Siempre he tenido una fascinación particular por quienes deciden dejar de escribir o publicar, cayendo en un silencio que tiene tanto de afirmación como de renuncia. Sobre todo, en un periodo como el actual, cuando la mayoría cree tener algo que contar, se agita para ser escritores y, en el trayecto, alcanzar el reconocimiento, las ventas y toda esa estridencia que se ha vuelto inherente al oficio. Peor aún: no creo que haya existido antes un momento tan áspero con los autores. Vivimos en un tiempo en el que la novedad apenas apareció y ya se convirtió en algo vetusto. La cantidad de publicaciones y la exigencia de consumo de los lectores no permiten que un libro sea recibido con la tranquilidad necesaria. Si a esto le añadimos la presión de las editoriales y agentes para que los autores entreguen un libro cada año, sin olvidar la precariedad en la que muchos viven; entonces, podemos entender la rapidez con la que muchos escriben y la urgencia con la que tantos publican. Pareciera que nuestra época es la del autor que nunca deja de escribir, del todo ajena a quien decide abandonar los lápices y papeles. Y, sin embargo, ocurre. A cada instante, alguien decide que todo ha terminado: la rutina, el esfuerzo, la creación.
Las palabras.
“He llegado al final del camino. Ya no tengo más que escribir”, declaró en 2014 el autor estadounidense Philip Roth. No se trata de cualquier autor, sino de uno de los más prolijos escritores actuales. No recordaré los reconocimientos que ha obtenido. Tampoco el ascendiente que tiene entre sus lectores, que son legión. Simplemente, me llama la atención la forma tan tajante con la que se expresa. ¿Por qué dice que llegó al final de camino? ¿De dónde le viene la certeza de que ya no tiene nada más que decir? De pronto, imagino la literatura como un sendero que se recorre, con sus accidentes y desniveles, hasta llegar a su extremo último. El sendero se pierde en lo más inhóspito de un bosque o se detiene al pie de un abismo. Detrás de los árboles, se escucha el ruido de las bestias. Abajo, en lo más hondo, se extiende el desierto. Un escalofrío recorre mi espalda. Es el silencio literario.
En Bartleby y compañía (2000), el autor español Enrique Vila-Matas da cuenta de la “literatura del no”. Inspirándose en el famoso personaje de Melville, Vila-Matas considera que existe toda una genealogía de autores que decidieron dejar de escribir pues, como el famoso escribiente del relato, “preferirían no hacerlo”. Poco a poco, el protagonista de Bartleby y compañía se da cuenta de que no se trata de un puñado de originales. Son toda una muchedumbre de artistas que en algún momento de sus vidas abandonó los bolígrafos y papeles, y con ellos las palabras. Harper Lee descubre el éxito demasiado joven y deja de lado la escritura durante décadas. Arundhati Roy se hizo popular nada menos que con su primera novela, El dios de las pequeñas cosas. Tan popular como el silencio literario en el que se encerró a lo largo de veinte años. ¿Quién sabe dónde está Patrick Suskind? Alguna vez leí que después de haber renunciado a publicar, el autor alemán decidió vivir lejos de todos, en una granja, en los confines de su país. Y ya que hablamos de alemanes, ¿qué fue de Reinhard Jirgl? Pese a hacer sido censurado por el régimen de Alemania del Este, Jirgl nunca dejó de escribir. Una vez que cayó el infausto muro, por fin publicó los libros que había escrito en la discreción y rebeldía más absolutas. Pero con la llegada de la democracia también acudieron los agentes, los festivales, el desfile de entrevistas, toda esa obscenidad que terminó decidiéndolo por el silencio contra el cual siempre había luchado. ¿El título de su última novela? Nada menos que El silencio. Por donde se vea, poco importa la edad, la época o la nacionalidad. Cuando el silencio llega éste vacía al autor de palabras, muchas veces le hace optar por una vida en consecuencia, una existencia reticente a todo contacto, en la que incluso reniega de su pasado.
