Traducción de Alberto Sierra Méndez
O’Brien, Simic, Thompson et al
Edna O’Brien
En los excitantes sesenta estaba en Londres cuando fui misteriosamente invitada a una fiesta. En algún lugar de Belgravia. Me senté junto a Groucho Marx, quien, puedo decirlo sin ningún riesgo, era una de las personas más reservadas y taciturnas que hubiera conocido. Finalmente, y en respuesta a algún confuso cumplido de mi parte, me preguntó a qué me dedicaba. Le confesé que era escritora. Se dio cuenta de que yo era irlandesa y, después de un momento de meditación, llamó la atención de su esposa, quien estaba sentada en otra mesa, para preguntarle el nombre de la irlandesa que escribía de forma muy divertida sobre la vida conventual y que ellos admiraban tanto. Yo esperé encantada el inminente cumplido, pero así es el destino: la escritora a quien admiraban era Bridget Brophy.
Ese término tan glorificado. “Gira de lecturas.” Era un tienda departamental en Birmingham, una atareada tarde con compradores yendo y viniendo y yo sentada en una mesa con pilas de mi novela, Johnny I Hardly Knew You, a mi alrededor. Madres, con niños pequeños, iracundos, inquietos, pasaban a mi lado sin mirarme. Nadie se detuvo a comprar un libro, ni siquiera a ojearlo. La noticia de este creciente fracaso debió llegar a la oficina del piso superior pues en ese momento alguien anunció por el altavoz que yo estaría encantada de autografiar ejemplares de mi novela recién salida de la imprenta. Avergonzada, esperé y miré a la gente. Mi súplica no fue atendida, tampoco mis oraciones. Cuando la hora por fin hubo transcurrido, me levanté, me envolví en mi abrigo como en una concha y le di las gracias a un joven asistente, quien contestó “hay que reír, amar, ¿usted no?” En la puerta principal fui acosada por un lugareño —ebrio— que preguntó si yo era yo y luego con desparpajo: “Podría prestarme uno de a cinco.” Estoy orgullosa de mi contestación: “Se los daré porque lo más probable es que jamás vuelva por aquí.”
Estaba presenciando una representación de mi obra Virginia en el Haymarket Theatre y estaba sola. Justo antes de que cayera el telón del primer acto había una escena un poco movida, cargada de erotismo, entre Virginia Woolf y Vita Sackville-West, representada con entusiasmo por Maggie Smith y Patricia Connolly. Cuando las luces se encendieron, las dos mujeres que estaban atrás de mí y que habían estado murmurando todo el tiempo, alcanzaron el paroxismo del resentimiento y la indignación moral. Yo lo había hecho mal. “Está equivocada, Vita Sackville-West era una mujer casada, con hijos, y aquí la muestra como una lesbiana, una lesbiana”, dijo una de ellas. Su compañera sacudió la cabeza con disgusto ejemplar y luego, en un tono imperioso, derramó su copa: “Pero por supuesto que está equivocada, querida. Edna O`Brien escribe para sirvientas, todo mundo lo sabe.” Recibieron entonces el impacto de mi mirada glacial y se largaron.
Simon Armitage
La literatura ofrece incontables oportunidades de vergüenza y humillación porque actúa en el espacio en el que los pensamientos privados encuentran su respuesta pública. Los eventos literarios están en la línea fronteriza, en la interfase entre la escritura y la lectura. Algunas veces los dos elementos se mezclan, algunas veces llegan a cuajar, y otras veces permanecen como el agua y el aceite, firmes y opuestos. Yo doy lecturas por lo menos cien veces al año. Ningún incidente va más allá de la anécdota, pero cuando se toma como un todo…
Al bajar del tren, fui recibido por una nerviosa mujer en un auto alquilado, el cual generaba una cantidad termonuclear de calor sin que ella fuese capaz de localizar el desempañador en el tablero. En medio de una nube de condensación nos dirigimos a un café local, donde restringió mi elección de comida de acuerdo con el presupuesto autorizado. Olvidé llevar algunos libros. Visité la librería local para adquirir un ejemplar de mi Poemas escogidos y fui reconocido por el hombre de la caja registradora. Él no dijo nada, pero su expresión fue conmovedora.
