Traducción de Fabián Almada
Un historiador educado en la vieja escuela de las notas a pie de página se siente pasmado por el creciente número de libros eruditos que no tienen notas en absoluto, y que incluso se enorgullezcan de su carencia de notas. Como todas las deficiencias, ésta comenzó en una pendiente resbaladiza: la relegación de las notas al final del libro, la conversión de las notas a pie de página en notas finales. Y como todas las deficiencias, ésta tiene un venerable precedente.
Fue en 1755, en su Discurso sobre los orígenes y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (conocido familiarmente como Segundo Discurso) que Jean-Jacques Rousseau agregó al prefacio una “Advertencia sobre las notas”
Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajar a ratos perdidos, he añadido algunas notas a esta obra. Estas notas se apartan bastante del asunto algunas veces, por lo cual no son a propósito para ser leídas al mismo tiempo que el texto. Por esta razón las he relegado al final del Discurso, en el cual he procurado seguir del mejor modo posible el camino más recto. Quienes tengan el valor de empezar por segunda vez la lectura pueden entretenerse en distraer su atención hacia las notas, intentando una ojeada sobre ellas. En cuanto a los demás poco se perdería si no las leyesen. (Trad. de Ángel Pumarega).
Las notas de Rosseau han intrigado a estudiosos que encuentran en ellas significados ocultos no disponibles en el texto, e interpretan la “Advertencia” misma, que profesa el menosprecio de las notas, como una invitación a leerlas con mayor seriedad y cuidado. (Un editor ha añadido una nota a esta nota señalando que Rousseau en otra parte insiste en que su libro tiene que ser leído por lo menos dos veces, lo que implica que las notas en este libro también deben leerse.) Un lector más literal, sin embargo, puede tomar la instrucción de Rousseau en sentido literal, como una justificación de la ahora práctica común de colocar las notas (cuando se trata todavía de notas) al final del libro.
En defensa de Rousseau, debe decirse que sus notas son discursivas y reflexivas antes que bibliográficas o probatorias. Si tiene una estrategia esotérica, diciendo una cosa en el texto y otra en las notas, ese es un privilegió del filósofo. Es también privilegio del filósofo, al ser un pensador más que un académico, basarse en “fuentes” interiores que no son fácilmente verificables antes que en “fuentes” externas que si lo son-. Pero los historiadores no pueden exigir esa dispensa –o cuando menos no la tenían hasta recientemente.
En todo caso, con su destierro a la parte última del libro, las notas han perdido su honorable estatus como notas a pie de página y asumido la humillante posición de notas finales. Las casas editoras instigaron esta práctica primariamente como una medida económica para reducir el costo de la tipografía. Con los nuevos procesos mecánicos y computarizados esto ya no es motivo de consideración. Pero la práctica ha sido perpetuada por razones comerciales para hacer que los libros eruditos parezcan más accesibles y, por ello, más vendibles. Y los autores han accedido con la esperanza de atraer lectores inocentes al ocultar la parafernalia académica.
De hecho, los libros eruditos lejos de hacerse más legibles lo son menos. Los lectores no académicos han aprendido a ignorar los superíndices y las notas al pie en letra pequeña en la parte inferior de la página. Y los académicos, que gustan de las notas a pie de página (algunos prefieren las notas al texto) y continúan siendo la mayoría de los lectores, son infelizmente frustrados. En vez de dejar caer la vista al pie de la página para encontrar la fuente de una cita (y, si tienen suerte, un acerbo comentario del autor) y retornar al texto sin perder el ritmo, son ahora obligados a ir a la parte última del libro, interrumpiendo así su lectura del texto y perdiendo el lugar. De hecho, pierden el lugar dos veces, pues para localizar la nota al final tienen que volver atrás para localizar el capítulo que los guie a la parte del libro que contienen las notas de ese capítulo. Incluso en aquellas raras ocasiones en las que el impresor ha cuidadosamente proporcionado encabezados en las notas finales con las correspondientes páginas del texto, se necesitan dos marcadores, uno para señalar nuestro lugar de lectura y otro la parte final del libro.
La incomodidad física del lector es el menor de los males que resultan del desplazamiento de las notas a pie de página. Más serio es el desmoralizador efecto en el autor. Éste se presenta al inicio con una actitud caballerosa hacia la forma de citar. Con las notas relegadas a la oscuridad, el autor encuentra la oportunidad de ser negligente en la adecuada conformación de la información vital: autor (apellido primero), título del libro en cursivas, el artículo entre comillas), el nombre del editor o traductor (en caso de ser necesario), editorial, lugar y fecha de publicación, número de volumen, número de página (en números arábigos).
Éste, sin embargo, es sólo el inicio de la resbaladiza pendiente, pues la indiferencia a la forma inevitablemente engendra indiferencia al contenido. Después de violar la etiqueta de la secuencia, puntuación, y cosas por el estilo, el autor se ve tentado a ser descuidado en detalles como la exactitud y la relevancia. Es más fácil proporcionar una cita inadecuada o incompleta al final del libro que al pie de la página, o presumir su erudición (o ocultar su ignorancia) citando una docena de fuentes en vez de la única pertinente. Y a partir de esos pecadillos uno puede pronto incurrir en el desdén de cualquier clase de notas y prescindir de ellas por completo.
