¡Por fin, conocí a André Gide!

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Traducción de Armando Pinto

Notas sobre Gide

He sido invitado a ir, el domingo por la tarde, a la Nouvelle Revue Française. A la recepción mensual de colaboradores y amigos.

En la tienda de la rue Madame, encuentro a Gaston Gallimard, Jean Schlumberger (autor de L’Inquiète Paternité) y, alrededor de ellos, a una decena de jóvenes. Sobre el mostrador, entre los libros del contable y la máquina de la dactilógrafa, algunas tazas desportilladas, un plato de galletas. El secretario de la revista, un muchacho muy joven, gentil, gracioso y torpe a la vez, sirve amablemente el té, como en una fundación; se llama Jacques Rivière. (Copeau permanece en nombre como director de la revista; pero, después de la reciente apertura del Vieux-Colombier, está totalmente acaparado por su teatro.) Jean Schlumberger, a quien ya conocía de otro lugar, pasea de grupo en grupo una helada cortesía que parece intimidarlo a él mismo, y se esfuerza, con una conmovedora buena voluntad, en hacerla acogedora y sonriente… Mi Jean Barois acababa de salir. Me rodean con una curiosidad que me incomoda tanto como me halaga. Todos me dicen que mi libro es excelente; pero pronto tengo la impresión de que nadie –ni el mismo Gaston, tal vez– lo ha leído de cabo a rabo.

En medio de la segunda pieza, un Barba Azul risueño se agita como un demonio, y arma gran alboroto. Es Henri Ghéon: dos ojos que arden en un rostro risueño; una barba cuadrada, oscura, corta y tupida; los pómulos rubicundos; un cráneo brillante. Clava en mí su mirada tierna, cruel y jovial. Me agobia de elogios excesivos. Al hablar, gesticula, esputa, y produce a cada paso relinchos estridentes: lo siente uno perpetuamente ebrio de existir.

Paso a otras manos. Aquí está Paul Fargue, quien me aprisiona en un abrazo. Un rostro perfectamente ovoide por la altura abombada de una frente desguarnecida y la punta de la barba. Ojos almendrados, párpados fruncidos en una mirada regalona, a la vez observadora y ausente. Curiosa mezcla de sensualidad febril e impasibilidad oriental. Entre sus delgados labios, un cigarrillo cuelga en medio de la boca que entreabre apenas para hablar. La voz es dulce, zalamera. Él se escucha, parece dictar un texto y degustarlo de paso como conocedor. Pretende haber devorado Barois en una noche: se describe con complacencia fumando, acostado, apoyado sobre un codo, en el círculo íntimo de una lámpara: parece asociar en un mismo recuerdo voluptuoso la delicadeza de la iluminación rosa, la tibieza del lecho, el silencio nocturno, la embriaguez del tabaco y el interés de la lectura.

La puerta se entreabre. Un hombre se escurre en la tienda a la manera de un vagabundo que viene a calentarse a la iglesia. El ala de un sombrero magullado oculta los ojos; un amplio abrigo le cuelga de los hombros. Hace pensar en un viejo actor famélico, sin empleo; a esos restos de la bohemia que encallan, una noche de miseria, en el asilo nocturno; o bien a esos habituales de la Bibliothèque Nationale, esos copistas profesionales, de ropa descolorida, que dormitan a medio día sobre un infolio después de haber desayunado un croissant. ¿Un antiguo fraile, tal vez? ¿Un exsacerdote con mala conciencia? Gautier acusaba a Renan de haber conservado ese “aire sacerdotal” … Pero todos se aproximan, es alguien de la casa. Se despoja de su abrigo, de su sombrero; su traje, deformado, no parece sentarle bien a su cuerpo desgarbado; un cuello de pájaro viejo se escapa de su ajado cuello postizo que se entreabre; la frente calva; la cabellera comienza a encanecer; se tupe un poco sobre la nuca con el aspecto apagado del cabello muerto. Su semblante de mongol, con las arcadas superciliares oblicuas y salientes, está sembrado de algunas verrugas. Los rasgos son pronunciados pero suaves; la tez grisácea, las mejillas hundidas, mal afeitadas; los labios delgados y estrechos dibujan una larga línea elástica y sinuosa; la mirada resbala sin confianza entre los párpados, con breves destellos fugaces acompañados de una sonrisa gesticulante infantil y artificiosa, a la vez tímida y afectada.

Schlumberger lo guía hacia mí. Yo me siento confundido: es André Gide…

Intercambiamos los tres algunas frases convencionales. Gide parece al borde del hastío, lo que acaba por paralizarme. Schlumberger nos abandona casi de inmediato. Gide vacila, va a buscar su abrigo, regresa rápidamente conmigo, vacila todavía, después –con miradas furtivas a diestra y siniestra, y esa mirada demasiado misteriosa que un mimo sin experiencia emplea para indicarle a los espectadores que prepara una jugada– me arrastra hasta la trastienda desierta, entre pilas de libros y resmas de papel. Ahí, sin mirarme a la cara, acuclillado en un taburete escalonado, inclinado hacia adelante en pose de gárgola, murmura en mi dirección algunas palabras amables en un tono confuso y pretencioso. ¿Qué dice? ¿Que mi libro le ha interesado? No: que él tuvo, en defensa propia, que llevarse este verano al campo mi voluminoso manuscrito; que lo hojeó, primero con fastidio, luego con sorpresa; que tuvo “la más viva curiosidad” por conocer al autor; que se ha sorprendido mucho de que yo no haya sobrepasado los treinta años… yo apenas respondo. Y, de repente, se endereza, apoya un codo sobre la rodilla, su mentón sobre la mano flácidamente doblada, y comienza a hablar en abundancia. La voz se suelta, fluye; admirablemente timbrada, cálida, baja y grave, confidencial a voluntad, y zalamera, y susurrante, con modulaciones matizadas, y, por momentos, un brusco grito, cuando pronuncia un adjetivo raro, algún término elegido, cargado de sentido: parece entonces lanzar triunfalmente la palabra al aire con el objeto de que despliegue de pronto su resonancia, como uno eleva un diapasón para permitir el máximo de vibración. No sé qué pensar, aún menos qué decir. Por el fondo, por la forma, todas esas ideas que él desarrolla y matiza en este arranque de improvisación, son enteramente nuevas para mí. Su resplandor me deslumbra. Nadie jamás, en la conversación, me ha dado esta impresión de fuerza natural, de genio… Tal vez todo ese brío me resultaría insoportable si hubiera descubierto el artificio; pero hasta en sus afectaciones y vanidades, Gide me parece profundamente auténtico, y yo me abandono con arrobamiento a la seducción. ¿Su físico? Lo miro con otros ojos. Cuando entró lo vi, no lo miré. Poco me importa la barba de dos días, el cabello mal cuidado, el cuello de acordeón. ¡Cuán sensible soy ahora a la nobleza de ese rostro trémulo de emoción y de inteligencia, a la tierna delicadeza de su sonrisa, a la música de su voz, a la atención, a la cálida bondad de las miradas con las que me arropa! Pues él no me quita los ojos de encima. Busca, visiblemente, la reciprocidad, el acuerdo; ofrece el intercambio, busca una alianza. Esta simpatía me trastorna. Me estimula, tengo prisa de responderle; quisiera evocar ese día, cuyo recuerdo es tan presente, en el que descubrí sus Nourritures terrestres…