El lugar de la lectura era un remolque en un camping park. El aparato de sonido un karaoke de Fisher-Price. Fui presentado como “el nombre que hoy está en todas las bocas: Simon Armriding”. Un joven bien intencionado que hacía trabajo voluntario para los auditivamente discapacitados (de los cuales no había ninguno entre el público) se ofreció para hacer los “signos”. Se mantuvo a mi lado toda la tarde, dando lo que resultó una pasable personificación de Ian Curtis al bailar en She’s lost control. Finalmente se fue. Cinco minutos antes del intermedio, una simpática dama del IM (Instituto de la Mujer) entró a la cocineta a mis espaldas y comenzó las operaciones para hacer té. El poema final de la primera parte fue acompañado por el largo pitido de un calentador de agua, montado en la pared, que alcanzaba el punto de ebullición. No hubo alcohol, pero ¿qué tal un tazón de zumo de res? Después del intermedio, un viejo en la hilera del frente cayó dormido y soltó algunos pedos durante un poema sobre la muerte/el sufrimiento/ la autocompasión, etc. Al final no hubo libros para su venta, pero un alma caritativa me pidió que le autografiara su ejemplar de Summoned by Bells [de John Betjeman.]
Mi conductora designada, la mujer radiactiva, me transportó en su sauna móvil a un restaurante indio en la calle principal. Ella era alérgica al curry (por miedo a la fisión tal vez), pero me esperó en el auto mientras yo tragaba una comida de no más de cinco libras (bebida incluida) pagada con un bono de comida. Me quedé con Mr. Pedorro en los suburbios. Él se había adelantado para airear el sofá cama y preparar una selección de sus poemas para que yo los examinara. El primero de ellos, “The Mallard”, comenzaba: “Vos, monarca de la ribera del río.” Dormí totalmente vestido, sobre una sábana infestada de ladillas.
Con enorme falta de cortesía y gran sigilo dejé la casa antes de que amaneciera y vagué por calles desconocidas y solitarias, dirigiéndome sin mucha precisión hacía los edificios más altos vislumbrados en el horizonte. Faltaban tres horas para el primer tren a casa. Desayuné con borrachines y drogadictos en un McDonald’s. Haciendo tiempo por los alrededores encontré un ejemplar de uno de mis primeros libros en la acera, en una caja de libros usados, frente a una tienda de caridad. Su precio era de diez peniques. Era un ejemplar autografiado. Junto a la firma estaba escrito, con mi letra, “Para papá y mamá”.
Julian Barnes
Era mi primera fiesta literaria, en un jardín londinense. Yo era un pobre reseñista de libros, sin trabajo diario. Llevé a una chica con la que salía de vez en cuando. Nos topamos con un amigo mío. “Él es Chris Reid”, lo presenté. “¿A qué te dedicas?”, pregunto ella. “Soy poeta”, contestó mi amigo. Ella soltó una risa tan burlona que mi amigo reculó hasta un macizo de flores y derramó la mitad de su vino. Cuando Chris se hubo alejado, le pregunté la razón de que hubiera reaccionado de esa forma. “No puedes decir que eres poeta si sólo escribes poemas”, replicó. Me sentí agradecido de que no me hubiera descrito a mí mismo —ante nadie, menos ante ella— como novelista, aunque en mi escritorio guardaba el borrador completo de una novela.
La fiesta continuó. Alguien me presentó con Elizabeth Jane Howard, y luego escapó. Ella me pareció desmesuradamente alta, elegante, bien peinada, de vestido largo, en espera de ser distraída de su gran aburrimiento. Sucedió que yo acababa de reseñar una colección de sus cuentos, Mr. Wrong, para el Oxford Mail; todavía mejor, me había mostrado entusiasmado por sus cuentos. Mencioné este hecho lo menos servilmente que pude; ella no pareció divertida ni, por lo que pude ver, remotamente interesada. De acuerdo. “Le hice una reseña decente a su libro en un comentario colectivo a cuatro libros de ficción en un diario de provincia,” no es probablemente, ni otras palabras por el estilo, una llave para la conversación literaria en Londres.
