En el último número de la revista Letras Libres apareció la reseña titulada “Aridez y literatura” https://letraslibres.com/revista/pablo-sol-mora-aridez-y-literatura/01/06/2023/, en la que el crítico literario Pablo Sol Mora abordó la reciente publicación de los Cuentos Completos de Jesús Gardea, editado por Sexto Piso y la UNAM. Se trata de una reseña inusual, porque no está muy claro si en realidad el crítico atendió íntegramente el objeto de sus reflexiones. Primero, porque el reseñista —sustentado en la opinión de la crítica del centro del país que, durante los años ochenta, redujo la obra del escritor chihuahuense a lo estrictamente regional— persiste en situar esta producción cuentística dentro del paisaje del desierto, no obstante que dispuso de seiscientas doce páginas en las que pudo verificar que no existe una sola línea que haga alusión a él y que desde muy temprano, puntualmente después de la aparición de Septiembre y los otros días —el segundo de los seis títulos de cuentos que publicó el narrador chihuahuense y que le mereció el Premio Xavier Villaurrutia en 1981—, lo que prevalece en esta narrativa breve es la ambientación urbana.
Lo que sí hizo Sol Mora, fue uniformar la producción cuentística de Jesús Gardea desde la lectura de Los viernes de Lautaro y Septiembre y los otros días. Un claro indicio de ello resultan las aseveraciones acerca de que estos relatos “ocurren en un fondo de inocencia” y que “con frecuencia cuentan muy poco o nada”, aunque el crítico no pareció advertir lo que para Francisco Larrea, en cambio, resulta evidente: “Lo que realizó Gardea, sobre todo en el penúltimo y último periodo, es un ejercicio impresionista que remite a la inmersión sensitiva; la anécdota dentro de sus textos, aún la más mínima, es sólo un jirón o un pretexto para acceder a ese vasto mundo de luces, sombras, temperaturas, silencios, sabores y demás percepciones que todos tenemos al alcance si nos dedicamos a vislumbrar el mundo con los sentidos”. En relación con el “fondo de inocencia” que, de acuerdo con el crítico, habita en el cuerpo de estos Cuentos completos, resulta una afirmación extraña, ya que a la narrativa de Gardea la distingue la constante aparición de traiciones, persecuciones, conspiraciones, ajustes de cuentas y asesinatos, al mismo tiempo, consumados por personajes extremadamente rencorosos, violentos y vengativos. Es decir, que el de Gardea es un mundo desesperanzado en el que imperan la violencia y la perversión.
Pablo Sol Mora también cuestionó la dimensión del libro. Seiscientas doce páginas resultaron ser un exceso para él, pese a que el objeto de su análisis tiene por título Cuentos completos, por lo que resulta difícil vislumbrar qué dimensiones supone el crítico que debe cumplir un libro de esta naturaleza. Además, hace referencia al narrador chihuahuense como si se tratara de un autor que apenas emerge en la escena de la literatura nacional, afirmando, por ejemplo, que “Gardea es un escritor, específicamente un cuentista, que pide a gritos ser antologado”, cuando lo que más se suscitó —dentro y fuera del país— fueron antologías de sus cuentos, al menos quince de ellas, entre las que destacan “Ángel de los veranos” en “Cuadernos mexicanos”, publicado por la SEP en 1981; el número setenta y seis de los cuadernos “Material de Lectura. El cuento contemporáneo”, publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1990; Stripping Away the Sorrows of This World, que tradujo y seleccionó Mark Schafer para Mercury House en 1998; y En su reflejo la luz, que seleccionaron Jaime Rivera Sánchez y Gabriel Bernal Granados para Aldus y Conaculta en el 2002.
Parece que el crítico tampoco se percató de que Jesús Gardea —a lo largo de los veinte años de redacción que abarcan estos Cuentos completos— fue renovando progresivamente los recursos con los que abordó las mismas materias que ya estaban presentes en su obra desde el primer libro, entre ellas —quizá la más importante, porque produce el desarrollo de los hechos y también porque está detrás del movimiento de los personajes—, la iluminación. Se trata de diferentes usos lumínicos que se sucedieron en tres fases: la primera, que podríamos describir como blanca, uniforme e intensa, capaz de abatir a los personajes, aparece en 1979 con Los viernes de Lautaro el libro con el que debutó el escritor chihuahuense, y culmina muy pronto, en 1981, con Septiembre y los otros días. En la segunda etapa y también la más prolongada, que inició en 1985 con De alba sombría —nótese el título del libro, y qué decir del siguiente, Las luces del mundo— y concluyó en 1995 con Difícil de atrapar, apreciamos diversas formas de iluminación, principalmente sombras y luces, pero también fuertes claroscuros. Al mismo tiempo, persiste una luz resplandeciente, incluso dócil, que salta sutilmente del color ocre al amarillo. En la última etapa y la más breve, que ocurrió en 1999 con Donde el gimnasta, Gardea incursionó en el tenebrismo, es decir, que utilizó una luz intensa que introdujo violentamente en las sombras o en espacios cerrados, donde “las soledades son ciegas”. Pero Pablo Sol Mora no vio nada de esto.