Pero, de pronto –sin ningún indicio previo, sin transición, sin siquiera acabar la frase que había comenzado y que se atasca en un murmullo indistinto (acompañado por algunos menos de cabeza incomprensibles y por la más afectuosa de las sonrisas) Gide se levanta, con una mezcla de agilidad, de gracia, de precipitación, de torpeza. Se peina, echa apresuradamente su abrigo con un vuelo sobre un hombro, y se eclipsa fuera de la tienda, sin estrechar la mano de nadie; ni siquiera la mía…

¿Habrá venido sólo para ver la forma humana del autor de Jean Barois?

*

Febrero 1920

Gide no habla más que de la redacción de sus “recuerdos”, de los que ha dado un fragmento a la N.R.F. Ese trabajo lo apasiona.

—Estaba apenas en la adolescencia, pero ya me enfrentaba a las más espinosas dificultades… Cosa curiosa, querido: si pudiera adoptar la terminología cristiana, si me atreviera a introducir en mi relato el personaje de Satán, todo se volvería enseguida milagrosamente claro, fácil de contar, fácil de comprender… Las cosas siempre pasan para mí como si el Diablo existiera, como si estuviera interviniendo constantemente en mi vida…

Si ha sido llevado a escribir esta autobiografía, dice, es que la historia de sus primeros veinte años le parece tener un alcance general e ir más allá, por mucho, del interés de una aventura individual.

Confiesa la necesidad que tiene —¿atavismo protestante?— de legitimar siempre su conducta analizándola, explicándola, buscando sus causas profundas. No por la satisfacción de probar que él tiene razón al actuar como lo hace; sino porque reivindica su derecho de ser como es; porque, siendo él, no podría actuar de modo diferente.

Se aplica, en este trabajo de memorialista, a una exactitud rigurosa: “No quiero modificar ningún detalle. No cambiaría ni un nombre propio, ni el color de una cabellera. Mi confesión sólo tendrá valor –el valor que yo quiero que tenga– si es estrictamente verídica. Para merecer crédito, es necesario que pueda decir: Ve, no te engaño en nada, todos los detalles concretos son exactos. Y claro, el resto lo es igualmente. Por inverosímil que te pueda parecer, es así; yo soy así.

*

Marzo 1920

Gide almuerza con nosotros.

Se queja de la dificultad que experimenta en hacerse una vida propicia al trabajo en París. Le hago coro. Le cuento que, durante la guerra, cuando pensaba en las posibles mutilaciones, llegaba a imaginarme que la explosión de un obús me privaba para siempre de la vista: me veía entonces condenado al recogimiento, a una concentración de espíritu embriagadora y le dictaba a mi mujer una serie de obras admirables… él me escucha con una atención sorprendida y soñadora que mis palabras apenas justifican. Tuve, un poco más tarde, la explicación:

–Me sugeriste por azar, hace un rato, el final de ese Œdipe en el que sueño… Mi intención, verás, es la de presentar al principio un Œdipe radiante, orgulloso de sus logros, activo, ignorante de toda preocupación: un Œdipe “goethiano”. Y después, sin que ningún acontecimiento nuevo se produzca, simplemente por la intervención, por la influencia de un sacerdote, de un Tiresias cristiano, este Œdipe glorioso se encontraría totalmente desposeído de su felicidad. Buen tema, ¿verdad? Mira: nada, absolutamente nada, habrá cambiado, a su alrededor; pero todo lo que hasta ese momento lo hacía un monarca sereno, equilibrado, perfectamente satisfecho, todo eso, bruscamente, no contaría para nada, por el solo hecho de que el punto de vista habría sido cambiado por el gran sacerdote… –dicho con otras palabras, por el hecho de que la óptica cristiana habría reemplazado la óptica pagana… Y entreveo mi objetivo: se vería al infortunado rey no tener más que un deseo: evadirse mediante la ceguera del presente, fuera de este presente que le ha sido estropeado sin apelación; entrar en esta noche, poblado de recuerdos felices, que sólo puede darle su visión optimista del mundo, y el gusto de vivir…”

*

Gide me lee esta página de Buffon:

“Puede ser que la moderación en las pasiones, la templanza y la sobriedad en los placeres, contribuyan a la duración de la vida. Pero esto mismo parece bastante dudoso. Puede ser que necesario que el cuerpo haga empleo de todas sus fuerzas, que consume todo lo que puede consumir, que lo ejerza tanto como sea capaz.”

A cotejar con lo que dice Montaigne:

“Hasta a las mínimas ocasiones de placer que puedo encontrar les echo mano.”

*

Larga visita de Gide.

Le recuerdo el juicio que, sin conocerme, dio sobre mí, en el curso del verano de 1913, cuando aconsejó a la N.R.F. que publicara mi Jean Barois: “tal vez no es un artista, pero es atrevido.”

– “No te sientas apenado de no ser un artista, me dice riendo. ¡Lo somos demasiado!…

No hagas como Charles-Louis Philippe. Es un caso que he visto de cerca; un caso patético… había en él una fuerza creadora. Nuestro contacto le resulto funesto: se siente permanentemente molesto, mutilado, forzado a ser más artista; y ha arruinado su talento… Dices bien que los grandes creadores nunca se inclinan por normas de arte preconcebidas; ellos alcanzar el arte mediante la creación misma, sin haberlo querido, sin saberlo; su arte es por ello personal y nuevo.”

La conversación se orienta a la novela, al novelista, al don de la observación:

– “Yo lo reconozco, hace muy poco tiempo que abrí los ojos a la vida, a los demás… hasta los cuarenta, puede decirse que no me preocupe jamás por observar lo que pasaba a mi alrededor. La cuestión religiosa y la cuestión sexual me absorbían exclusivamente: me parecían insolubles, pero ninguna otra cosa me parecía digna de atención. Vivía como un ciego…

*

Octubre 1920

Tenía una cita esta esta mañana, en la villa Montmorency, para escuchar la lectura de Si le grain… (borrador de la segunda parte.)