Por sobre todos, algunos silencios atraen más mi atención. En ellos me parece ver condensados los otros, también la expresión de algo que se niega a ser formulado, por abrupto e intenso. El de Arthur Rimbaud, por ejemplo, quien recorre su país —las manos en los bolsillos de un abrigo gastado— para conquistar París con su poesía. Y vaya manera en que lo hizo. En muy poco tiempo no solamente sacude la escena cultural de París sino también los cimientos de la misma literatura. Un día senté a la belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga. — Y la injurié (Una temporada en el infierno). Después de haber alcanzado lo que muchos considerarían la gloria, Arthur Rimbaud parte a África donde se dedicaría al tráfico de armas, los alcoholes fuertes y a hundir los pies en la infinita arena del desierto. De tanto en tanto, recibía algún viajero, curioso de saber si en verdad era el poeta de quien todo el mundo hablaba en los salones, los cafés y las galerías de la lejana París. Entonces, Rimbaud escupía al vacío y miraba al hondo cielo nocturno, antes de soltar una obscenidad. De cara a las estrellas.
Otro caso que me interpela es el del autor norteamericano J.D. Salinger quien —después del éxito El guardián entre el centeno— se enclaustró en su casa, solo con sus recuerdos. Hay algunas fotos de él, tomadas sin su permiso, de ese periodo que se prolongó hasta su fallecimiento. En una, levanta el puño derecho, en un gesto que parece de amenaza o de espanto. En su mirada hay algo entre alucinado y frenético. Observa directo al lente de la cámara, pero parece mirar más lejos, detrás, allí donde no llegan nuestras miradas. Curioso destino el de su novela El guardián entre el centeno si consideramos que provocó, en cierta forma, otro silencio. La historia del joven Holden Caulfield inspiró a Mark David Chapman, según confesión propia, para asesinar a John Lennon, hacer que su música también se apagara para siempre.
De un silencio a otro, la palabra coagula en algo insoportable.
Uno de los casos más elocuentes de silencio —me permito el oxímoron— es el de Georges Simenon. A los 69 años, después de más de doscientas novelas publicadas, el escritor belga se sienta, a las nueve de la mañana en punto, delante de su máquina de escribir, dispuesto a continuar con un ritmo imbatible… No creo que haya un escritor en la historia de la humanidad que pueda competir con el belga en ritmo de escritura: si no terminaba una novela en un día lo hacía en cinco. Tampoco uno que se le enfrente cuando se trata de silencio. Esa mañana, Simenon no entiende lo que le ocurre. Siente los dedos agarrotados, la cabeza vacía, el corazón palpitante. Nunca más volvería a escribir una novela. Cuentan que decidió cambiar el título de “escritor” de su pasaporte por “sin profesión”. Tal parece que su silencio literario fue equivalente a haber perdido un rasgo consubstancial, como una nacionalidad, una fecha de nacimiento. O un nombre.
De entre todas las explicaciones de autores que dejaron de escribir, la más singular es la del mexicano Juan Rulfo. Qué caso por extraño el de Juan Rulfo. Autor de la que acaso sea la obra más exigente y universal en las letras latinoamericanas, también es uno de quienes menos publicaron. Apenas un puñado de cuentos, unos guiones y una novela. Durante muchos años anunció que publicaría una nueva novela, la misma que todos esperaron, seguros de que se repetiría el portento de Pedro Páramo. Los años se sucedieron sin que Rulfo entregara su manuscrito. Un día, anunció que nunca habría nuevo libro, que nunca más habría nada. Cuando le preguntaron por qué había dejado de escribir, el autor de Jalisco arqueó las cejas, miró a otra parte y dijo en voz baja que no escribía más porque se le había muerto el tío Celerino, el mismo que le contaba las historias.
