En los años setenta, época en la que el mundo del libro en México estuvo a punto de volverse una tierra baldía, páramo ya sin posibilidad alguna de reverdecer, en el terreno de la crítica algo sobrevivió en la actividad de los suplementos y revistas, en una generación que se organizó en torno a “La cultura en México”, suplemento de Siempre¡, México en la cultura, aunque con el tiempo, la mayoría de los escritores abandonarían el sistema solar-literario de aquellos años para vivir como cometas nómadas o planetas solitarios. Entre los nombres de aquellos nuevos críticos post 68 destacaba el de Adolfo Castañón, por su amplitud de registros, por su personal estilo y por su constante actividad. Había nacido en 1952, y en las tres décadas finales del siglo acumularía una enorme cantidad de cuartillas y una gran actividad como editor, traductor y divulgador. Lo lógico es que con el tiempo todo ese trabajo se decantara en libros. Lo que no era previsible es la manera en que se articuló en torno a la forma del libro casi –a la manera de su admirado Alfonso Reyes– como si se tratara de un vehículo periódico de comunicación con el lector. Tal vez uno de los elementos importantes a subrayar en la inserción de Adolfo en su generación es su constante respeto a ese sistema jerárquico que protagonizaron figuras tutelares, como Fernando Benítez y Octavio Paz, así como el más joven Carlos Monsiváis, lo cual no ocurrió con sus compañeros de aventura.
Decir que Castañón es un hombre de libros es descubrir lo evidente: buena parte de esas tres décadas mencionadas antes él las ha pasado como trabajador del Fondo de Cultura Económica, y su vinculación al mundo de la lectura ha sido permanente a través del ya mencionado suplemento “La cultura en México”, y en revistas como Vuelta o La gaceta del FCE. Por eso no es extraño que su relación con el libro como vehículo de comunicación personal sea bastante heterodoxo y responda casi a una condición biológica, en la que se mezclan ediciones con sellos efímeros, libros en editoriales independientes, universitarias, otros en casas más importantes, con un número fluctuante de páginas –desde brevedades exquisitas hasta tomos de quinientas páginas– en distintos géneros y tonos: ensayo, poesía, crónica, monografías, cuentos, recetarios de cocina, homenajes. Calificarlo de escritor versátil además de ser simple es también una equivocación: es un escritor que necesita la escritura, está inoculado -sin que esto sea un demérito- por la grafomanía, el mundo sólo se entiende (tiene realidad) escrito.
Por lo tanto hay que leer a Castañón en un doble movimiento, el del dispositivo del libro –una significación por multiplicación tanto vertical como horizontal– como el de la práctica de un género. Empecemos por la poesía –por algo hay que empezar– ya que él es más conocido como crítico. Hace unos cinco años publicó La otra mano del tañedor, en donde se revelaba como un poeta en toda la forma –una década antes había publicado El reyezuelo, extraño texto epigramático– jungueriano pero parecía más un divertimento lírico de un crítico que la obra de un poeta. En cambio el siguiente volumen, amparado bajo el palio de Auden, no es poesía de crítico sino poesía de poeta.
Con una soltura extraña en el verso para quien no la ha practicado, al menos públicamente, con cierta constancia, La otra mano del tañedor apuntan a un sentido poco atendido por la lírica: el existencial en un registro distinto del de la poesía testimonial, civil y política de los años anteriores. Es el impulso vital el que lleva al verso, no la elección genérica, ya que se escribe un poema porque no se podía escribir aquello de ninguna otra manera, aunque parezca tan sencillo para la prosa. Pero no debe entenderse esto como una glamourización del verso, sino al contrario, como una incorporación de esa forma al lenguaje convencional, a lo inmediato expresivo, como si tuviera en mente un mundo en el que pudiéramos conversar indistintamente en prosa o en verso según el humor de los contertulios.
El libro de versos está pensado entonces como un álbum, o mejor aún como un libro de horas en el sentido rilkeano, en donde se mezclan la anotación al paso, la elaboración de un retrato y la descripción de un determinado momento o experiencia que no se puede describir en prosa. Así su campo de acción es la descripción en verso que implica, a pesar de su desmitificación, un contenido de misterio implícito en la elección de la forma, y que va en busca de la transparencia.
Recapitulemos: es una figura extraña en el medio intelectual y literario mexicano, representante de la joven crítica literaria en los años setentas, sin su beligerancia ni politización, es ahora un connotado editor y escritor con una veintena de libros publicados y un amplio registro genérico al que sólo le falta la novela. Sin embargo ni lo activo y persistente de su labor como editor y periodista literario, ni su permanente confrontación con su propia generación lo ha vuelto una figura cómoda, ya que es rechazado con la misma pasión con que se le celebra. Es evidente que él asume su trabajo de escritor como una condición acumulativa, de la que es paradigma su admirado Alfonso Reyes, a quien ha dedicado un brillante ensayo, Alfonso Reyes, caballero de la voz errante, por lo que su obra no se articula alrededor de algún texto-eje, sino que procede por un continuo sentido del homenaje.