Él había dejado la puerta entreabierta. Lo llamo. Su voz me responde de muy lejos. Todas las puertas están abiertas. Él acude con su manuscrito en la mano. Tengo la impresión de que, mientras me esperaba, erraba, solo, en esta hilera de habitaciones inhabitadas y sonoras, como el último sobreviviente de un paquebote abandonado. Extraña, fabulosa morada, en la que tiene el aire de no estar en su casa, –donde a cualquiera le parece imposible sentirse en la de él– Me guía, impacientemente, a través de las circunvoluciones de la escalera, cuyo plano descabellado parece concebido para ilustrar un cuento de Edgar Poe. Es como una escalera de faro, adherida a la pared interior de un hueco monumental, de un vacío impresionante. Los tramos sucesivos de esta escalera son desconcertantes: parecen atrapa bobos, que conducen a no se sabe dónde, tal vez a ninguna parte… En el primer piso me lanzo, siguiéndolo, a un corredor; por una puerta entornada percibo un camarote de navío, un camastro sin tender. Subimos todavía algunos escalones. Otro corredor, medio obstruido por valijas. Pasamos frente a una endeble mesa plegadiza cargada de papeles; un taburete de cocina está adosado a un gran radiador. –“Por lo general es aquí donde trabajo; pero tú estarás mejor allá abajo”, me dice llevándome más lejos. Más escalones. Entramos por fin a una especie de galería exigua, con mucha luz, que domina como una atalaya un vestíbulo obscuro más abajo, en el cual distingo mesas, libreros, asientos bajo sus fundas, y pilas de libros, incluso en el suelo. En esta toldilla, dos pequeños sillones duros, de madera obscura nos esperan.

Está sentado ya, su manuscrito abierto frente a él sobre una repisa empotrada en un rincón de la ventana, por la cual percibo los techos, la cúspide de un cedro. La luz ilumina su espléndido rostro, palpitante de placer. Se cala sus anteojos de concha (que coloca tanto sobre como bajo la verruga de su nariz, según posa su mirada sobre las hojas o sobre mí) y, sin más preámbulo, con una prisa ansiosa, comienza a leer. (Viaje a Biskra, con Paul-Alberto Laurens.) Visiblemente conmovido por su lectura: sus labios, sus manos tiemblan.

Sigue una larga y franca discusión. Yo le ruego que retome algunos pasajes, y le hago notar, por el tono de su relato, la permanencia de una suerte de reprobación sobrentendida, muy convencional, sin duda de origen protestante.

– “Pues claro, me dice con una voz desconcertada: el eterno drama de mi vida. Sabes bien, querido, que todo eso es por mi mujer: ¡fue pensando sin tregua en ella que lo escribí!”

En realidad, esta confesión, que él quería total y sin reservas, me parece muy tímida todavía, llena de reticencias, de camuflaje, de negaciones; frente a algunas revelaciones parece escabullirse a pesar de él. Se lo digo. De inmediato concuerda en eso, con una especie de conmovedora disposición, una especie de júbilo, de exaltación en acusarse:

– “Sí, sí…me doy cuenta… ¡lo que me dices lo comprendo perfectamente! En suma, he hecho un poco de trampa sin querer… He escamoteado el fondo… Y nada cuenta más que eso, el fondo, no está…

De golpe, toma la decisión de no quedarse en París, de salir urgentemente a Cuverville, para concentrarse mejor y ponerse a trabajar. Hoy mismo, de inmediato…

Lo acompaño en taxi a la estación Saint-Lazare. Durante el trayecto no suelta ni una palabra. Pero antes de llegar se inclina hacia mí:

“Perdona que me haya callado así… ¡Pero todo lo que acabamos de hablar es tan importante, querido! Ya puedo ver lo que es necesario cambiar… ¡No puedo pensar en nada más!

*

Copeau me dice: “A André le falta el don indispensable de los verdaderos novelistas: es incapaz de aburrirse. En cuanto alguien no es excitante para él, su curiosidad se derrumba. Y sucede lo mismo con los personajes de sus libros: en general, hacia la página ciento cincuenta, sus criaturas comienzan a dejar de interesarle; entonces concluye con prisa un desenlace, como un castigo.”

*

1920

Le digo que si tuviera que elegir una de sus obras para llevármela, solo, a una isla desierta, elegiría su Saül. No parece sorprendido. Luego, sonriendo:

– “¿Sabes que mi pieza no pudo ser representada con Antoine? Él tenía muchas ganas de montarla. Me dijo (además fue la única vez que lo encontré):

– “Monsieur Gide, ¡su Saül es muy buena! Si mi próximo espectáculo marcha, tendré el dinero necesario y comenzaré a ensayar su obra.” El nuevo espectáculo, era Résultat des Courses, de Brieux. Con el corazón palpitante corrí a la primera función. Al principio traté de persuadirme de que era excelente, tanto deseaba el éxito. Pero, desde el segundo acto tuve que rendirme a la evidencia: ¡una obra execrable, un fracaso! Estaba frito, me salí antes del tercero… Así fue cómo mi Saül fue víctima de Résultat des Courses…

*

Le hago notar que se contradice. Él me contesta con una sonrisa:

–“Conoces la frase de Stendhal: Yo tengo dos formas de ser: un buen medio para evitar el error.”

¿Es una humorada?

*

Diciembre de 1920

Gide ha venido a pasar tres días conmigo, a mi pequeño retiro de Clermont. Le leí el Cahier gris y la mitad de Pénitencier.

(Percibo de inmediato un divertido desprecio.

En ocasión de una de mis primeras visitas a la villa de Auteuil, mi curiosidad se sintió atraída por un grueso volumen muy gastado, bien a la vista sobre una mesa, a poca distancia de mí. No dejé de leer el título: P. Boissière, Dictionnaire analogique. “Vaya, vaya”, me dije, “¿será este el secreto del vocabulario de Gide, la fuente de sus hallazgos?… ¡Me hace falta un Boissière! De inmediato a buscarlo. Pero era una obra antigua, agotada, inencontrable. Alerto a los vendedores de libros de viejo. En fin, me encuentran un ejemplar, mal encuadernado, maltratado, horrorosamente caro. Lo tomo sin regatear, y me esfuerzo en usarlo.