Hace casi un siglo Ezra Pound describió a un tipo de personalidad incapaz de traspasar los límites de su propia región al momento de hacer un análisis de las novedades que se suscitan en el mundo, entre ellas, la literatura. Esta es la razón por la que la crítica norteamericana definió a William Faulkner como un autor antiguo que describía a una sociedad rural ya extinta o, en todo caso, perteneciente a un pasado que nadie recordaba, mientras que, en el mundo, William Faulkner era William Faulkner, es decir, uno de los autores que contribuyeron con las innovaciones más originales a la literatura durante siglo XX, poniendo en evidencia, como apuntó Juan José Saer, “que es de la organización formal y no del supuesto ´mensaje´ o contenido de lo que una novela irradia su significado”. En todo caso, son estos mismos tipos de lectores los que afirman que Gran sertón: Veredas y Pedro Páramo son novelas regionales y que el lenguaje que habita en ellas está vinculado a la tradición oral, equívoco que ha generado que muchos críticos y estudiosos viajen al sur de Jalisco en busca de personajes que, desde luego, no hablan como lo hacen las criaturas de Juan Rulfo, cuando en realidad no lograron advertir que el autor jalisciense se valió de artificios estrictamente literarios para la invención de un lenguaje capaz de hacer creíbles escenarios y personajes absolutamente ficticios. No es muy distinta la crítica que ha abordado la obra de Jesús Gardea a lo largo de cuarenta años, particularmente la del centro del país, que sólo se ha ocupado de reiterar aspectos ajenos a esta narrativa, entre ellos, tópicos que la misma crítica ha fabricado acerca de la geografía y cultura del norte del país, región que evidentemente desconoce pero a la que concibe como un vasto desierto de pobreza en el que nada ocurre. Lo que sí ha puesto en evidencia esta crítica son resistencias para abordar lo realmente destacado en la escritura de Gardea, esto es, sus innovaciones formales a través de una puntuación progresivamente abrupta que, de la mano de la elipsis y el hipérbaton, produce rupturas sintácticas en un lenguaje que es forzado permanentemente a generar sonidos e imágenes que no existían en ninguna otra obra escrita en nuestra lengua. Un lenguaje literario capaz de producir distintas luminosidades y que, al mismo tiempo, simbolizan el único movimiento en una imagen estática y fragmentada que el narrador reconstruye echando mano de trozos minúsculos —casi microscópicos—que, al final del texto, generan una sensación de unidad, de haber armado un rompecabezas.
Jesús Gardea afirmaba que los lectores de su obra siempre serían pocos, porque son libros que hay que masticarlos despacio para digerirlos bien, y porque “no son para un lector urgido, desprevenido, para alguien que anda o vive de prisa. Obligan un poco a la concentración, a un apropiarte de ti mismo para poder leerlos”. Lo que sí resulta innegable, es que se trata de una obra que de ningún modo pertenece a esa narrativa “amena” que le interesa a Pablo Sol Mora y que los grandes consorcios editoriales divulgan con un gran éxito de ventas, es decir, una literatura que, ya desde el siglo XIX, autores como Gustave Flaubert, Antón Chéjov, Herman Melville y Fedor Dostoievski habían evidenciado como anacrónica: una narrativa lineal, escrita con un lenguaje estandarizado, que no presenta ninguna anomalía sintáctica, que provee al lector todos los recursos para que no trabaje con ella y que tiene como principal característica una notable capacidad de entretenimiento. Novelas que pueden leerse entre un aeropuerto y otro y de las que el lector sale sin que sus actividades y percepción del mundo sufran ningún tipo de trastorno.
La aparición de los Cuentos completos de Jesús Gardea es un acontecimiento editorial esperado por largo tiempo. La narrativa breve del autor es, además, un territorio en el que se desarrollaron, con más claridad, sus obsesiones. Desde su primer libro hay una vocación por moldear una experiencia que, es cierto, inicia en el norte, lugar de origen de Gardea, pero que siempre evitó los lugares comunes que, por desgracia, ahora le achacan a casi cualquier novela de esa zona del país. La crítica a la crítica, es decir, el debate sobre las reseñas literarias de artistas mexicanos fundamentales para entender nuestra literatura, es necesaria, pues ayudan al lector a situar de mejor manera una obra, más allá de la pirotecnia publicitaria que suele acompañarla o, por el contrario, de opiniones hechas apresuradamente que ponen el foco en las carencias o fobias del crítico, en lugar de discutir una narrativa compleja, como la de Jesús Gardea.
[1] Roberto Bernal ha estudiado más de veinte años la obra de Jesús Gardea y coordinó, junto con Daniel Samperio, el título Casi toda la luz. Textos críticos en torno a Jesús Gardea, editado por la UAQ en el 2019.