¿Son los novelistas más simpáticos que los poetas?

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Traducción de Arturo Norman

 

¿A qué famoso escritor del siglo xix estoy describiendo?

 

Nació en 1811 en una familia instruida. Fue expulsado de la escuela. Viajó de joven a lugares exóticos. lo cual forjó su sensibilidad. Asiduo visitante de prostitutas, contrajo la sífilis y buena parte de su vida sufrió de un precario estado de salud; un médico al que consultó lo calificó de histérico, un juicio que él consideró apropiado. Su madre, viuda, mantuvo un lugar psicológico clave en su vida –una madre a la que siempre buscó apaciguar y que siempre se sintió poco impresionada por sus escritos. Tampoco se sintió impresionada por su manejo del dinero: la horrorizó con las cuentas de su sastre y acabó su vida financieramente arruinado. En sus escritos buscó sólo la Belleza, y creía que el Arte no debía tener un objetivo moral. En materia de política, sospechaba de la democracia, detestaba las muchedumbres, y a menudo expresó su odio a la vida contemporánea. Su primer y más famoso trabajo fue llevado a juicio por obscenidad por el Fiscal del Estado, Ernest Pinard, en 1857, un juicio que atrajo provechosa publicidad. Durante muchos años estuvo dividido entre vivir tranquilamente en Normandía con su madre o vivir más intensamente en París. Se describió a sí mismo como un Viejo Romántico, consideró que a los cuarenta ya estaba viejo, y le tenía profunda aversión a la pluma estilográfica.

 

¿Las cebras son animales blancos con rayas negras o animales negros con rayas blancas? Este tosco bosquejo de una vida, que suena mucho a Flaubert, también resulta adecuado a Baudelaire. A veces el paralelismo es inquietante; a veces casi sientes lástima por Ernest Pinar, recordado ahora sólo por pegarse un tiro en el pie dos veces el mismo año.

Pero las vidas de Flaubert y Baudelaire divergen intensamente tan pronto se trata de asuntos literarios prácticos: el proceso de composición, la relación entre carácter y obra, la política de la profesión. En cuanto a la composición, Flaubert (a pesar de sus protestas rituales) trabajo dura y persistentemente –era como el camello, observó, y una vez que comenzaba era muy difícil que se detuviera; Baudelaire era más como una vieja carcacha en una mañana de invierno, siempre zumbando y tosiendo en su simulada vida, para finalmente arrancar mediante una buena patada ya sea de su dueño o de un irritado transeúnte. En asuntos de carácter, Flaubert buscaba moderar el lado neurótico; Baudelaire, revisando sus cuadernos de apuntes, comentó: ‘Cultivaba mi histeria con placer y terror.’

En política literaria, Flaubert observaba el orgullo propio del escritor. Su actitud era principalmente: este es mi trabajo, tómalo o déjalo. Sus cartas lo sorprenden en ostentoso arribismo sólo cuando trató de convertirse en dramaturgo. Baudelaire, incluso bajo los ínfimos estándares de la vida literaria francesa del siglo XIX –y a pesar de tener un alto concepto del Arte, como Flaubert– es adulador y engatusador, calculador y maquinador. Hay páginas en sus cartas que, incluso si tienes en cuanta la distancia de tiempo y cultura y el estilo epistolar francés, te sientes avergonzado en nombre de Baudelaire, te sonrojas por la literatura. Cuando Sainte-Beuve condesciende con su arte, llamándolo ‘un extraño quiosco que el poeta se construyó en la punta de la Kamchatka del Romanticismo’, Baudelaire lo adula en respuesta (con el consecuente doble disgusto de Proust). Cuando Vigny recibe al poeta durante su vano intento de ser electo a la Academia Francesa, Baudelaire le escribe en agradecimiento: ‘Eres una prueba de que un enorme talento siempre se acompaña de gran amabilidad y exquisita indulgencia.’ El hecho de que Baudelaire resultase un mal y a menudo contraproducente operador literario, de que su intento de convertirse en Académico fuera desastroso, de que fuera maltratado por los editores, de que escogiera a la persona equivocada como agente, de que su asiduo cultivo de Sainte-Beuve nunca produjera el extenso artículo con el que Baudelaire contaba, lo hace aún más patético.