¿Cómo llamar su atención? Algo más rebuscado, tal vez. Recordé, de un modo libresco, que mientras las colecciones de cuentos normalmente enlistan al reverso de la portadilla los lugares de su publicación original, no había tal referencia en Mr. Wrong. Deduje que ese silencio era una decisión del autor. Me preguntaba cuál habría sido la razón. Le pregunté sobre ello.
-No sabía que ese fuera el caso.
-Ah.
-No.
-¿Así que no fue deliberado?
-No.
La conversación definitivamente carecía de brío. Dude que ella pudiera interesarse en mi propio modesto debut literario. Unos pocos meses antes había entrado en un concurso de cuentos de fantasmas organizado por el Times y había sido elegido como uno de los doce ganadores, ¡y pronto sería recompensado con la publicación en una antología de Jonathan Cape! No, definitivamente, ella no estaría interesada en eso.
Busqué desesperadamente con la mirada por la fiesta y vi una figura alta, despeinada, que bien podría ser Tom Maschler. Qué coincidencia: el jefe editorial de Jonathan Cape.
-¿De casualidad ése es Tom Maschler?
-Sí, ¿lo quieres conocer? Replicó instantáneamente y luego me llevó al otro extremo y me dejó ahí.
Mis nervios, en ese momento, estaban destrozados. Peor, estaba esforzándome por impresionar.
-¡Hola!, dije, yo soy una doceava parte de uno de sus autores.
Él no pareció divertido en lo más mínimo. Le expliqué con todo detalle lo de la Antología de cuentos de fantasmas del Times y sus doce autores. Me preguntó nuevamente mi nombre. Se lo dije otra vez. Movió la cabeza.
-Lo siento, se me olvidan los nombres. ¿Cuál es el título de su cuento?
Lo miré. El me miró a mí, expectante. Hice una pausa. Mi mente estaba terriblemente vacía. ¿Cuál era el jodido título de mi cuento? Yo lo sabía, estaba seguro de que lo sabía. Vamos, si acababa de leer las pruebas. Yo mismo había escrito la nota sobre el autor. Éste es tu editor. Debes saberlo. No es posible que no lo sepas.
-No lo recuerdo, contesté.
Así que ahí estábamos: un editor que no reconocía el nombre de uno de sus escritores, y un escritor que no recordaba el título de su —único— trabajo. Bienvenido a la vida literaria.
¿Y la chica con la que salía de vez en cuando? Oh, ella se deshizo de mí al poco tiempo.
Rick Moody
Tienes suerte de participar en una gira. Tienes suerte de encontrarte con lectores que aprecian tu trabajo y parecen sentirse honrados de conocerte. Tienes suerte de poder comer las galletas saladas del minibar. Tienes suerte de ver ciudades que nunca habías visitado, como Cincinnati y Baltimore. Eso es algo que no se discute. Cualquiera puede decírtelo.
Era mi primera gira —por una novela llamada The Ice Store—. No era una gran gira, puesto que era la primera. Seis ciudades. Minneapolis, L. A., San Francisco, Seattle, Boston, D.C. El público, la mayoría de las veces, cabía en un número de un solo dígito. Cuando llamé a mi publicista en NYC, me ofreció consuelo: era importante forzar un camino entre públicos nuevos.
¿Y qué tal si mi corazón era forzado primero?
Me las arreglé para sobrevivir las primeras cinco ciudades. Luego fue hora de ir a D. C. La capital de nuestra nación. En ese entonces mi mamá no residía muy lejos de D. C. Vivía en Virginia. Ofreció venir a escuchar mi lectura. Lo cual resultaba complicado por varias razones. Mi madre tenía sus opiniones sobre mi trabajo, no todas ellas buenas. Una vez reseñó un libro mío para Amazon.com y me dio tres estrellas de cinco posibles. Luego me dijo que había sido una reseña positiva.
