Han Kang: la exploración de la violencia

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Traducción de Roberto Bernal

La narradora, ensayista y poeta surcoreana Han Kang es la primera mujer asiática galardonada con el Premio Nobel de Literatura, creadora de una de las narrativas más originales de la literatura universal del presente siglo, lo que le ha valido la obtención de premios como el Man Booker International Prize o el Premio de la Novela Coreana. Es autora, entre otros, de los títulos La vegetariana, Actos humanos y La clase de griego, todos traducidos a diversas lenguas, incluyendo la nuestra. La siguiente conversación, hasta hoy inédita en español, ocurrió en 2016.

—La historia de Corea durante el siglo XX está plagada de traumas. ¿Por qué decidió escribir en particular sobre el levantamiento de Gwangju?

—El siglo XX dejó profundas heridas no sólo en Corea sino en toda la humanidad. Puesto que nací en 1970, no me tocó experimentar la ocupación japonesa, que duró de 1910 a 1945, ni la guerra de Corea, que comenzó en 1950 y concluyó con un cese el fuego en 1953. Comencé a publicar poesía y narrativa en 1993, cuando tenía veintitrés años; este fue el primer año, después del golpe de Estado militar de 1961, que llegó al poder un presidente que no era militar sino civil. Gracias a ello los escritores de mi generación sentimos que habíamos obtenido la libertad de investigar nuestro interior sin la sensación de culpabilidad que, por el contrario, debíamos exponer políticamente a través de nuestras obras. Así que mis escritos se concentraron en ese interior. Las personas no dudan en dar su propia vida para rescatar a un niño que cayó a las vías del tren, pero también son perpetradoras de una violencia atroz, como en Auschwitz. El amplio espectro de la humanidad, que va de lo sublime a lo brutal, ha significado para mí —desde que era una niña— la exploración de un problema complejo. Se podría decir que mis libros son variaciones sobre el tema de la violencia humana. Queriendo encontrar la raíz de por qué abrazar lo humano era algo tan doloroso para mí, busqué a tientas en mi propio interior, y allí me encontré con [la masacre de] Gwangju, que viví indirectamente en 1980.

—Usted aparece como personaje en la novela, inscribiendo en el libro su proceso de rememoración de los espacios. Es un medio muy eficaz de establecer un puente entre la vida y el arte, entre el pasado, el presente y el futuro. ¿Cómo se encontró por primera vez con el incidente?

Nací en Gwangju y me trasladé a Seúl con mi familia cuando tenía nueve años, apenas cuatro meses antes de la masacre. Nos habíamos mudado por pura casualidad, y gracias a esta decisión —aparentemente trivial— salimos ilesos. Ese suceso se transformó en un sentimiento de culpa en los sobrevivientes, de tal manera que abrumó a mi familia durante mucho tiempo. Tenía doce años cuando vi por primera vez un álbum de fotos impreso y distribuido en la clandestinidad para dar testimonio de la masacre. Mi padre lo trajo después de visitar Gwangju. Luego de compartilo entre adultos, permaneció escondido en una estantería, con el lomo hacia al fondo. Lo abrí sin querer, sin saber lo que contenía. Era demasiado joven para saber cómo recibir la prueba de la violencia abrumadora que contenían aquellas páginas. ¿Cómo pueden los seres humanos hacerse cosas semejantes unos a otros? A esta primera pregunta le siguió rápidamente otra: ¿qué podemos hacer ante tanta violencia? Aún no he olvidado la fotografía de una fila interminable de personas haciendo cola frente al hospital en respuesta a la petición de donadores de sangre. Tanta gente común había abandonado la seguridad de sus hogares para ayudar a los heridos por la violencia. Cuando el ejército de la ley marcial regresó a la Oficina Provincial, poniendo fin a diez días de gobierno civil de la Comuna de Gwangju, la decisión de los ciudadanos —aquellos que, hasta unos días antes, no habían sido más que ciudadanos comunes— de permanecer allí aun sabiendo que podrían acabar asesinados, también quedó registrada en el álbum de fotos. De esta forma se me presentaron dos enigmas inseparables: el de la violencia humana y el de la dignidad humana, grabados en el corazón como un sello. Actos humanos dejó constancia de mis tanteos ante esos dos enigmas.

—Usted comenzó a escribir Actos humanos en 2013, poco después de la elección de Park Geun-Hye a finales de 2012. Para muchos, su mandato se caracteriza por una confluencia de tensiones similar a las que ocurrieron en la Corea del Sur de 1980, en la época de la masacre de Gwangju: “un montón de yesca seca a la espera de una chispa”, como dice Smith en la introducción. ¿Cómo influyó su elección en la génesis de Actos humanos?