A través de él hablan los grandes escritores, las voces mayores, pero también los matices y el murmullo. Castañón sería un hombre-libro, a la manera tanto de Canetti como de Steiner (a este último también le ha dedicado recientemente un esclarecedor ensayo). Pero ese hombre-libro empieza por ser hombre, persona entre otras personas, y a la admiración al texto se suma la admiración a la persona. Uno de sus mejores ensayos es precisamente una reflexión sobre el amor filial y el libro, con motivo de la donación de la biblioteca de su padre, historiador y jurista, a la UNAM. La literatura es entonces un tejido de admiraciones, como la vida, y para él son conceptos sinónimos. Por eso es lógico que a la muerte de uno de sus maestros y amigos, el poeta Octavio Paz, más que escribir un ensayo o una nota necrológica, escriba un responso fúnebre, género que tiene en español una gran tradición, desde las coplas de Jorge Manrique hasta la “Elegía para la muerte de Ramón Sije” de Miguel Hernández.
Si ante la muerte la única verdad es el silencio el poeta erige un silencio que se oye, una palabra con y contra la muerte. Esto tiene al menos dos sentidos: uno, escuchar la voz del que se fue en la del que queda; y otro, no menos importante, oír nuestra voz que se va con el que muere. En ambos casos es el tono dolorido lo que se escucha, incluso si se parte de una creencia religiosa en el más allá o en el reencuentro o en la reencarnación. Dicho de otra manera: es un adiós. Que el adiós sea en un poema es, en todo caso, revelador de una intención, más notoria en alguien cuya práctica lírica no es una constante. Sin embargo, el escritor Castañón nunca ha dejado de tener presente la poesía en aquello que escribe, lo que ocurre es un grito prolongado en el sentido que requiere otro contexto de la escritura, otro tiempo.
Ese tiempo depende de la persona: Castañón estuvo ligado desde muy pronto, en aquellos primeros setentas, a la lectura y amistad con Octavio Paz, participó como escritor en la revista Vuelta prácticamente desde el principio y hasta el final, en la editorial del mismo nombre publicó dos gruesos volúmenes, entre ellos su Arbitrario de literatura mexicana, uno de los mejores balances de la literatura mexicana en la segunda mitad del siglo y un notable retrato generacional. Sobre Paz escribió en distintas ocasiones y vivió como un familiar la lenta agonía del poeta víctima de la enfermedad. A su muerte tuvo que aprender a hablar de nuevo, pero ya no desde el desconocimiento del lenguaje sino desde la afasia que provoca en él el dolor.
Es por eso que se hacía necesario un retrato del autor de Tránsito de Octavio Paz / Recuerdos de Coyoacán. La tensión que recorre los dos poemas narrativos de Castañón dedicados respectivamente a Marie-José y a Octavio Paz se debe a la ambivalencia de la literatura: protestar ante lo inevitable de la muerte con la conciencia de que es la protesta lo que la hace posible como contenido espiritual; sin el lenguaje la muerte sería sólo un hecho biológico, mejor dicho: químico. No importa incluso que se trate de un lamento anticipado –en cierta forma siempre lo es– ni de una celebración de una vida plena, como en el caso de la del autor de Piedra de sol. De hecho se trata de un ceremonial que tiene algo de necesario para el que está vivo, es decir, quien escribe y hace evidentes sus referencias en la misma medida que son personales, pero no secretas. A diferencia de los grandes poemas biográficos de Paz, a los que se remite, como “Nocturno de San Ildefonso” y Pasado en claro, aquí el autor viaja con sus lecturas, con sus admiraciones, con sus amigos, tiene una perspectiva coral que más que mirar hacia el pasado les devuelve un lugar en el futuro, una manera de mirar el porvenir. En ellos el verso busca una llaneza que proviene del sentido que transita en la caminata, todo recuerdo es un paseo. Hay que agregar que, además, como la mirada es –ya se dijo– prospectiva, no hay violencia irónica, como la que hay en poetas como Jaime Gil de Biedma o Gabriel Ferrater, ni una forma como desafío. Tal vez a lo que recuerda más es a la Oración del nueve de febrero de Reyes.