Di mi nombre en el hotel y la mujer de la recepción se mostró increíblemente impresionada. “¡Mr. Moody, nos sentimos honrados de que esté en el hotel!” O alguna exagerada bienvenida similar. No puedo imaginar quién creyó la recepcionista que era yo. Un diplomático del Estado-Nación de Desarreglado. O un alto funcionario de la Asociación para el Desarrollo Detenido. Sin embargo, tomó a pecho la designación VIP de la reservación y derrochó amabilidad.
Probablemente de niño estuve en una suite, o visité alguna. Pero no por mi cuenta. Jamás había recorrido un living room extra, con una máquina extra de fax y un minibar extra con algunas cosillas para robar, etc. Nunca había visto porno en una televisión de hotel a cargo de la tarjeta de crédito de otra persona. Era evidentemente el comienzo de mi renombre mundial. La oportunidad de Rick Moody de comenzar a dejar su marca; Rick Moody, SdeRL.
Mi madre llamó desde la recepción. Subió. Bebimos té. Qué civilizados. Podía ver aquí en la suite, mientras tomaba el té con mi madre, que mi suerte comenzaba a cambiar.
Más tarde nos dirigimos a la librería donde tenía que leer. La publicista había dejado claro que esta era una gran librería de D. C. ¡Programa de Grandes Lecturas!
La humillación era inminente. Saltemos hacia delante. Comenzó apenas cruzamos el umbral de la librería. “¡Mr. Moody, me dijo con mucha naturalidad una joven mujer con lentes, gracias por venir.” Pasee mi mirada por el lugar. Incluso para los estándares de mi gira por seis ciudades, donde era un acontecimiento que los asistentes alcanzaran los dos dígitos, el lugar parecía desolado.
La joven con lentes me llevó junto a una pared, posiblemente de la sección de psicología.
-Ha habido un pequeño problema del que quiero hablarle. En verdad lo lamentamos mucho, pero hubo una…
-¿Sí?
-¡Una errata en el programa!” Una errata en el programa. ¡Una errata!
-El programa que enviamos por correo decía que usted tenía que leer anoche. Lo siento mucho.
El día de hoy había un vacío en el programa. Y así estaba la librería.
-Sin embargo alguien dejó una nota para usted.
Me extendió la nota como si eso pudiera compensar la errata en el programa. “Querido Rick, lamento mucho que no pueda venir a tu lectura esta noche. Anhelaba venir, pero algo se presentó. Espero que todo salga bien. Nos veremos pronto. Elise.”
Bueno, casi tuve una persona como público. Además de mi madre, quien estaba agachada en la sección de historia como si nada malo estuviera pasando.
Entonces, como por milagro, una amiga irrumpió en la tienda. Katya, la historiadora de arte de Nueva York. Fue compañera de mi hermano en la preparatoria, fumó mota con él, y luego se convirtió en una exitosa crítica de arte. En ese momento ella era la única persona del público que no me había expulsado por el útero.
-Bueno, esperemos unos minutos a los rezagados, dijo con impaciencia la chica de los lentes. Desaparecí entre la estantería. Varios minutos pasé ahí y ni una sola vez volvió a sonar la campanilla de la entrada. Finalmente me arrastré tristemente hasta la mesa que me serviría de podio. La mesita frente a la constelación de sillas completamente vacías, donde Katya y mi madre se sentaron lo más lejos posible la una de la otra. ¡No, espera! Hay un hombre sumándose con cautela al público. ¿Un indigente? Tal vez. Definitivamente jamás ha estado antes en una lectura, y definitivamente nunca volverá a estar en otra.
Estaba yo ahí, en la capital de nuestra nación, en los albores de mi carrera, y estaba leyendo, lo más brevemente posible, a mi madre, a una mujer que había fumado marihuana con mi hermano, y a un individuo que había sido persuadido de que entrara a escuchar la lectura con el ofrecimiento de que le harían el diez por ciento de descuento en cualquier cosa que comprara. Mi madre mantuvo una sonrisa congelada todo el tiempo. La verdad era fácil de descubrir. ¡Mi carrera como escritor de ficción había comenzado! Y se había topado con negligencias, desilusiones, malentendidos, resentimientos familiares… y erratas.
