1 Samuel 16:7
La mano que tiende Felipe Garrido es contundente y puntual, como el estilo de sus cuentos. Un día al encontrarme me dijo: “¿Te gustaría dar clases de literatura?”. Ahí mismo dejé todo y lo seguí. Un grupo de estudiantes vio con los ojos muy abiertos a quien por su edad parecía más bien otro compañero de banca. Tiempo después, cuando un manuscrito mío zozobraba, lo tomó entre sus manos y me dijo: “Aparecerá en mi colección”. Así se publicó mi primogénito, que tantas satisfacciones me ha dado. En otra ocasión, después de mostrarle un poema donde recordaba, como Turgeniev, mi primer amor, no recibí frases amables y complacientes: al día siguiente escuchaba mis versos recitados en Radio UNAM.
Y en el séptimo día descansó.
Taumaturgo, bienhechor, orixá, don Felipe se me representa como una lagartija con un rayo de jade en el dorso. El ojo lo apercibe con sorpresa; al momento siguiente ya no está y entretanto la atmósfera ha quedado encantada. ¿Recuerdan el silencio después de una pieza de música en una sala de conciertos? Esa es la sensación que me queda después de intercambiar unas palabras con él. Acaso contribuye a ello su tono de voz templado y terso, resuelto pero caluroso. Su sola presencia, por lo demás, siempre me ha inspirado autoridad de la buena, como la del profeta Samuel, la más difícil de hallar. Son cosas que se perciben de inmediato.
En una fiesta de fin de año mientras un trío cantaba boleros; otro día en la Capilla Alfonsina en la antesala de una conferencia; una tarde en una biblioteca de la calle Dulce Olivia en Coyoacán, siempre e indefectiblemente ha tenido palabras de aliento y los mejores augurios. Me traje sus libros al Viejo Mundo, como también esos gestos y recuerdos, a manera de amuletos. Y hoy, lejos en el tiempo y el espacio, envío estas simples letras, agradecidas, al marinero ilustrado de La primera enseñanza, al hombre de experiencia de La urna, al amigo y maestro en sus ochenta años.
Aix-en-Provence, 10 de septiembre de 2022