—Es cierto que comencé a recopilar documentos relacionados con Gwangju en diciembre de 2012. Pero la sensación de que era algo sobre lo que tenía que escribir me acompañó desde enero de 2009. Por aquel entonces, un edificio del distrito de Yongsan, en Seúl, estaba destinado a la reurbanización, y quienes allí rentaban pequeños establecimientos organizaron sentarse en la azotea del edificio para protestar por la miserable indemnización que les habían ofrecido. El gobierno hizo un uso desproporcionado de la fuerza para disolver la protesta, en cuyo transcurso se produjo un incendio que cobró la vida de cinco manifestantes y un policía. Vi el edificio en llamas en el noticiero y pensé en Gwangju. Sentí que Gwangju había vuelto a nosotros con un rostro distinto, ya no como un nombre propio sino como un nombre común; que habíamos estado viviendo sin saberlo dentro de Gwangju todo este tiempo; que Gwangju se estaba revelando en esas breves llamas. Como ahora creía que Gwangju era un nombre que se aplicaba a algo universal y no como particular de un lugar o país, los documentos que leí posteriormente no sólo se referían a Gwangju sino también a Auschwitz, a Bosnia, a Nanjing y a la masacre de nativos americanos. Seúl ha sido testigo de las mayores protestas que han ocurrido en Corea durante muchos años. La represión estatal produjo decenas de heridos, entre ellos un agricultor de sesenta y nueve años que permanecerá en coma a consecuencia de las heridas sufridas al ser derribado por los cañones de agua de la policía. Este hombre había salido a protestar contra las reformas del comercio agrícola. Increíblemente, Park Geun-Hye ha comparado a estos manifestantes con miembros del ISIS. ¿Ha notado que la actual situación política en Corea del Sur es un ejemplo de cómo la historia se repite, “primero como tragedia y luego como farsa”? A principios de 2013, cuando Park Geun-Hye recién fue elegida presidenta, se produjo un incidente simbólico: un despliegue a gran escala del poder oficial en respuesta a una manifestación de trabajadores contra la privatización de los ferrocarriles. Actuó como un resplandor que dejó al descubierto la actitud del presente Gobierno en relación con los marginados sociales y las cuestiones laborales que estaban empujando gradual y constantemente a estos grupos al paredón. En particular, la violencia del método de este gobierno para reprimir las manifestaciones masivas dejó al agricultor Baek Nam-ki en coma. Me conmocionó profundamente ver una fotografía de este hombre indefenso de sesenta y nueve años —quien estaba protestado solamente con sus puños vacíos— siendo derribado al suelo por el chorro blanco de un cañón de agua. Pero una cosa que me gustaría decir es que mucha gente está luchando con empeño para encontrar una forma de oponerse a todos estos intentos increíbles e “inenarrables” —pero auténticamente verídicos— de volver la historia sobre sí misma. Si sentimos dolor al ver a un anciano ser arrojado al suelo por un cañón de agua, si prevalece entre nosotros la convicción de que “esto no debe ocurrir”, seguirá siendo imposible que la historia se invierta tan fácil y completamente.

—Usted ha mencionado que toda su obra se refiere a lo que significa ser parte de la especie humana. Actos humanos abarca un ámbito insólito, que va de la barbarie a la ternura. A primera vista, Actos humanos, que escenifica el crecimiento de una joven nación de posguerra que lucha por la democracia, parece muy diferente de La vegetariana, una novela de alcance intensamente personal y singular.

—Sí, aunque estas dos novelas parezcan muy diferentes, en realidad pueden verse como un conjunto a partir de sus raíces entrelazadas. Mientras escribía La vegetariana, albergué preguntas sobre la violencia humana y la (im)posibilidad de la inocencia. En el reverso del intento extremo de la protagonista, Yeong-hye, de dar la espalda a la violencia despojándose de su propio cuerpo y transformándose en una planta, se encuentra una profunda desesperación y duda sobre la humanidad. En otro de mis libros, La clase de griego, la protagonista renuncia al habla como una forma de rechazo frente a la violencia que satura al lenguaje. El gesto de rechazo también encierra en sí mismo un intento de recuperar —marginalmente y con extrema dificultad— la dignidad a través de una acción autodestructiva. Actos humanos también inició con la agonía por la violencia humana, pero yo quería llegar a la dignidad humana, a ese lugar luminoso donde crecen las flores. Esa fue la mayor motivación para seguir escribiendo la novela.

—La estructura de Actos humanos, con capítulos entrelazados que se narran desde distintos puntos de vista, recuerda a [la película] Rashōmon [de Akira Kurosawa, filmada en 1950], donde cada testimonio ofrece una revelación parcial. ¿Por qué eligió esta estructura para narrar las últimas horas de vida del personaje central, Dong-Ho?

—La vida y muerte de Dong-Ho era una historia que sólo podía contarse de esta forma. Una forma con la que, a través de los fragmentos dispersos de las últimas horas de Dong-ho, los lectores logren reconstruir un rostro cuya identidad es imprecisa y que sólo puede vislumbrarse brevemente antes de que se desvanezca. También utilicé esta forma en La vegetariana: Yeong-hye sólo tiene voz en brevísimos monólogos oníricos, así que la imagen de esta mujer —singularmente dura y decidida— se reúne en una elaboración deficiente, a través de las miradas y las voces de quienes la rodean. Me interesan las historias y ciertos momentos realistas que no pueden contarse haciendo uso de formas tradicionales de la narración.