En el invierno de 1992-1993 mi novia y yo nos fuimos a vivir a La Casella, una aislada casa-granja a unas cuarenta millas al sureste de Siena. Era un buen lugar para escribir y yo tenía el sentimiento, vago pero extrañamente apremiante que siempre tengo cuando es hora de empezar a trabajar en una nueva novela. Me sentía aliviado de estar fuera de Londres, en parte porque quería evitar otro severo invierno inglés, y en parte porque quería olvidarme de “Los mejores novelistas británicos jóvenes de 1993”, el cual iba a ser anunciado a principios del nuevo año. Por una extraña coincidencia, yo había estado en la misma casa exactamente diez años antes, cuando “Los mejores novelistas británicos jóvenes de 1983” había sido dado a conocer, y yo devoré el número de Granta, ansioso por familiarizarme con una nueva generación de escritores a los que pensaba algún día poder emular. Esta vez, creía, estaba calificado: había publicado dos novelas —Dreams of Living y The Five Gates of Hell— y aún no cumplía los 40. Algunas personas que se movían en los círculos literarios me habían dicho que yo podría estar en la lista —algunos incluso habían dicho que yo debía estar en la lista—, ante lo cual yo, por lo general, sonreía o levantaba los hombros. Podía afectar cierta indiferencia, pero en el fondo, por supuesto, estaba desesperado por estar en la lista. Al mismo tiempo era fatalista: creía que iba a ser pasado por alto y no tenía intención de estar en Londres cuando eso pasara.
Fue un gran invierno. Kate leía novelas, cocinaba goulash y daba largas caminatas por los campos de la Toscana. Yo escribía. Alguna de nuestra gente favorita llegaba y nos quedábamos hasta tarde bebiendo botella tras botella del vino tinto del coronel (él nos cobraba tres mil liras por dos litros.) Una de las reglas de la casa era que yo no podía ser interrumpido durante las horas de trabajo —a menos, por supuesto, que hubiera alguna clase de emergencia—. No creo que tuviéramos alguna emergencia ese invierno, así que no fui molestado para nada. No, esto es, hasta cierta tarde a principios de marzo. Debe haberse sentido frío en la casa ese día pues Kate había decidido encender el fuego. Mientras cortaba tiras de papel periódico —los vecinos nos pasaban periódicos aunque rara vez los leíamos— su mirada recayó en una pequeña fotografía en blanco y negro de mí. Ella buscó el artículo. “Los mejores escritores británicos jóvenes de 1993” había sido anunciado la semana anterior. Corrió a la parte de arriba con el periódico y entró violentamente en mi cuarto.
-Fuiste escogido –dijo- estás en la lista.
Me volví hacia ella.
-Estás en “Los mejores novelistas británicos jóvenes”- dijo.
-¿De veras? Déjame ver. Mi corazón latía desbocado.
Examinamos la lista de ganadores, pero mi nombre no estaba ahí. Examinamos la lista otra vez. No había ninguna mención de mí.
-Pero aquí está tu fotografía, dijo Kate. Su dedo se posó sobre una de las fotografías en blanco y negro como de ficha de la policía. –Mira.
Miramos los dos. No era yo. Era Jeanette Winterson.
Ninguno de los dos habló durante un rato.
-Lo siento -dijo Kate por fin. Se había dado la vuelta y estaba mirando un rincón del cuarto.
En retrospectiva, supongo que la fotografía se parecía vagamente a mí. O, en todo caso, a alguna versión de mí (seguramente hubo un tiempo en que Jeanette y yo tuvimos un corte de pelo similar, o tal vez entrecerrábamos los ojos del mismo modo cuando mirábamos el sol). Yo miraba y miraba el retrato, como si el parecido pudiera hacer de algún modo menos dolorosa la herida.
-Lo siento. -Dijo Kate nuevamente y bajó las escaleras.
