Fábulas y fabulaciones

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En el fondo de la mar

suspiraba un surubí,

y en el suspiro decía:

“¿Qué estaré haciendo yo aquí?”

 

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¿Puede Dios crear una piedra que él mismo no puede levantar? Si no puede, no es omnipotente; si puede, entonces es dable concebir algo que no puede hacer (levantar la piedra) y tampoco es omnipotente. Solución: puede, pero no quiere. Gershom Scholem nos recuerda que para Luria el mundo no empieza de la nada sino de una limitación de Dios: solo en la medida en que este se retira sobre sí mismo se crea el espacio para que exista algo más que él.

Ahora bien, esta decisión de hacer algo, o de retirarse un tanto a fin de permitir que algo fuera de Él exista, ¿es realmente una decisión? Para serlo, sería necesario que Él dispusiera de la capacidad opuesta, la de no hacer nada: de hecho, se supone que estaba completo en Sí Mismo antes de crear el mundo. ¿O no? ¿Hay acaso una ausencia, una ansiedad, que lo llevan a hacer, a hacer incluso cuando no sabe qué ni cómo ni porqué? En ese caso, no estaríamos ante una voluntad, sino ante una especie de compulsión: no puede no hacer el Mundo. Otra vez, como en el caso de la piedra antes mencionada, es posible una hipótesis diversa: la de que sí pudo no haber hecho nada, pero se le dio la gana de hacerlo. Si así fuera, subsiste la pregunta: ¿por qué, para qué?

Una teoría muy difundida dice que hizo el mundo para que el mundo Lo celebre. Esta teoría debemos descartarla; esta sí es una mayúscula herejía, que supondría en el Creador una infatuación tan grandiosa como estúpida. Casi prefiero pensar que se aburría. O tal vez simplemente quiso darnos la ocasión de pensar en Él. Esto es mucho menos tosco que lo de buscar celebrantes. Pongámoslo así: creando el Mundo nos creó a nosotros; si no lo hubiera hecho, no estaríamos aquí rompiéndonos la cabeza con estos asuntos. ¿Es parecido al “Cogito ergo sum” de Descartes? Sí, con una variante: Cogito, ergo Est.

 

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El espacio es curvo, exclamó Barrabás,

un astrónomo culto, atrevido y sagaz.

Su anteojo era tan fuerte

que hasta tuvo la suerte

de verse las orejas del lado de atrás.

 

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Isaac Asimov hace notar que pasados mil años nuestra basura, testimonio de una civilización para entonces extinta, se volverá preciosa. Parece que algunos literatos llevan mal la cuenta del tiempo, y piensan que la basura que escriben es preciosa a los tres días de producida. O sea, apenas empieza a heder.

 

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Consecuencia quería aprender a volar. Preparó entonces una pequeña mochila, un bastón resistente y emprendió viaje, preguntando en cada pueblo si alguien podía enseñarle el secreto del vuelo. La gente se reía de Consecuencia de un modo descarado, pero a él no le importaba. Finalmente recaló en lo de un campesino rico y mañoso que se llamaba Causa, quien, en lugar de reírse, pensó para sí: “Este estúpido me puede servir para algo”.

Eso pensó, pero lo que dijo fue:

— Si me sirves fielmente durante diez años, al cabo de ese tiempo te enseñaré a volar.

Consecuencia aceptó el trato. Dobló cuidadosamente su traje de seda, se puso ropas de faena, y a partir de entonces trabajó infatigablemente para Causa sin reclamar nada a cambio. La mañana en que se cumplieron los diez años volvió a ponerse su traje de seda, se presentó ante Causa y le dijo:

— Maestro, he cumplido mi parte del trato, ahora cumple la tuya: enséñame a volar.

Causa, que se había olvidado totalmente del asunto del vuelo, respondió:

— Deberás servirme cinco años más.

Consecuencia así lo hizo. Durante cinco años más acarreó leña, preparó el fuego, trilló y segó, sin recibir a cambio más que un poco de arroz y un pobre lecho; al cabo, se puso su traje, se presentó ante Causa y le dijo:

— Maestro, he cumplido mi parte del trato, ahora cumple la tuya: enséñame a volar.

Causa, que no volaba y mal podía enseñar a volar a nadie, tuvo miedo de que Consecuencia se enfureciera y lo matara. De modo que le dijo:

— ¿Ves ese árbol alto en el jardín? Ve y trépate a él.

Consecuencia se trepó al árbol.

— ¡Más alto, más alto! —ordenó Causa.

Consecuencia trepó más alto. Ya casi no se lo veía, ahí arriba.

— Cuélgate de la rama más alta.

Consecuencia se aferró con las dos manos de la rama más alta.

— Suelta una mano— dijo Causa.

Consecuencia la soltó.

— Ahora suelta la otra— dijo Causa.

Consecuencia soltó la otra mano. Por un instante quedó suspendido en el aire, luego se elevó un poco más, por encima de la copa, saludó a Causa inclinándose profundamente y salió volando.

Esta fabulita oriental sugiere que las consecuencias, por fortuna para ellas y para la marcha general del Universo, no dependen demasiado de las causas.

 

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Y maese Roberto Appratto terminó así su discurso: “Si lo que estoy diciendo es cierto, están ustedes absolutamente perdidos”. Lo cual es manera contundente de terminar una disertación.