¿Son los novelistas más ‘simpáticos’ que los poetas? Flaubert, quien buscaba la objetividad en el arte, quien proclamaba la necesaria invisibilidad del autor, quien declaró en 1879 que ‘darle al público detalles de uno mismo es una tentación burguesa que siempre he resistido’, fue, pese a haber sido sumamente investigado desde su muerte, considerado en general un hombre noble y cordial. Baudelaire, cuyo arte está empapado de egotismo, cuya poesía da al público detalles de él mismo incesantemente y ansía la caricia de la fama y ha sido no menos investigado, resultó un iluso montón de hígado, monotonía y autocompasión; obsesionado por la mancha infringida a su honor cuando, a los 23 años, sus asuntos financieros le fueron (sabiamente) retirados de las manos y jamás regresados.

Sus diferentes actitudes frente a la gloria literaria son instructivas. Cuando Les Fleurs du mal, Baudelaire dibujó una caricatura de sí mismo observando una bolsa de oro con dos grandes alas volando hacia él. Añoraba, le escribió a su madre en 1861, conocer ‘algún grado de seguridad, de gloria, de satisfacción conmigo mismo’ (es un extraño triple deseo: dos ambiciones modestas, normales, una grandiosa; pero la gloria, como la libertad, son indivisibles). En un comentario peculiarmente expresado, tal vez sufriendo las contorsiones de la envidia, el poeta se refiere a ‘Gustave Flaubert… quien curiosamente ha alcanzado la gloria con su primer intento’. Compare el siguiente encuentro entre Louise Colet y Flaubert. Un día, bajo los árboles en Mantes, ella le dijo que no cambiaría la felicidad que estaba viviendo ni por la gloria de Corneille. Pretendía, sin duda, ser una frase inocua, halagadora del amante, pero enfureció a Flaubert: ‘Si supieras, le escribió luego, como me molestan esas palabras, como me congelan hasta la médula de los huesos. ¡Gloria! ¡Gloria! ¿Qué es la gloria? No es nada. Puro ruido, un acompañamiento ajeno a la alegría que el Arte proporciona; ‘¡La gloria de Corneille’ ciertamente! Pero… ¡ser Corneille!, sentirse uno Corneille!’

¿Los novelistas son más simpáticos que los poetas? ¿Podría ser una tosca verdad que los poetas son egotistas que escriben principalmente sobre ellos mismos, mientras que los novelistas diluyen su personalidad y están por lo tanto más acostumbrados a actuar con simpatía? ‘Soy tan egocéntrico como los niños y los inválidos,’ escribe Baudelaire, y más tarde a la belleza del Segundo Imperio Apollonie Sabatier: ‘Soy un egotista y te utilicé.’ Philip Larkin decía que abandono la ficción por la poesía porque dejó de interesarse en otra gente. Por otra parte, tal vez el egotismo de los novelistas sea igual de grande, pero expresado con menor aspereza; mientras que ‘estar interesado en otra gente’ puede convertirse en una actividad fría y parasitaria. Los novelistas pueden también diluirse tanto que dejan de estar ahí: V. S. Pritchet remarcó lo aburrido que los novelistas pueden ser porque siempre están medio escuchando la conversación y medio pensando en su propio trabajo. Por lo menos con los poetas sabes dónde estás. Quizás en el amor sea mejor evitar a los dos, y los matrimonios de escritorio deban estampar en la solicitud las palabras de Flaubert a Louise Colet: ‘Si fuera mujer, no me querría a mi mismo como amante. Una aventura sí, pero una relación íntima, no.’ Isherwood, al escribir sobre Jeanne Duval, observó, ‘Pocos de nosotros disfrutarían realmente una aventura amorosa con un genio.’

En su vida, y en largos tramos de sus cartas, Baudelaire fue su propio peor enemigo: en un nivel ínfimo, cómico, cuando envía otra queja a su editor y rehúsa franquear el sobre a causa de la pobreza (nunca hagas que tu editor pague el correo es la primera ley de la vida literaria); en un nivel más psicopáticamente elevado cuando admite, ‘Es parte de mi naturaleza abusar de la ‘indulgencia’ de mis amigos. El abuso lo hace principalmente con el dinero. ‘Te escribo mientras mis dos últimos leños arden’ es el refrán de las cartas de Baudelaire. Está siempre, por decirlo así, en sus últimos leños. La pobreza fue sin duda real, pero igualmente auto infligida por una derrochadora juventud y prolongada por su inhabilidad para escribir su trabajo. (El poeta envidiaba a Balzac, y sagazmente observa que no era necesario poseer talento e inteligencia para ponerse a trabajar; como el apetito llega comiendo, así el talento y la inteligencia pueden llegar, como con Balzac, con el esfuerzo.)