Ahora bien, al desembarcar en Clermont, Gide pasa revista a mis libros, –“ah”, dice, tienes la recopilación de Boissière, ¿Qué te parece?” –“¡Incomparable!” –“¿En verdad? Yo también, tengo uno, lo compre hace tiempo; pero nunca lo he abierto. Nunca he sabido como servirme de esos instrumentos…”

Tres días, solos los dos, de lecturas en voz alta, de conversaciones interminables. (En los consejos literarios que me da, jamás jala la cobija: se mete en mi piel, y a ser yo mismo lo más posible es a lo que me empuja. Frente a una escena mal lograda, no dice: “Yo lo hubiera hecho así”, sino “Así es como lo habrías hecho tú, si hubieras estado en un buen día.”

Él quiere, también, escribir una larga novela densa, cargada de episodios. Me habló de la trama: un grupo de muchachitos descarriados entran por azar en contacto con un grupo de falsificadores de moneda, y para poder formar parte de la banda, son llevados a dar “una prueba”, a perpetrar un acto criminal que los comprometerá sin apelación.

Su plan es todavía embrionario. Pero, a propósito de este proyecto, me hace ver claramente hasta qué punto nuestras formas de concebir la novela son diferentes, incluso opuestas. (Yo siento que la mía ha permanecido elemental. Lo que llamo objetividad, fidelidad a lo real, simplicidad de composición y factura, podría no ser más que indigencia.)

Para hacerse comprender mejor, toma una hoja en blanco y traza una línea horizontal, muy derecha. Después, tomando una lámpara de bolsillo, pasea lentamente el punto luminoso de un punto a otro de la línea: –“Así tu Barois, así tus Thibault… Te imaginas la biografía de un personaje, o la histórica de una familia, y la proyectas bajo tu luz, sinceramente, año por año…Mira como yo compondría mis Faux-Monnayeurs…” Retoma la hoja y dibuja un gran semicírculo, pone la lámpara en medio, y, haciéndola girar, proyecta la luz a lo largo de la curva, manteniendo la lámpara en el centro: “¿Comprendes, querido? Son dos estéticas. Tú expones los hechos como historiografía, en sucesión cronológica. Es como un panorama que se desenvuelve frente al lector. Nunca cuentas un suceso pasado a través de un suceso presente o a través de un personaje que no es actor. Contigo, nada es presentado con rodeos, de forma imprevista, anacrónica. Todo bañado por la misma claridad, directa, sin sorpresas. ¡Te privas de recursos preciosos!… Piensa en Rembrandt, en sus toques de luz, luego en la profundidad secreta de sus sombras. Hay una ciencia sutil de las iluminaciones, variarlas al infinito es todo un arte.”

–“¿Un arte? ¿O un artificio?”

–Como quieras, querido. Eres consecuente con tu naturaleza. Tú estás del lado de Tolstoi. Yo, por mi parte, soy, o quisiera estar del lado de Dostoievski. Y ten en cuenta que yo admiro profundamente a Tolstoi. Es un testigo maravilloso. Pero reconozco que no me es suficiente. Su búsqueda lleva siempre a lo que los otros tienen de más general, quisiera decir: de más humano; a lo que, en cada uno de nosotros, es común a todos. Él me muestra lo que más o menos ya sé; lo que, con un poco de atención, yo habría podido tal vez descubrir por mí mismo. No me causa casi ninguna sorpresa… Dostoievski, por el contrario, ¡me asombra sin cesar! ¡Me revela siempre lo nuevo, lo insospechado, lo jamás visto!”

Reflexiona algunos segundos, después agrega:

–“Ibsen también, por otra parte: sus personajes son tan verdaderos como los de Tolstoi; y no menos particulares, a menudo, no menos inesperados, que los de Dostoievski…

*

Abril 1921

Gide llega al final de la tarde y cena con nosotros. (Desde su entrada, ciertos días, uno sabe, por su aspecto tenso, a la vez grave y alegre, que será él quien dirigirá el juego y al que no habrá más que abandonarse. Agotará veinte temas antes de llegar a lo que le atormenta ese día. Porque siempre hay un tema del día que lo obsesiona, al que todos los demás, ineludiblemente, lo llevan: en torno al cual dará vueltas bastante tiempo con un misterioso meneo de cabeza, como si jugara a las escondidillas consigo mismo; pero que abordará con toda seguridad, así sea en el último momento, ya cerca de la puerta. Él volverá a sentarse, para expresar finalmente lo que tiene que decir: ¡no ha venido más que para eso!)

Es imposible dar cuenta del tono de una tardeada de este género, los meandros imprevistos de la conversación. Anotaré solamente lo que me ha dicho (a propósito de hérédité):

–“Tengo motivos para pensar que soy el primer homosexual de mi filiación. Por más lejos que me remonte en el pasado de mis ancestros, no veo más que protestantes rígidos y avergonzados; si hubieran tenido veleidades de esta suerte, han luchado en su contra y las han sofocado. ¡Precisamente! Yo soy su víctima… No es en vano que, durante muchas generaciones, uno frustre, en todos los dominios, estas tendencias de lo más naturales. Llega el momento en que la naturaleza es más fuerte. A través de mí, si puedo decirlo, ella se venga de ellos, de su rigor… Yo pago por ellos, soy su castigo…”

A una pregunta que le hago, responde con aplomo:

–“No, no creo de ningún modo que mis gustos particulares pudieran ser transmitidos por herencia: son características adquiridas, intrasmisibles. Yo soy así porque mis instintos han sido socavados por mi educación y por las circunstancias… Lo que imagino, sabes, es que he debido recibir en herencia una sexualidad desmesuradamente exigente, la cual ha sido contenida, oprimida voluntariamente por varias generaciones de ascetas y, entonces, yo he sufrido la presión sobrecargada…”

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Enero de 1922

Gide encontró a Rathenau en el Luxemburgo, con los Mayrisch. El ministro alemán está en misión en París, Gide fue a verlo.

Rathenau tuvo para él palabras de lo más sombrías:

–“Monsieur Gide, los acontecimientos van tan rápido que las previsiones más pesimistas se realizarán mucho más pronto de lo pensado. Estamos desde ahora a merced del incidente más insignificante que pueda surgir en Polonia, en Yugoslavia, no importa dónde…

“¡La responsabilidad de Francia es enorme! Su desconocimiento de todos los problemas nuevos es desconcertante. Vuestro presupuesto de armamentos absorbe, él sólo, la mitad del presupuesto de la nación. ¿A dónde os conducirá? ¿A la bancarrota? ¿A La revolución? ¿A la guerra?

Europa corre al abismo. Poco posible de detener. E incluso, si se pudiera, Monsieur Gide, tal vez no sería deseable detenerla. El absceso se ha formado: hace falta que reviente una vez más.”