Hay algo que no me convence en la explicación propuesta por Vila-Matas en Bartleby y compañía. Según él, quienes deciden dejar de escribir lo hacen porque sufren un mal. Aquejados por la enfermedad del “no”, los escritores son de esa manera asociados con algo pernicioso, un malestar susceptible de ser curado. A partir de ahí toda una serie de asociaciones es posible. Entre otras, concebir la incansable escritura, sobre todo la de autores que nunca dejan de publicar, por más mamotretos que sean sus libros, como lo más saludable del mundo. Se me acusará de ser demasiado literal en mi lectura del español. Es probable. Pero no se me negará que hay muchos autores que dejan de escribir después de haber publicado libros extraordinarios, alcanzaron el silencio casi como la consecuencia natural de sus inquietudes literarias. Ya dieron lo mejor que pudieron entregar a la literatura, llegó el momento de dedicarse a otras cosas, esperar. Por eso, me parece truculento equiparar silencio con enfermedad. Desde luego, Vila-Matas, prolífico autor donde los haya, no puede entender cuánto de vitalidad y afirmación hay en la necesidad de decir que no. Y basta.
Quizá el caso más excepcional de todos quienes decidieron dejar de escribir es el del colombiano Nicolás Gómez Dávila. Es el único autor que abandonó la escritura sin, en cierta forma, dejar de hacerlo. El colombiano fue uno de los intelectuales más eruditos y creativos que jamás hayamos tenido en Hispanoamérica. Eso explica la expectativa alrededor de su anunciado sistema filosófico, summa de su pensamiento, piedra angular de una doctrina. De más está decir que este sistema nunca llegó. Lo que nos queda es una multitud de aforismos que el autor reunió bajo el título de Escolios para un texto implícito. Así, los miles de aforismo son las notas al margen de un sistema filosófico —el texto implícito— inexistente, por ausente. El colombiano delineó con sus palabras el silencio y al hacerlo le entregó un sentido, el que sus aforismos anuncian sin que esto signifique que lo agoten.
El silencio en el revés de las palabras.
“Se murió el tío Celerino”. Al igual que el escribiente Bartleby, inspirado a su vez de Bouvard y Pécuchet, el autor no sería otro que quien redacta las historias contadas por alguien, un familiar. Esas historias le llegarían de manera oral y, gracias a su acción, no se dispersarían con el viento (o lo que es lo mismo se convertirían en silencio). Si los poetas tienen una musa inspiradora, los escritores tienen a su tío Celerino, pariente de historias viejísimas, dispuestas a ser traspuestas al papel. Gracias a él los autores pueden seguir añadiendo libros a la memoria literaria. Claro está, hasta que el tío Celerino desaparezca, y con él todo lo que es susceptible de ser contado. Hay imágenes de Juan Rulfo que lo muestran perplejo, cansado, con la mirada perdida en ninguna parte. Da la impresión de escuchar atento la voz del tío Celerino, voz ya ausente, voz que no le dice nada. No queda nada más que esperar la muerte.
Me doy cuenta de que va llegando el momento de dejar de escribir. Hay tanto por decir con respecto de los autores que abandonaron la escritura que tengo el sentimiento de recién haber empezado. Pero no es el caso. He dado vueltas alrededor de un misterio imposible de entender. Lo máximo que podemos hacer es asomarnos caso por caso, intentar discernir las razones que motivaron o empujaron a los autores al final del camino: falta de inspiración, desidia, abulia, un horror entrevisto, sentimiento de hastío, vértigo frente a la página en blanco, incluso pérdida de fe en la literatura, caída sin fin en lo esencial… La muerte del tío Celerino, desde luego. Se me ocurre que la muerte del tío Celerino esconde otro significado, menos puntual, un significado que se expande como una nube negra sobre el firmamento. Es un momento. De inmediato, me alzo de hombros y procuro olvidar. También encontrar una explicación pues yo también preferiría no hacerlo.