En tiempos recientes hemos inventado el (posiblemente espurio) concepto de celebridades que ‘invaden su propia privacidad’. Algo análogo puede ocurrir, al publicar una correspondencia, con el escritor remitente asesinando inadvertidamente a su propio personaje. Las cartas, incluso las más solemnes, son escritas para el momento, su función es individual, no secuencial o acumulativa; normalmente involucra a una variedad de destinatarios. Pero cuando las cartas se vuelven un libro leído con un corazón objetivo por un solo habitante en una civilización posterior, entonces qué frío juicio puede resultar –más frío porque la confesión es escrita por la propia mano del acusado. La impresión secuencial de las cartas ilumina cada momento de taimada hipocresía y descarada contradicción. Así, en una página Baudelaire felicita hipócritamente a Ernest Feydeau por Fanny (‘Contrariamente a aquellos que se quejan de que vuestra novela atenta contra el pudor, yo admiro la decencia de su expresión que expande la profundidad del horror y ese excelente arte de permitir que mucho sea adivinado’); seis meses después le cuenta a su madre, ‘Fanny, un gran suceso, es un libro repugnante, un libro absolutamente repugnante.’ Llama ‘genio’ a George Sand cuando le escribe para pedirle que le consiga un trabajo a una actriz amiga suya; ella hace lo mejor que puede ignorante, por fortuna, de la opinión que Baudelaire confía en sus Diarios íntimos: ‘Ella tiene, en su idea de la moral, la misma profundidad de juicio y sutileza de sentimientos que una portera o una mantenida… Es en realidad prueba de la degradación de los hombres de este siglo que varios hayan sido capaces de enamorarse de esta letrina.’ Baudelaire escribe una halagadora reseña de Les Misérables, luego desprecia rotundamente a Hugo por tomarla a pie de la letra: ‘El libro es desagradable y torpe,’ le informa triunfalmente a su madre, Mme Aupick. ‘En este aspecto he demostrado que domino el arte de mentir. Para agradecerme, me escribe una carta totalmente ridícula. Eso prueba que un gran hombre puede ser un tonto.’

Pero por supuesto. Al probar que un gran hombre podía ser un tonto, Baudelaire está igualmente demostrando que un gran poeta puede ser un hipócrita y un lambiscón, Ni la credulidad de Hugo ni la mofa de Baudelaire hace menos bueno lo que escriben, y parte de la tarea del lector es no dejar que su reacción a la vida del poeta y su carácter cortocircuite su apreciación de los poemas. Esto puede ser difícil, pues la vida de Baudelaire está profundamente impresa en su trabajo, y porque el ideal de belleza que persigue en Les Fleurs du mal es ‘siniestra y fría’, como orgullosamente le dice en una carta a su madre. La tentación es convertir nuestra náusea moral de la vida en náusea estética de la obra. Pero entonces no hacemos más que lo que los marineros de Baudelaire le hacen al albatros: poner al ave en la tierra para mofarse de él, incapaces de creer que algo tan majestuoso en el aire pueda avanzar tan torpemente en la tierra.

Baudelaire no fue un gran escritor de cartas; su correspondencia no se compara con las cartas de amor de Flaubert-Colet (sus misivas a Apollonie Sabatier se leen como ejercicios sin vida de alguien tomando un curso de correspondencia amorosa), o el intercambio de Flaubert-Sand sobre estética, cuando escribe sobre su obra es más probable que sean quejas sobre fallas de impresión –incluso sobre el espesor de una letra de una dedicatoria– que sobre la naturaleza o significado de un poema. Y sin embargo, y sin embargo… conforme la correspondencia transcurre, con toda su sablismo y tediosa procastinación sobre por qué el poeta no puede ir a vivir con su madre, algo casi heroico comienza a surgir. Conforme las cosas empeoran, conforme el tiempo se agota, conforme sus enfermedades se agudizan, conforme Baudelaire se vuelve más la víctima de su propia personalidad, conforme se hace claro que cada nuevo y desesperado plan de arreglar sus finanzas está destinado al fracaso y que la gloria con la alada bolsa de oro nunca llegará volando a través de la ventana como el ángel de la Anunciación, algo trágico y esclarecedor llega con la correspondencia. Alguna vez conocí a un vecino abarrotero que toda su vida había sufrido una enfermedad que le desfiguraba la piel; sus hijos conocían su rostro sólo como un conjunto de retazos. A finales de sus cincuenta contrajo cáncer. Las drogas que le recetaron tuvieron el inesperado efecto colateral de disipar las manchas de su piel: mientras moría, sus hijos pudieron ver el verdadero rostro de su padre por primera vez.

