Andrés Sánchez Robayna: la significación del poema

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Andrés Sánchez Robayna, El libro, tras la duna, Sexto Piso, España, 2019, 210 pp.

 

El libro, tras la duna, de Andrés Sánchez Robayna (España, 1952-2025), propone, desde el título mismo, la condición solar del mundo. Libresco, sin llegar al tratado, incorpora con naturalidad la pátina de cierto talante autobiográfico. La infancia, el amor, la poesía o la paternidad son los temas que, como a casi todo mundo, le han alterado la existencia. Nacido en Islas Canarias, parece que el autor (poeta, traductor y ensayista cuya obra comprende no menos de treinta títulos) mantiene su predilección por este libro: a diferencia de otros conjuntos, éste ha merecido su reedición y su inclusión casi completa en alguna antología preparada por él mismo.

En su primera vida, por decirlo de algún modo, El libro, tras la duna apareció bajo el sello de Pre-Textos en 2002. Su nueva edición (la tercera, puesto que el título también forma parte de En el cuerpo del mundo, la obra poética reunida por vez primera en 2005) se hace acompañar de un prefacio escrito por Yves Bonnefoy, lo mismo que de notas, referencias y fragmentos del Diario que Sánchez Robayna mantuvo a lo largo de su vida. Las primeras y las segundas suponen la precisión de menciones intempestivas o deliberadas en los versos; los últimos constituyen un discurso paralelo o son, cosa palpable en algunas circunstancias, la reflexión que aspira a iluminar pasajes oscuros del poema.

El libro, tras la duna es un largo poema dividido en 77 fragmentos ––“cantos” podrían denominarse si aquí no me pareciera dudoso tildarlos de tal forma––. De factura autosuficiente muchos de ellos, pueden ser abordados también como poemas independientes entre sí. A su manera, enhebran los diversos momentos de una vida: conforman un trayecto y éste, puesto que vivir implica un recorrido (breve o dilatado, carece de importancia señalarlo) descubre cómo interrogar —interrogarse— arroja respuestas que revelan la conciencia escindida que hay en el sujeto. Si concedemos que propósitos y concreciones encajan siempre, daremos por acertadas las palabras que en julio de 2000 Sánchez Robayna escribió en su Diario: “El resultado… Soy capaz de ver cierto cumplimiento estructural, pero temo haber perdido, al menos de momento. Sé que de ello dependerá en buena medida la significación del poema, y no sólo lo que significa para mí”.

El lector cuya curiosidad lo lleve hasta las páginas de El libro, tras la duna advertirá que el autor no rechaza las citas entrecomilladas ni las alusiones más o menos veladas. Concentrada como es la poesía de Sánchez Robayna, uno de los méritos de Sexto Piso radica en los varios agregados que acompañan al poema. Sin ellos, el encuentro con las presencias que al poeta le funcionan como elementos de construcción pasarían inadvertidas o navegarían en un espacio siempre nebuloso. Al convertirlas en partes relevantes del poema, sabemos la importancia que en su obra guardan san Agustín, san Juan de la Cruz, Edmond Jabès, Octavio Paz y Jorge Luis Borges, entre otras figuras caras al pensamiento y la poesía.

Antes de continuar, no obstante, sería bueno preguntarse qué pretende Sánchez Robayna al incorporar el Prefacio, las notas, las referencias y los fragmentos del Diario a esta tercera edición de El libro, tras la duna. Estas piezas, que Gerard Genette llama paratexto ––le ruego al lector que me disculpe por la pedantería––, no siempre se comportan como partes esenciales de un libro ni aparecen, como es el caso, en las primeras ediciones de un título. ¿Entonces qué le agregan o en qué enriquecen el libro del que me ocupo ahora?

La relación de Sánchez Robayna con su obra ––con esta obra en particular–– descubre la intención de acotar lo más posible el sentido para que, paradójicamente, se preste el poema a un abanico de lecturas, por así decirlo, acorde a la sensibilidad y la destreza de los lectores. Pero también, sospecho, a una comprensible sensación de que, pese al tiempo transcurrido, la obra todavía no se encuentra del todo en el territorio del lector. Contrario a la casi axiomática afirmación de Paul Valéry en cuanto al inacabamiento y el abandono de la obra, Sánchez Robayna mantiene sobre El libro, tras la duna una especie de vigilancia o de tutela. No interviene el poema mismo pero lo dota de asideros (por ahora no sabría decir si realmente indispensables) cuyo cometido, aunque esa impresión causen, no persigue la lectura guiada ni mucho menos el control del sentido.

