La literatura latinoamericana no ha muerto

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Mario Levrero

Lo proclamaron a comienzos de milenio: “la literatura latinoamericana ha muerto”. Desde México hasta Chile, los autores emergentes se dedicaron a bailar sobre sus restos. Había llegado el momento de escribir literatura de aeropuertos, malls, estaciones de trenes. Cualquiera de esos lugares donde el tiempo adquiría otra materia, menos morosa, más intensa. Los escritores latinoamericanos despojados del adjetivo se convirtieron simplemente en escritores.

Mejor dicho, en escritores.

Ahora bien, el baile les duró menos que los estridentes manifiestos y las ventas. Uno tras otro, cayeron sin cristalizar una verdadera propuesta. Y la música siguió sonando. Era una maldita cumbia.

En la actualidad, las novelas escritas desde los postulados del Crack o Macondo parecen más viejas que aquellas a quienes atacaron. Obsolescencia programada, le dicen.

En cualquier caso, llegó la hora de abordar propuestas más originales, quizá algo descuidadas por culpa de la estridencia del nuevo milenio.

Si se la compara con literaturas de otras latitudes, la literatura latinoamericana de ahora tiene contornos bien definidos, aunque en perpetuo movimiento. Antes que nada, es una literatura de espacios. Se trata de lugares —pueblos o ciudades— muchas veces imaginarios, siempre utopías, donde cuajará una imagen singular, de lo que somos y dejamos de ser.

Acaso el ejemplo emblemático de nuestro tiempo es la Santa Teresa de Bolaño.

Santa Teresa: territorio de la violencia, ciudad de frontera donde van a parar los escritores (o quienes tuvieron pretensiones de serlo), holograma de toda América Latina. Cuando las fronteras parecen haber desaparecido, el tiempo da la impresión de ser un presente eterno y los lugares son todos no lugares, Santa Teresa emerge para abrir una grieta en la topografía de la novela.

Muchas de las ciudades en la ficción actual son espejos rotos, lugares de sobrevivencia, calles underground donde la droga y el alcohol son aliados de la inocencia perdida. Pienso, en particular, en autores como los peruanos Martín Roldán Ruiz y Richard Parra, ambos publicados en España. Quizá de los mejores que me ha tocado leer estos últimos meses.

Desde luego, está la línea de quienes, en lugar de representar espacios, eligen un extrañamiento en el lenguaje. Ellos siguen la larga tradición de gente como Horacio Quiroga, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández y, más recientemente, Mario Bellatín. Son autores que parecen exiliados de cualquier determinación social o histórica, cuya única inquietud es la palabra y, con ella, la literatura misma. Un excelente heredero de esos platillos voladores, tan discreto como genial es Enrique Prochazka.

Entre el realismo y sus avatares, por un lado, y los juegos de la imaginación, por el otro. Mucho de la ficción latinoamericana parece oscilar entre uno y otro extremo. La gran novedad radica en el hecho de que las nuevas generaciones apuestan más por borrar los referentes, recrear atmósferas con su propia lógica, tramas y desarrollos. En la línea de Mario Levrero o César Aira. Quien se destaca en este registro es la dominicana Rita Indiana.

Las escritoras, por otro lado, han ido afirmando un lugar entre las editoriales; por lo tanto, entre los lectores. Pienso en particular en autoras como la ecuatoriana Gabriela Alemán, la argentina Selva Almada o la mexicana Guadalupe Nettel. Todas de un modo o de otro exploran los alcances de la violencia política, social e incluso doméstica. No diré que lo suyo es literatura femenina pues sería restringir de manera obtusa, cuando lo que importa de verdad es lo literario. Lo valioso es que propuestas como las suyas encuentren, por fin, el público que merecen, sean compartidas y discutidas.

Los tiempos cambian, con ellos los hábitos de los lectores.

Al final de cuentas, la literatura latinoamericana nace y renace sin descanso. No como parodia de sí misma sino con inusitada originalidad. Allí están las novelas de Yuri Herrera y Alejandro Zambra para refrendarlo.