Algo así pasa con Baudelaire. El egotismo se conserva tenazmente, pero se ve crecientemente purificado de afectación. ‘Después de que se fue, el poeta escribe sobre una visita de Charles Méryon en 1860, me pregunté cómo es que yo, que siempre tuve la mente y los nervios para volverme loco, realmente nunca me volví loco.’ ‘Madre querida, le escribe el siguiente año, ¿tendremos aún tiempo los dos para ser felices?’ Evidentemente no, y la viabilidad de esa larga búsqueda de gloria (sin contar ‘seguridad’ o ‘satisfacción conmigo mismo’) disminuye también. ‘Algo terrible me dice nunca y sin embargo algo más dice inténtalo.’ Es evidente que nunca, o por lo menos nunca en su vida. En una excepcional y poderosa carta del 6 de mayo de 1861, en la que él característicamente le reprocha a su madre no apreciar su obra, e inusitadamente celebra su feliz niñez con ella, la brutal intransigencia de la relación madre-hijo es expresada llanamente:

Estamos destinados a amarnos hasta el final de muestras vidas tan sincera y apaciblemente como sea posible. Y, sin embargo, en las terribles circunstancias en las que me encuentro, estoy convencido de que alguno de los dos matará al otro, y que el final llegará matándonos mutuamente. Después de mi muerte, tú no seguirás viviendo: eso está claro. Soy la única cosa por la que vives. Después de tu muerte, en especial si murieras por una conmoción que yo te provocara, yo mismo me mataría, no hay ninguna duda.

En estos últimos años el reflejo del pedigüeño profesional continúa, así como su incesante solipsismo: cuando Manet le escribe para contarle que había contraído el cólera, Baudelaire le dedica al asunto dos corteses frases de simpatía antes de sumergirse en sus propios problemas para publicar y sus ataques de neuralgia. Pero su obsesión es atemperada por su auto conocimiento. Es entonces cuando escribe, ‘Está en mi naturaleza abusar de la indulgencia de mis amigos’, ahora que confiesa estar, a sus cuarenta y tres años, todavía en la etapa de un ‘niño vergonzoso’ con su madre; ahora que se compara él mismo con Shelley en términos de su perdurable antipatía. Durante estos años finales, pasados en Bélgica, un inesperado humor emerge, también, como sí, después de haber odiado al mundo y sus imbecilidades, tanto tiempo y tan fuertemente, el cansancio hubiera reducido su odio a una malhumorada risita. ‘Rubens es la única clase de caballero que Bélgica puede producir, es decir, un patán vestido de terciopelo.’ ‘Mme Meurice ‘ha caído… en la democracia, como una mariposa en la gelatina.’ ‘Lo único que he sacado de mi viaje a Bélgica es la oportunidad de conocer a la raza más estúpida de la tierra… y el hábito de una completa y persistente castidad… una castidad que no tiene además ningún mérito dado que la visión de la mujer belga repele en absoluto cualquier idea de placer.’ (Para la época de Simenon, las cosas habían cambiado, evidentemente.) Incluso hay un extraño incidente cómico: ‘¿Creerías que le he pegado a un belga?, es increíble, ¿verdad? Que yo pueda golpear a alguien es absurdo. Y lo que es aún más monstruoso es que yo estaba totalmente equivocado. Entonces mi idea de justicia levantó la mano y corrí tras el hombre para ofrecerle mis disculpas. Pero no pude encontrarlo.’

Estos momentos de ligereza son breves, y engañosos: sólo un retazo de piel que se aclara mientras en otra parte el cáncer hace estragos. En marzo de 1866 una apoplejía paralizó a Baudelaire y lo dejó sin habla. Cuando Nadar fue a visitarlo y se lanzó contra la inmortalidad y el alma, el poeta sólo pudo levantar sus puños al sol en impotente protesta. Murió en 1867. El año siguiente su madre le mandó un ejemplar de sus Ouvres complètes a Flaubert. El novelista con una vida paralela le contestó ‘Estoy muy conmovido por su gesto de enviarme las obras de vuestro hijo, a quien quería mucho y cuyo talento apreciaba más que el de nadie.’ Mme Aupick, doblemente viuda y ahora sufriendo la muerte de su hijo (¿Por qué no hay una palabra para ese evento catastrófico?) murió en 1871. Un año más y hubiera completado la simetría cronológica: Mme Flaubert murió en 1872.