Rathenau ha dicho también:

–“El gran mensajero del provenir es ese inmenso pueblo, inconsciente y sin cabeza, de América… Es él quien, con los ojos cerrados, impondrá su decisión al Viejo Mundo…”

*

Marzo de 1922

Gide me confía su “necesidad” de publicar, sin más demora, Si le Grain ne meurt y Corydon.

Me esfuerzo, hago lo posible por tratar de disuadirlo:

–“Sería el último en detenerte, si tuviera la menor duda sobre la inutilidad, la patética inutilidad, de este escándalo. Pues el escándalo es inevitable. Le dará armas decisivas a tus enemigos, que son numerosos.

Alejará de ti a dos tercios de tus amigos, –oigo a aquellos que aceptan tu vida privada mientras sea discreta, más o menos oculta, mientras se conserven las apariencias; pero que, el día en que te muestres mediante una confesión cínica y pública, tendrán que tomar partido y lo tomarán contra ti. Es absurdo… Vas a crear alrededor de ti una atmósfera de indignación, de desconfianza, de calumnia. Te conozco: sufrirás cruelmente. Y es lo que me desespera: nada te puede perjudicar más el buen desarrollo de tu madurez…”

A todo lo que le digo, opone su mirada más afectuosa, pero sacude la cabeza con dulce obstinación:

–“No puedo esperar más… tengo que obedecer a una necesidad interior, ¡más imperiosa que nada! Compréndeme. Necesito, necesito, disipar por fin esta nube de mentiras en la que me resguardo desde mi juventud, desde mi infancia… ¡Me asfixio!”

Se ha obsesionado siempre por el trágico destino de Oscar Wilde. No es imposible que creyendo cumplir un deber supremo, una misión superior, ceda, en este momento, a no sé qué nostálgico llamado de mártir. Copeau lo piensa, otros también, tal vez.

Yo creo más bien en una intoxicación eslava… Hace meses que vive, para preparar sus conferencias del Vieux-Colombier, en una intimidad cotidiana con Dostoievski. Contagiado de la confesión pública: ambiciona, como un héroe de novela rusa, desafiar a la sociedad, ofrecerse a sus golpes; aspira al ultraje, al oprobio, a la picota… Para rechazar mis objeciones, ¡sonríe como iluminado! ¿Piensa que, al ser incomprendido, escarnecido, despreciado, víctima expiatoria de una sinceridad sublime, se supera sin duda, se engrandece! (Pues yo presiento, también, en esta aventura, no sé qué deseo no formulado de expiación; un nuevo indicio de las reflexiones morales que ha heredado de su atavismo puritano; prolongación, diría yo, de esta latente noción de pecado, de culpabilidad, de la que no tiene consciencia, que él negará ciertamente, pero en el que yo percibo otros rasgos de su comportamiento: el incesante deseo de explicarse, de defenderse, ––exactamente: de justificarse–– a lo que este gran rebelde, que se cree ejemplarmente emancipado, justo aquí, por su propia confesión, ha consagrado lo más claro de su inteligencia y de su talento.)

Pierdo mi tiempo al querer convencerlo. Publicará su Corydon; publicará Si le grain ne meurt. En su exaltación actual, está dispuesto a sacrificar todo, su autoridad, su creciente reputación, y su reposo, ––e incluso el reposo de Émmanuèle… ¿Tiene el derecho de hacerlo? Otra pregunta… Él no razona, él sigue lo que llama su “inclinación”: cuanto más desmesurado sea el sacrificio, más embriagadora será su delectación mística…

(No olvidemos tampoco que Gide no ha tenido jamás la paciencia de conservar mucho tiempo en su cajón una obra acabada…)

*

Julio de 1922

(Isla de Porquerolles.)

Gide nos había anunciado su visita para hoy.

Ayer estábamos sentados bajo los pinos, al finalizar la tarde, a la hora en que el Cormorán, que hace el servicio cotidiano de aprovisionamiento, regresa de la casi isla de Giens. Maquinalmente, saco mis gemelos; y atónito veo a Gide, instalado, con su capa con vuelo, solo, de pie, al frente del bote. Muy Lohengrin… En su prisa afectuosa, había adelantado su llegada un día.

Esta mañana, al alba, se levantó y partió a la aventura, recorriendo la isla como un salvaje ebrio, medio desnudo, arañándose con los matorrales de tamarisco y de madroño, corriendo tras las mariposas, recogiendo flores y bayas de los arbustos, bañándose en todos los riachuelos para comparar la tibieza de sus aguas, saltando de roca en roca para pescar, en las cavidades, algas, conchas, insectos de mar con lo que rellena su pañuelo. Ha reaparecido, pasado el mediodía, en el comedor del hotel, con arena en las orejas y algas pegadas en todo su cuerpo, riendo con mirada de loco, embriagado de sol, de calor, de alegría, y escanciando con una voz embriagada estos versos de Heredia.

Le soleil, sous la mer, mys-té-ri-euse aurore,

Éclaire la forêt de coraux abyssins…!

Por la tarde, se obsequió, en la mercería, con un indescriptible sombrero de lona que no se quita para nada. Y se puso a trabajar: la traducción del primer acto de Hamlet. Pero, de tanto en tanto, no se prohíbe abalanzarse hacia el mar, y correr entre los pinos, con el sombrero en el occipucio, los brazos colmados de libros, de cuadernos, de gramáticas, de léxicos. Luego nos alcanza, pensativo, y comienza pronto a escribir… Mientras chapotea a lo largo de la playa, no deja de buscar un equivalente de tal o cual expresión inglesa… Lo más sorprendente es que, a menudo, ¡la encuentra!

*

Porquerolles, julio de 1922

Esta tarde le leí a Gide un primer borrador de La Gonfle.

Nos instalamos al borde del agua, en la sombreada terraza vacía de la villa, donde, para escapar de nuestros cuartos del albergue, yo había, antes de la llegada de Gide, obtenido la autorización para ir a trabajar todos los días.

Comenzada apenas mi lectura, al otro lado de la bahía, a unos trescientos metros de nosotros, dos bellos adolescentes llegaron a haraganear al malecón; después bajaron por las rocas para bañarse. De inmediato Gide se apoderó de mis gemelos, “Te escucho, querido… continúa… continúa…”

Y durante la hora que duró mi lectura jamás apartó los ojos de los binoculares; yo estaba decepcionado, furioso; sentía su atención acaparada por completo por esos dos muchachos desnudos que jugueteaban al filo de las olas, y la brisa que nos traía por instantes sus risas y sus gritos. Habría vendido su alma para que el Diablo hiciera caer mi manuscrito al mar, y pudiese correr hacia el muelle… A partir de que hube terminado el último acto, el partió a “desentumirse las piernas”, sin una palabra sobre mi obra.