Fue humillante para los dos, por supuesto. Para Kate porque me había confundido con Jeannette y porque había hecho surgir mis esperanzas sólo para destrozarlas instantes después, pero fue humillante para mí también —especialmente para mí— porque yo respondí con ansiedad, con desesperación, con incontenible deseo; y me sentí, con toda mi ambición y mi anhelo expuestos, como alguien que ha sido destripado y luego dejado a mirar estúpidamente el brillante y confuso colorido de sus propios intestinos.
Los días que siguieron fueron difíciles. Sólo puedo pensar en un solo consuelo. La siguiente vez que escogieran a “Los mejores novelistas británicos jóvenes” en el 2003, yo sería demasiado viejo. No volvería a pasar por esto otra vez.
Charles Simic
Una noche, en Nueva York, había mucho calor y humedad en la librería donde estaba leyendo mis poemas. Estaba empapado en sudor, los pantalones se me resbalaban y tenía que estar constantemente subiéndolos con una mano mientras sostenía el libro con la otra. Un individuo me dijo después que estaba hechizado. Él y sus acompañantes estaban seguros de que en cualquier momento iba a dejarlos caer. En otra ocasión, en Monterey, California, estaba leyendo en un auditorio casi vacío de la universidad local mientras en el auditorio adjunto exhibían King Kong a un público multitudinario. En cierto momento, durante la lectura de uno de mis poemas más intensos, pude oír al mono gigante gruñir a mis espaldas como si estuviera a punto de estrangularme. En los sesenta, en algún centro juvenil de algún miserable pueblo de Long Island, fui puesto en el programa entre un mago y un individuo que leía la mente y nadie le dijo al público de punks locales quién era y qué se suponía que iba a hacer yo ahí. Recuerdo su aturdida expresión mientras leía mi primer poema. En Detroit, un niño estuvo berreando mientras yo leía y luego un perro faldero que alguien había logrado introducir comenzó a aullar. En Geneva, Nueva York, estaba tan borracho que exigí que todas las luces se apagaran excepto la de mi lámpara, y luego procedí a leer durante dos horas, algunos poemas dos veces, me dijeron al otro día. En los setenta, después de leer mi poema “Senos,” en Oberlin, Ohio, una docena de mujeres salieron una tras otra, todas azotando la puerta. En una preparatoria en Medford, Oregon, fui presentado como el mundialmente famoso escritor de novelas de misterio, Bernard Zimic. En San José, perdí al tipo que se suponía que estaba yo siguiendo en mi carro a la hora pico y caí en la cuenta de que no tenía la menor idea de dónde iba a ser la lectura. Seguí adelante, con la creencia de que él se daría cuenta de que yo no iba detrás de él y se pararía a un lado del camino. Pasé por todas las salidas de la ciudad y luego las salidas de los suburbios y luego me dije: al diablo con él, regreso a mi casa en San Francisco. Como tenía que deshacer todo el camino, decidí sin pensarlo tomar una de las salidas y preguntar, sólo que no había nadie a quién preguntar a las ocho de la noche en un vecindario de casas pequeñas de departamentos y tres hileras de calles. Después de dar algunas vueltas, vi a un anciano chino caminando solo. Detuve el carro y le pregunté, consciente de lo ridículo que resultaba, si de casualidad sabía donde habría una lectura de poesía. Sí, dijo, en la iglesia a la vuelta de la esquina. En Aurora, Nueva York, en el bello lago Geneva, hice la lectura más breve de mi vida. Duró exactamente 28 minutos, cuando el público y los organizadores esperaban una hora completa. Tenía un pretexto excelente, sin embargo. Apretuje la lectura entre el primer cuarto y el cuarto final de un juego de play off de la NBA y volví corriendo a mi hotel, rebasando a un par de señoras que querían que les autografiara sus libros. En Ohrid, Macedonia, leí frente a un micrófono muerto a un público de miles, el cual no me hubiera entendido aunque me hubiera escuchado, pero de todos modos aplaudía después de cada poema. Ahora, le pregunto, ¿qué más puedo esperar de la vida?