ¿a qué otra justicia puede aspirar una madre para su hija desaparecida? Otra cosa: ¿Qué clase de efecto catártico puede ofrecer la venganza?