Pero, esa noche, me habló largamente de ella, con una perfecta lucidez. Él la había escuchado muy bien.

*

Enero de 1923

Primera estancia en Cuverville, a pesar de la estación. Llevado de París por Gide.

Penoso sentimiento de malestar durante el trayecto…

Comenzó desde que llegamos a Saint-Lazare. Gide, que constantemente hacía ese viaje, erraba por la estación sin saber dónde se encontraba la ventanilla de los boletos, ni por dónde se accedía a los andenes, ni la hora de salida del tren a Le Havre, ni siquiera si había un enlace para alcanzar a tiempo el tren que lleva a Criquetot. No quería preguntarle nada a nadie, y corría de un lado a otro con vagos: ––“veamos por aquí… Ven… Sígueme…” Trepamos en el último minuto a un tren medio lleno que yo esperaba fuera el bueno; y Gide de inmediato comenzó con sus excentricidades. Envuelto en su abrigo echado sobre los hombros, un sombrero negro y peludo puesto sobre lo alto del cráneo, los brazos cargados de libros, de revistas, la mirada afiebrada y fisgona, (con esa sonrisa indecisa y atrayente, ese aire falsamente natural que adopta en estos casos, persuadido de que un aspecto desenvuelto permite pasar desapercibido), recorre el tren y me trae a remolque a lo largo de los corredores helados, desiertos en su mayor parte. Recorremos muchas veces el convoy, desde el furgón de cola hasta el coche de adelante, y viceversa. Hace el inventario de los vagones, uno después del otro, deteniéndose en los compartimentos más ocupados, probándolos sucesivamente abandonando este por una misteriosa razón misteriosa, aquel por un pretexto cualquiera, regresando de pronto al que había abandonado en el otro extremo del tren, llevándome a su búsqueda sin encontrarlo, y así otra vez. Por fin, dejándolo con sus maniobras, escogí deliberadamente un rincón y me instalé, pero era incapaz de leer.

El malestar del que hablo ––muy difícil de definir–– estaba hecho de un doble sentimiento: de responsabilidad y de inseguridad. Entienda quien pueda. Como si yo tuviera al cuidado de un niño que pudiera cometer las peores imprudencias; o de un enfermo en pleno acceso de delirios…

(Muchas veces, durante mi estancia en Cuverville, ciertos signos de turbación en la actitud de madame Gide me hicieron de pronto reconsiderar ese poco agradable viaje. ¿Signos? Indicios más bien: ciertos silencios súbitos, ciertas confusiones rápida y mal disimuladas, o bien, en la mirada, ciertos vislumbres inquietos, casi acobardados, fugitivos… Hay momentos en los que, en presencia de su marido, (y, por lo general, cuando él se muestra de lo más natural, alegre, conversador), ella parece de repente estar sobre ascuas. ¿Qué pasa en ella en esos momentos? ¿Qué pensamientos, qué sospechas, qué recuerdos la atraviesan? Juraría que su breve malestar se parece al mío, y que mi impresión de inseguridad es un sentimiento del que ella tiene una larga experiencia, ––que ella experimenta a veces casi hasta la angustia. ¿Cómo creer que este ser tímido, delicado, pusilánime, de gustos tradicionales, voluntariamente austeros, haya encontrado jamás el menor apoyo en ese compañero fluido, evasivo y sin cesar fugitivo, cuyos caprichos desconciertan, y que lo sabe uno incapaz de rechazar una petición? ¿Qué más nocivo y más agobiante para una naturaleza equilibrada, incluso si ella no es hostil a cierta fantasía, (y este es el caso), que la vecindad de esta perpetua inconsecuencia, de esta perpetua sumisión a lo imprevisible? No habrá habido nada más grave entre ellos como para que esto solo hubiera bastado para convertirla en una pareja íntimamente desavenida.

–– “Ni qué decirlo, querido, has ganado la partida con mi mujer”, me reiteró Gide, que parecía tan sensible como yo a la acogida infinitamente amable que me daba siempre Madame Gide.

La veo sobre todo en las comidas y durante la noche; ella toma parte espontáneamente en la conversación, y da prueba de gran prudencia. Remarco, una vez más, el curioso comportamiento de uno respecto del otro, esa especie de atenta amabilidad, esa mezcla de naturalidad y afectación que ellos introducían en sus mínimos contactos, ese intercambio apresurado de atenciones, la afabilidad, la ternura de sus miradas, de sus sonrisas, de sus palabras; ––y, al mismo tiempo, un fondo de impenetrable frialdad, como una baja temperatura en las profundidades: la ausencia, no solamente de lo que parecería familiaridad conyugal, sino de la intimidad entre dos amigos, entre dos compañeros de viaje. Su amor recíproco ––aunque manifiesto–– permanecía distante, sublimado, sin comunión: era el amor de dos extraños que no estaban seguros de comprenderse bien, de conocerse bien, y que no se comunicaban de ningún modo el secreto de sus corazones.

Una vez más, también, me veo sorprendido por las chispas imprevistas de regocijo que, por una nadería, iluminan de pronto la gravedad de ese rostro generalmente impregnado de moderación. El contraste es conmovedor entre esos rasgos ya fatigados por la edad, y esa risa fresca, primorosa, extraordinariamente juvenil, ––por no decir infantil. Un manantial que brota bajo las hojas muertas… (Ciertas ancianas, institutrices de cabellos grises, de las que uno imagina mal la juventud, tienen también de improviso risas de locos inocentes, que, durante unos breves instantes, hacen reaparecer en su expresión milagrosamente rejuvenecida los primores de la adolescencia.)

La mansión es de un gran encanto, de un estilo sobrio, sin fasto: la simplicidad de una bella morada burguesa del siglo XVIII. Dos niveles de ventanas de pequeños cristales en una amplia fachada lisa, sin otro ornamento que la disposición de líneas, la justeza de las proporciones, y el frontón central, cuyo triángulo claro se recorta en el alto techo de pizarra. El revestimiento es amarillo pálido; los postigos blancos.