—En el capítulo “El editor”, el director de una obra de teatro —la cual fue censurada por el Estado— repasa de forma ritual un violento interrogatorio en un intento de recordar para olvidar. La obra, fuertemente censurada, tuvo una representación muda en la novela.

—Me parece que el trauma es algo que hay que abrazar más que curar o de lo que tengamos que recuperarnos. Creo que el duelo es algo que sitúa el lugar/espacio de los muertos dentro de los vivos; y que, a través de visitas constantes a ese lugar, a través de nuestro abrazo doloroso y silencioso a lo largo de toda una existencia, la vida se hace, quizá paradójicamente, posible. En el capítulo tercero, Eun-sook convirtió su vida en un funeral para poder llorar —obstinada y persistentemente— a Dong-ho y a las demás víctimas de la masacre. La obra, escrita por el bien de los muertos a los que se les había negado la dignidad de los ritos funerarios, se representa en silencio después de que los represores la callaran casi por completo, de modo que los labios de los actores sólo tiemblan en lugar de hablar. Desde luego, esta escena silenciosa forma parte de las circunstancias reales de la época en que la censura estaba en vigor; algo desesperado y, al mismo tiempo, un acto de duelo imposible.

—Llama la atención que el libro inicie y culmine con una vela encendida en vigilia por los muertos. ¿Qué papel desempeñó el luto en esta novela?

Quise encender una vela al principio y al final del libro para lleva el duelo de la mejor manera para mí. Porque habían surgido figuras de una persona o de un pueblo que retornaban a nosotros a través del corazón de una llama que se desvanecía después de haber atravesado un lapso de treinta años. De esta forma, pretendí que pasado y presente, muertos y vivos, se encontraran en la llama de la vela. De repente, tuve claro cómo debía ordenar los capítulos, y pude empezar la novela exactamente en marzo de 2013. Una vez que comencé bien, lo que comprendí al momento fue que yo misma carecía de relevancia en este libro. De una forma sorprendentemente natural, mi timidez desapareció. Quería prestarle al libro mis sentimientos, mi cuerpo, mi vida.

—Su uso del tiempo en Actos humanos es muy interesante. Cada capítulo transcurre a intervalos sucesivos en el tiempo, desde la masacre de 1980 hasta el momento en que escribe el libro, en el año 2013, pero esta progresión no es estrictamente lineal. Por ejemplo, el lector tiene que trabajar para reconstruir la narración fragmentaria acerca del final de la joven vida de Dong-Ho, y su experiencia del tiempo es, por tanto, un producto que construye la memoria. De esta forma se crea una constelación que vincula el pasado y el presente. ¿Podría hablarnos de esta temporalidad? ¿Hubo alguna dimensión ética en esta decisión?

—La alusión que usted hace del pasado y del presente me hace recordar la época de mis veinte años. Aunque en ese momento no tenía la menor intención de escribir narrativa sobre Gwangju, la masacre fue algo que siempre estuvo en el fondo de mi mente, como el fragmento o la sombra de una pesadilla. Alrededor de esa época, cada vez que completaba un diario y comenzaba uno nuevo, escribía la mismas preguntas en la primera página en blanco: “¿El presente puede salvar al pasado? ¿Los vivos pueden salvar a los muertos?”. Cuando —casi veinte años después— escribí Actos humanos, volví a reflexionar detenidamente estas preguntas. Al parecer es necesario que hable aquí de los cambios que experimenté en el transcurso de la redacción de Actos humanos. Durante tres meses, después de diciembre de 2012, pasé ocho o nueve horas diarias leyendo documentos brutales relacionados con Gwangju, seguidos de ejemplos de otros actos brutales que la raza humana había perpetrado a lo largo del siglo XX; cuanto más leía, más se desmoronaba la fe en la humanidad que había tenido hasta entonces. Me sentí frustrada, incapaz de seguir escribiendo, y estuve a punto de abandonar el texto. Entonces encontré por casualidad la última anotación en el diario de un miembro de la milicia civil que se había quedado en la Oficina Provincial en la madrugada del 27 de mayo de 1980, y murió. Era un joven de veintisiete años, silencioso y de naturaleza delicada, quien daba clases en la escuela nocturna. La anotación tenía forma de oración, y comenzaba así: “Oh, Dios, ¿por qué esta cosa llamada conciencia me atraviesa y me duele tanto? Quiero vivir”. Leyéndola, me di cuenta de lo que se me había escapado en mis lecturas anteriores. Y lo que pensé fue que, aunque esta novela iniciaba con la brutalidad y la violencia ejercida por el hombre, tenía que avanzar hacia la dignidad humana. Sentí que esa era la única forma, es decir, ir lo más lejos posible en esa dirección.