El plagio institucionalizado

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La academia ha institucionalizado el plagio. No me refiero a la práctica vulgar, aunque ya demasiado frecuente, de atentar contra la autoría intelectual y apropiarse de las investigaciones de los colegas y publicarlas a nombre propio. Hay casos ilustres de este tipo de robo, pongo sólo dos ejemplos: Enrique Peña Nieto, expresidente de México, a quien le demostraron haber plagiado varias obras para integrarlas a la tesis con la que obtuvo el título de licenciatura, otorgado por la Universidad Panamericana; y Boris Berenzon, exprofesor de la UNAM, a quien se le demostró haberse apropiado de grandes fragmentos de varios libros para integrarlos a una tesis con la que obtuvo el grado de doctor. En ambos casos las instituciones debieron retirarles el título de grado, pero la corrupción se disfraza de omisión y ésta se encubre con el argumento de que el plagio, aunque es una falta grave, no está tipificado como un delito. En muy pocos casos reciben una penalización por el robo intelectual. Los plagiarios, por lo común, sólo “sufren” la condena social que, dada su condición cínica, es para ellos irrelevante (hay que verlos en su actitud de conquistadores del mundo).

Tampoco me refiero al autoplagio: una práctica que consiste en hacer un artículo con diez variantes y publicarlo en revistas, libros, actas, memorias y compilaciones como si fueran diez artículos diferentes. (En este ensayo hablo sólo de la investigación humanística, no de la científica). El autoplagio es la forma habitual de nutrir el currículum académico y, en muchos casos, es la forma habitual de “producción de conocimiento”. Los programas antiplagio deben ser una necesidad urgente en las instituciones de educación superior a la hora de evaluar una investigación y, en particular, en las editoriales universitarias antes de enviar a dictamen un original. Éstas últimas pueden dar de baja originales que incurren en el plagio de obras ajenas, por desgracia no pueden hacer nada ante el autoplagio, pues éste se presenta siempre como una actualización de investigaciones en curso o como una reformulación de interpretaciones. Si estas actualizaciones y reformulaciones fueran sin ánimo de lucro, serían justificadas e incluso necesarias; pero están realizadas con la vista fija en la ganancia curricular y monetaria. La academia ha sido utilizada por muchos para lucrar gracias a diversas omisiones en los reglamentos; el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) ha producido muchos artículos y obras pero poca investigación, así lo revelan las estadísticas internacionales y una búsqueda focalizada en diversos repositorios.

Me refiero al plagio donde se coluden instituciones, investigadores y editoriales para robarle la propiedad intelectual a un autor o a un grupo de autores. Se disfraza de investigación, de rescate de una obra, de contribución al campo de conocimiento, de visibilización de autores eclipsados por las hegemonías culturales, por la moral de una época o por el ostracismo del Estado. En cualquier caso, las editoriales universitarias abundan en autores de obras que no escribieron (también las editoriales comerciales incurren en ese tipo de robo pero en menor medida: sólo cuando hay cobro por adelantado o cuando hay ganancia en perspectiva). La razón es sencilla: para ingresar al SNI y escalar sus diversos niveles se requiere publicar, contribuir al área de conocimiento, pues ello implica un currículum robusto, privilegios en la academia, reconocimiento de los colegas, mayor salario de por vida e incluso prestigio internacional. La ganancia es tentadora y lo más fácil consiste en apropiarse de textos que no escribieron. Editores críticos, compiladores, apostilladores, establecedores de textos, antologadores, coordinadores, etcétera, se vuelven así los titulares de obras ajenas. No hablo del coordinador o compilador que convoca a varios colegas para considerar un objeto de estudio desde varias metodologías y disciplinas, sino del investigador que se erige en figura autoral, y el nombre del autor verdadero queda como parte del título o del subtítulo del libro publicado. Hay editores y editoriales que, de acuerdo con el derecho de autor (aunque no hayan localizado a los herederos), dan su lugar al titular del texto y ponen al investigador en su justo sitio: abajo del autor y consignando su trabajo de recopilación, de anotación, de establecimiento textual, de editor crítico, etcétera. Sin embargo, otros deciden legitimar el robo intelectual; no necesito dar ejemplos, en las editoriales universitarias abunda este tipo de “autores”. A esta práctica le he llamado plagio institucionalizado.

Al plagio y autoplagio hay que agregar la plaga de la pésima redacción. Muy pocos académicos son escritores profesionales. Cuando el compuscrito, dictaminado por especialistas en la materia, llega a las manos del editor, éste no se explica cómo un libro casi ilegible pudo ser aprobado; ilegible no por la complejidad de la materia tratada ni por la terminología sino porque el autor desconoce las normas básicas de la sintaxis. Esa mala escritura evidencia una estructura mental poco disciplinada. ¿Cómo obtuvieron la maestría o el doctorado? (Y si escriben con notables carencias en su lengua materna, ya imaginarán cómo redactan sus artículos en inglés). El trabajo de corrector de estilo debería estar muy cotizado en esta época de académicos sin habilidades de redacción, pero la realidad es la contraria: las instituciones consideran que el artículo de un doctor, por el sólo hecho de tener ese grado académico, no necesita corrección gramatical. Esto explica que las editoriales académicas hayan sufrido una reducción de presupuesto y de personal calificado; y que, cuando requieren servicios editoriales, contraten a editores y correctores en condiciones salariales precarias y a veces humillantes (el pago puede tardar meses e incluso años). Ahora bien, ¿quiénes son los lectores de esos artículos y libros mal investigados y peor escritos? He llegado a suponer que ni los pares se leen entre ellos, sólo alimentan un sistema de complicidades donde la producción de conocimiento es lo que menos importa, pues la meta consiste en escalar posiciones de poder, sean curriculares o institucionales. Basta revisar los índices internacionales de artículos citados para verificar que la investigación humanística de México no siempre es de alto rendimiento. Si hubiera comités técnicos que evaluaran las investigaciones con rigor, conocimiento y honestidad, muchos investigadores quedarían excluídos de la promoción de prebendas que para ellos han sido las academias y el SNI y, en consecuencia, esas investigaciones ocuparían su justo lugar en el archivo muerto.