Los árboles centenarios de un “hayadal”, sobre la izquierda, flanquean el jardín, mucho más largo que ancho y constituido por dos partes; frente a la escalinata de acceso, un amplio césped, sombreado a la izquierda por un cedro gigante (plantado, me explica Gide, hace cien años, por el abuelo, adquiriente del terreno); del otro lado, un pequeño parque romántico, donde estrechas alamedas dan vuelta alrededor de arriates cubiertos de césped ornados con plantas perennes, en los que Gide conocía, cuidaba y vigilaba cada pie. La vista estaba igualmente despejada frente a las dos fachadas: de un lado al otro, hasta el horizonte, era el paisaje salvaje, monótono, un poco triste, de este país: de vastas extensiones, llanas y desnudas, cortadas de tanto en tanto por los oasis que formaban los “hayadales”, esas largas y altas alamedas de grandes árboles que protegen las fincas de los vientos lluviosos de la mancha.

A la derecha del vestíbulo, decorado de falso mármol, se abre un salón de artesonado blanco, iluminado por ambos lados, inhabitado el invierno y que debía ser encantador en el verano con su mobiliario barnizado de caoba, sus aparadores, sus sillones de tapiz floreado, sus cortinas rozagantes, su parqué color miel; nada ahí había cambiado en cien años. Más lejos el gabinete de trabajo, igualmente inhabitado, donde manzanas y peras tardías maduran en rejillas. A la izquierda del vestíbulo, el comedor, la única pieza en la que se está en esta época. Tres sillas de mimbres están agrupadas frente a la chimenea; el fuego de leños que se mantiene todo el día parece destinado sobre todo a tres enormes gatos de Siam, de pelaje marrón, gordos, majestuosos y somnolientos, los cuales, por lo general, ocupaban las tres sillas. Las comidas, compuestas sin gastos de imaginación, pero abundantes y servidas con esmero anglosajón, se toman en una mesa redonda, frente a una de las ventanas. Una puerta conduce a los lugares de refugio del ama de casa: a la antecocina, la lampistería, la frutería, la lechería, a la vasta cocina donde relucen estrellas rosas, como un cuadro holandés. Madame Gide se afana allí, durante horas, en un olor mareante de petróleo, de cera, de trementina. Pues el fetichismo del encáustico reina en Cuverville. Todo lo que puede ser bruñido está reluciente. Las losas, los enladrillados, el entarimado son peligrosos patinaderos. La escalera es el modelo del género: según un rito inmutable que data de medio siglo al menos, cada mañana los sirvientes sin impaciencia, provistos de un trapo de lana, acarician incansablemente todas sus superficies, todos los planos, todos los relieves, ––después las baldosas rojas de los escalones y los recuadros de roble, hasta los menores salientes de la barandilla de fierro. Aluvión de muchas generaciones, una capa espesa de cera endurecida, transparente como un barniz con reflejos de topacio, le daban a la escalera el aire de estar esculpida en alguna materia preciosa, pulida, indefinible: en un bloque de ámbar pardo.

(Pienso en el campamento de la villa de Auteuil, en el polvo, en la cama desecha, el fregadero repleto de platos… Aquí un detalle entre otros: madame Gide ha hecho confeccionar grandes fundas en forma para cubrir los libreros del descansillo a la hora del aseo…)

Gide habita, arriba de la cocina, dos piezas comunicantes, con artesonado antiguo, de un delicado tono verde grisáceo. Pero él tiene el genio de la incomodidad: donde quiera que esté parece estar de paso: la recámara que ocupa toma de inmediato la apariencia de un campamento. Los muebles disparejos son colocados donde sea y lejos de su función normal. El acceso a la ventana está obstruido por un viejo lavabo de mármol sobrecargado de libros: la ropa interior está amontonada en el secreter de palo de rosa: el respaldo de la silla del escritorio no le sirve más que para colgar sus bufandas, sus corbatas. Para trabajar prefiere un taburete de paja y esta frágil mesa de centro que él empuja casi hasta las cenizas del hogar donde ahúma un magro fuego, justo para tostar las tibias. Pero tras su espalda ha desplegado una voluminosa mampara de tapicería. En mi honor, madame Gide ha hecho subir una poltrona. Y es siempre cerca del fuego, protegidos por la mampara, que charlamos, días enteros, ––jornadas maravillosas, jornadas de afección, de confianza, de buen trato, y, naturalmente, llenas de alegría, de imaginación.

Es allí que él me lee su trabajo de otoño, un primer borrador de sus Faux-Monnayeurs. Algunos trozos excelentes, algunos personajes bien logrados, fragmentos de diálogos sugestivos. Páginas mucho más interesantes que las del Journal d’Eduard. Pero también partes huecas, extensas, ––¡lo que llamamos “lagunas”! Su lectura lo decepciona; él creía, en su conjunto, mejores las primeras páginas. ¿Cómo sorprenderse? Él se negaba a ayudarse con un plan preestablecido. Él mismo no sabía a dónde iba, ni muy bien a dónde quería ir. Escribía por impulsos, según el capricho del momento. En medio de un capítulo, para dar vida a la escena, a veces simplemente para introducir una réplica sabrosa, inventa un nuevo personaje en el que jamás había pensado, cuya silueta rápido dibuja e intenta, pero del cual no sabe nada todavía, ni lo que viene a hacer en la historia, ni siquiera si le encontrará un papel que jugar. Naturalmente, yo me sublevo. ¡Construcción en primer lugar! Le cito una frase de Bourdelle: “Construir armoniosamente, eso es todo: uno no salva las desproporciones con detalles.” Él protesta y busca buenas razones para defender su forma azarosa de componer. De hecho, a él le encanta porque lo divierte. Pero yo tengo buenas cartas: el resultado deja que desear. Él no lo había reflexionado, y lo tiene que aceptar. No sin debate. Discutimos alegremente, calurosamente, hasta perder el aliento… Yo me explico mal, titubeo, parece que me contradigo sin cesar; pero, en el fondo, yo sé firmemente lo que querría poder decir con claridad, y el maneja los fórceps con tanta complacencia que acaba siempre por hacerme darlo a luz. No lo convenzo en todas las cosas; sin embargo mi sinceridad nunca le es inútil: cuando no lo persuade, le sirve cuando menos para internarse deliberadamente en su razón.

(Yo creo que ahí reside uno de sus secretos, uno de los más estables fundamentos de nuestro entendimiento. Dos hombres de buena fe se enfrentan; uno, presionado ciegamente por la necesidad que tiene de “macular”, cueste lo que cueste, lo que él piensa; el otro, animado por una modestia increíble, que ni la edad ni el renombre han alterado, y que obtiene placer ––un poco masoquista tal vez–– en dejarse criticar, desde el momento en que encuentra delante suyo una franqueza de la que no sospecha de sus intensiones ni de su autenticidad.

Ejemplo de la extraordinaria emotividad de Gide.