Conmueve la difícil posición del responso, religioso en su esencia, pero sin justificación religiosa alguna, sin paliativos. Castañón pertenece a un tipo de poetas en busca de fe, pero ya sin posibilidad real de ella. Y allí está el problema de la cercanía, de la muerte del prójimo en tanto próximo, no sólo físico sino espiritual. Me parece sintomático que en varias ocasiones el verso leitmotiv de Recuerdos, «yo no sé si fui feliz», lo leyera como «yo no sé si fue feliz», en donde el fue por el fui implica una duda ya no sobre uno mismo sino sobre el otro, pero también sobre la felicidad misma, en donde las máximas elementales de la filosofía se transforman, del ser no se puede decir ya que es sino que ha sido y que en un sentido –pero ¿cuál?– no ha dejado de ser. A eso es a lo que nos responde la escritura, pero no –quiero creer que no– como un placebo de la esperanza y de la catarsis.
Si bien en Tránsito de Octavio Paz/ recuerdos de Coyoacán Adolfo hace muchísimas referencias a otros escritores, me voy a centrar en el sentido del responso: Octavio Paz. Es su agonía y su muerte la que convoca la escritura a la página. El sentido primero es obvio, la catarsis frente al dolor de su fallecimiento. Muere a la vez el amigo, el maestro, el poeta, el autor de libros fundamentales en su (nuestra) formación, pero no muere del todo en cuanto existe su escritura a la cual recurrimos una y otra vez para reconocernos e identificarnos como parte de una comunidad, en el idioma, en el arte, en la geografía. Castañón se pregunta quién le avisará a sus poemas que ha muerto el escritor, cómo decírselos, con la misma dificultad –piensa uno– que se tiene al comunicarle a un hijo que ha muerto su padre, pero es que precisamente para el poema el poeta no ha muerto. En ese sentido el texto es un desahogo, un llanto, un duelo.
Responso o lamento, o mejor elegía, presupone que la poesía sirve para hablar frente y contra a la muerte (la posición no es la misma: Tránsito de Octavio Paz está escrito frente mientras que Recuerdos de Coyoacán contra). Leer es parte sustancial de ese estar frente o contra, ya que es allí donde mejor se escenifica el diálogo con los muertos: mientras te lea no me alcanzará la muerte, ni a ti tampoco. Me parece que en la lectura de ambos poemas hay algo evidente: a Castañón le costó mucho escribirlos, pero no podía dejar de hacerlo. Son textos de dolorosa y estremecida circunstancia, en la que el poeta cuida su forma, hace alarde incluso de su oficio, con plena conciencia de que busca algo transparente, fluido. No hay ninguna opacidad en el texto, sino guiños al lector al que presupone otro contertulio, y al que invita a participar en ese caminar por las páginas y la vida.
No deja de ser curioso que en la enorme cantidad de páginas que se escribieron a la muerte del poeta Castañón haya elegido una manera tan personal, ya que es la más difícil en la inmediatez de esa circunstancia, y la que más se presta a ser mal leída. Pero, insisto, hay algo de inevitable en su escritura, y si reflexionó verso a verso, palabra a palabra y sílaba a sílaba, también –paradójicamente– no se detuvo a pensar en nada sino en escribir el poema. En su devenir el texto mezcla tiempos, es presente y es memoria, es recuerdo y es futuro.
Quiero hacer una última mención al libro y a la estrategia mencionada al principio: ambos textos han tenido ya varias ediciones, en distintos lugares e incluso en distintos idiomas. Me parece que Castañón busca que su efecto catártico sea mayor al provocar una honda expansiva del poema, y que exhibe y multiplica su tristeza como una manera de curar. Cuando ya se sabía que el fin de la vida de Octavio Paz estaba cerca un tema de conversación entre escritores era la necesidad que algunos sintieron –y pocos cumplieron- de escribir sobre él antes de su muerte. Muchos, la mayoría, perdió el impulso cuando el antes se transformó en después. Si Castañón escribió desde el después es porque el antes se sustrajo al devenir, dejo de referirse al tiempo y se transformó en connotación de un espacio, al que sí se puede volver, de la misma manera que se “vuelve” a los paisajes de la infancia. Escribir es, entonces, conservar la inocencia, aquella en que la muerte no es aún posible.
Recuerdos de Coyoacán, Adolfo Castañón, Colección Ditoria, 1997
Tránsito de Octavio Paz (1914-1998), Adolfo Castañón, Secretaría de Cultura del Estado de Puebla, 1999.
Tránsito de Octavio Paz (1914-1998), seguido de Recuerdos de Coyoacán, Adolfo Castañón, prólogo de Soledad Álvarez, Ediciones Ferilibro, República Dominicana, 1999.
The passing of Octavio Paz (1914-1998), Adolfo Castañón, edición bilingüe, traducción de Beatriz Séller, Mosaic Press, Canadá, 2000.