Podría decirse que, en virtud de su condición insular, Sánchez Robayna se prodiga, durante los primeros fragmentos —“el comienzo/ comienza” (sicazo de la R. Thank you, Monsiváis)—, en imágenes de reiterada luminosidad: “la fulgurante blancura”, “médanos solares”, “renacida claridad”, “la pedrería de la luz”, “el sol cortado por los ojos”, “multiplicados soles diminutos”. Prodigarse, sin embargo, no es el término que mejor conviene a una obra cuya escritura, si bien bastante dilatada en el tiempo, tiende más bien a la concentración. Este libro, confiesa el autor, se escribió en un momento particular de su existencia, según la nota que acompaña esta edición: “estos versos sólo pudieron ser escritos en el preciso momento que lo fueron (…) cuando la memoria, a una determinada edad, necesita de un modo u otro ordenar el pasado o el tiempo vivido con el fin de entenderlo, o de intentar entenderlo”.

Un acontecimiento fundamental compensaría su vida: el descubrimiento de la poesía. “Una tarde,/ de vuelta del colegio, un compañero, /inteligente y hosco, y a quien todos/veían muy oscuro y enigmático,/ puso un libro en mis manos./ (…)/ Y no gritaba, sino que decía/ y decía y decía, sólo eso,/ piedra prístina y última, infundada ventura”. Debe entenderse, dados los resultados, que el suceso es absolutamente significativo. Se trata de un referente de la vanguardia latinoamericana que no ha dejado de señorear, desde su aparición y hasta nuestros días. César Vallejo (Perú, 1892-1938), de quien es el último verso del fragmento citado, y que pertenece a Trilce, ha sido invocado por Sánchez Robayna para mostrar su estrategia compositiva, quiero decir la asunción del poema como un tejido en el que se mezclan las lecturas y los datos biográficos. Y así como ha puesto en marcha una estrategia de escritura, agregaría que ha instrumentado una estrategia de lectura: la forma utilizada por él y la forma que probablemente desearía al ser leído.

Si bien El libro, tras la duna posee un hilo narrativo cuya sutileza lo sostiene, en apariencia, como poema, su extensión sigue siendo problemática. No vale la pena embarcarse en una conversación en la que se cuestione si es un conjunto de poemas con un tema en común o si su columna vertebral resiste las más de cien páginas sin doblegarse. Sólo deseo llamar la atención sobre una imagen que aparece cada tanto: “la nube clarísima/ del no saber”, “aquella sombra del no saber era un saber”. Esta imagen le merece al autor varios párrafos en su Diario (entrada correspondiente a noviembre de 2000). Explica que proviene de un libro anónimo del siglo xiv, pero su genealogía se remonta hasta el Pseudo Dionisio, quien habría vivido en el siglo v. “La nube del no saber ––nos ahorra horas de biblioteca el autor–– se halla entre el hombre y Dios”.

Pese a sus atributos rítmicos y la belleza que hay en las imágenes, opondré tímidamente un “pero”, por ahora, a El libro, tras la duna. Luego de la existencia de Ramón López Velarde, Jorge Luis Borges o Leopoldo Lugones, es imposible omitir que Sánchez Robayna no alcanza la destreza de éstos para sorprender de vez en cuando con un adjetivo insólito. No encontraremos en él audacias como “ojos del color de sulfato de cobre” o la “noche unánime”. Al contrario: con frecuencia sus imágenes son previsibles ––y poco o nada enriquecen algunos de sus versos–– como, por ejemplo, “tarde triste” u “ojo del tiempo”.

Refiriéndose a sí mismo, Sánchez Robayna afirma que “cuando un poeta está escribiendo un verdadero poema (…) siempre tiene la sensación de haber superado su propia biografía”. Sensación o certeza, frente a semejante sinceridad me resulta inevitable no relacionar la frase con otra de Cesare Pavese. “En mi oficio soy el mejor”, asentó en el Oficio de vivir, el diario que registra las satisfacciones y los fracasos del escritor italiano. Uno y otro, sin ponerse quisquillosos, tendrán razón seguramente. Ambos pertenecen a esa clase de poetas poseedores de cierta habilidad para distanciarse de su obra y reflexionar sobre ella.

Como la muerte no es visible sino aquello invisible que se intuye, al final ––y al principio del libro–– sólo perdura el azar. Por eso “El niño juega. Ruedan/los dados”. Heráclito de Éfeso, el pensador griego que habría vivido entre los siglos vi y v antes de nuestra era, lo dice de otro modo (y mejor): “El tiempo es un niño que juega tirando los dados: del niño es el reino”.