Una noche, al lado del fuego, nos propuso, a su mujer y a mí, leernos un artículo “notable” de su tío Charles Gide. (Artículo sobre la inauguración del Monumento a los Muertos, aparecido en diciembre en L’Emancipation.) “El tío Charles” sostiene ahí específicamente que todos los políticos de antes de la guerra, que no han sabido conjurar el desastre, y que se atreven, hoy, sin vergüenza, a levantar la voz frente a las tumbas de nuestros soldados, no tendrían que decir más que una sola palabra: ¡Perdón!

Al leer este pasaje, Gide ha sido sobrecogido por tal emoción que ha tenido que interrumpirlo repetidas ocasiones sofocado, literalmente, por los sollozos. Su voz temblorosa era perceptible a duras penas; y gruesas lágrimas infantiles rodaban sobre sus mejillas mal afeitadas y se acumulaban en su mentón antes de mojar su corbata…

La actitud de madame Gide me pareció significativa. Emocionada ciertamente, pero más aún sorprendida y visiblemente incómoda. ¿Por mí, tal vez? A la vez herida por ese exceso de sensibilidad, cuya sinceridad no podía ponerse en duda, e íntimamente disgustada por el impudor de tal falta de discreción, de self-control.

La víspera de mi partida, hice con Gide, al caer la noche, con un viento helado impregnado de humedad, una conmovedora excursión a través del jardín chorreante de lluvia, semi sepultado en las tinieblas.

–– “Este es el banco”, me dijo apretándose contra mí: “el banco del huerto de La porte étroite … me estruja el corazón, tan intensamente viví esos minutos, con Alissa… Ella abre la puerta, y Jérôme está allí, en la sombra, quien espera… “¿Eres tú, Jérôme?…” ¡Ah, querido, todo eso era bello! Y por ello me asfixia. Me paseo por aquí como un fantasma en un pasado jamás caduco. Mi vida está ahora en otro lado.”

Me lleva hacia la villa, por un camino herboso, mojado, pantanoso, en el que nos atascamos. Lo tiene sin cuidado:

–– “Un poco de fango, pero no importa… quisiera mostrarte… El aspecto de este país es muy particular, ¿no es cierto?” Me deja de pronto, salta el talud, desaparece un momento bajo los árboles. Yo percibo, no lejos, a través de las ramas, una pequeña ventana iluminada. Me alcanza: –– “Veía si el riachuelo se había desbordado…Ven, te mostraré nuestro pueblo…” Pero, antes de alcanzar las primeras casas, da media vuelta y se lanza entre los campos: –– “Regresemos por aquí…” Me precede a grandes zancadas; lo sigo a duras penas. Llegamos a un camino encajonado, bordado de setos. Acelera el paso. Yo me hundo hasta los tobillos en el cieno; estoy sudado, empapado de lluvia. Escucho, delante de mí, su voz amistosa: –– “Es bonito, ¿no es cierto? Está bien que chapoteemos un poco…” La noche es opaca, el paisaje invisible, Él no se detiene, casi corre. Para bruscamente. Por un hundimiento del terraplén, veo brillar una luz a través de los árboles. –– “Vamos hasta allá, ¿quieres?” Gira a la derecha, se enfila precipitadamente por un sendero enlodado. ¿Es esta casucha iluminada la que buscaba hace rato desde lo alto del talud? ¿Es para regresar ahí que hemos este infernal rodeo?

Es una suerte de troje, cuyo techo de bálago deteriorado se recorta contra la palidez del cielo. Gide empuja la puerta. Un interior repulsivo. Sentado en una mesa cubierta de mondaduras y sobre la cual parpadea un quinqué, descubro un muchachito raquítico, de diez u once años, inclinado sobre un libro. Enfrente, de pie, el vientre sobresaliente, una muchacha rechoncha, sucia, en harapos, cabello escaso, ojos saltones, de aspecto embrutecido, pela papas. Está encinta de al menos seis meses. ¿Su edad? ¿Quince años, o veinte, o veinticinco? Sobre el suelo apisonado, dos jergones, dos montones de trapos andrajosos, en el que se arrastran tres mocosos, el último de los cuales no rebasa el año. Gide se planta junto al chiquillo; le acaricia la cabeza como a un cachorro: –– “Hola… ¿Estás trabajando, Barnabé? Déjame ver… espera a que me ponga los lentes… ¡Ah, ah, el sistema decimal! … Difícil, ¿no?… Bien, bien… Muy bien… pasábamos por el camino mi amigo y yo… venimos a hacerles una breve visita… ¿El padre no ha regresado? … Bien, bien… Y los pequeños, ¿siempre el impétigo?…”

El chiquillo no levantó los ojos; me mira por debajo, y no responde. La hermana, apenas, con una sonrisa boba: Sí, M’sieu…”

Volvemos al viento húmedo, a la noche. Gide camina cerca de mí, sin prisa, en silencio.

–“¿Has visto?”, murmura por fin. “Muy curioso, no es cierto?… La miseria más sórdida… Es encantador ese Barnabé, ¿no lo ves así? Pero todos están devorados por las lombrices… La madre murió, tuberculosa, hace mucho tiempo. El padre trabaja en las granjas. Gana bien, pero bebe. Ni un sou para la casa. Mi mujer les da una ayuda tres veces por semana… Se dice que el padre se acuesta con la hija, esa idiota, ¿la viste? Es tartamuda… y ¿parece encinta otra vez? No sé si mi mujer lo sepa… Es amable, ese muchachito, tiene una carita arrugada, enfermiza. –– ¡Ahí tienes una muestra del país!… Familias como esa, yo conozco media docena… Cuando mi mujer les lleva ropa blanca, un vestido, dos días después todo está sucio, desgarrado… No hay nada que hacer… ¡Incorregible!… A pesar de todo, ¡es muy atractivo ese pequeño Barnabé!

Si calla de nuevo, hasta llegar a la casa.

Pero antes de empujar la barra del jardín, voltea hacia mí, riendo:

–– “¿Sabes que apodo me han puesto en el pueblo? Me he dado cuenta, ––oh, hace al menos diez años… Llegué de Criquetot en bicicleta. A principio de las vacaciones. Pasé frente a la escuela justo a la hora de la salida de clases. Entonces vi reír a todas las niñas, llamándose unas a otras, apuntándome con el dedo:

–– “¡Miren, allí va el idiota, ha regresado! Ríe alegremente: –– “Sí, querido, ¡todo el pueblo me ha apodado el idiota! ¡Me encanta! ¡Es muy Dostoievski!”

CONTINUARÁ