La gravedad de esta situación puede ser apreciada por completo sólo por los sobrevivientes de la más rigurosa escuela de citadores a pie de página: Universidad de Chicago, PH. D. de la cosecha de los años 1940 a los 60. Veteranos doctores de otras universidades, al evocar sus estudios de doctorado tienden a sentirse obsesionados con los exámenes orales, recordando fielmente y contando, con trémula voz, las crueles e inusuales preguntas planteadas a ellos por sus sinodales. Para los graduados de la Universidad de Chicago, estas traumáticas reminiscencias están eclipsadas por un formidable personaje: Kate L. Turabian.
Miss Turabian (incluso los más irreverentes de nosotros jamás se referían a ella como Turabian, aun menos como Kate) no ocupaba ningún puesto profesoral, pero tenía la única y poderosa posición de “Secretaria de Tesis”. Fuera de la universidad ella es recordada como la autora del más reimpreso (y corregido) manual para tesis, revistas especializadas, y libros con pretensión de reputación académica. Fue su manual el que estableció doctas e inviolables reglas como la de que el nombre del autor en una nota a pie de página debe preceder a su apellido, mientras que en la bibliografía debe ser al contrario; o que el título del libro debe escribirse en cursivas mientras que el título de un artículo o un libro no publicado entre comillas, jamás subrayado o en cursivas; o que la cita de dos o más frases y cuatro o más líneas debe tener sangría e interlineado sencillo, mientras que la cita de una frase de menos de cuatro líneas o una cita de dos o más frases menores a cuatro líneas no debe sangrarse ni aparecer en interlineado sencillo.
En el mundo editorial en general, esas reglas fueron consideradas como un asunto de conveniencia y convención. En la Universidad de Chicago, donde Miss Turabian personalmente las aplicaba e implacablemente rechazaba cualquier tesis que se desviara de ellas, eran un asunto de la mayor exigencia. Adquirieron, de hecho, casi una mística. Un cínico podría considerarlas triviales y voluntarias, ritos de iniciación a la academia de los alumnos avanzados, derechos pagados al gremio a cambio de los privilegios y prebendas de un profesorado. Para los auténticos creyentes eran artículos de fe que uno suscribía para entrar a una honorable y exigente profesión. Algunos de estos artículos podrían parecer arbitrarios; incluso un anglicano devoto podría resistirse a algunos de los Treinta y nueve Artículos, o el piadoso judío a alguno de los 613 mandamientos de su fe* –los cuales eran como el número de reglas de la hoja de estilo de Miss Turabaian. Pero el canon como un todo tenía la calidad y autoridad de un convenio. O, más bien, establecía dos convenios: el primero entre los estudiosos mismos, miembros de la clerecía, vinculados a un credo común; el segundo entre los clérigos y los laicos, los autores y sus lectores, servía como un compromiso de ortodoxia y rectitud.
Para aquellos con un giro mental menos religioso, las reglas que gobernaban las notas a pie de página (pues de que debe haber notas a pie de página no se cuestiona) eran una garantía, si no de rectitud si de responsabilidad. Y lo siguen siendo para el historiador tradicional. Tienen la intensión de permitir al lector revisar las fuentes del autor, las citas, las inferencias y generalizaciones. Esa es la razón de las reglas que de otro modo podrían parecer arbitrarias. Al preceptuar con exactitud la forma y secuencia de la cita, permite que el lector no sólo la localice y compruebe con mayor facilidad sino también alienta al autor a ser más meticuloso al presentarla y más responsable al deducir conclusiones de ella. Es por ello que una bibliografía anotada no es un sustituto de las notas a pie de página; puede atestiguar la erudición del autor pero no proporciona los medios para verificarla. También por ello es que las notas finales son menos satisfactorias que las notas a pie de página; alejadas del texto, las citas se prestan a ser menos precisas y menos pertinentes.
Incluso el más celoso de los partidarios de las notas a pie de página concedería que la nota a pie de página es sólo una garantía parcial de responsabilidad e integridad. Hacen posible determinar si una cita ha sido transcrita con exactitud y si la fuente contiene los hechos que se le atribuyen, pero no si la cita o la fuente es precisa, adecuada o relevante. Permiten con mayor facilidad, sin embargo, que un lector diligente juzgue la exactitud de la cita, su idoneidad y relevancia. Y hace más difícil a los autores (no imposible, los autores son notablemente ingeniosos y no notablemente escrupulosos) distorsionar la fuente o desviarse demasiado de ella. Si las notas a pie de página no introducen el temor a Dios en los estudiosos, podrían por lo menos hacerlos temerosos de colegas tan desconsiderados y desconfiados como para verificar sus citas y leer sus fuentes.
La explicación ofrecida por los historiadores que deciden prescindir de las notas (tanto de las notas al pie como de las finales) son variadas. Algunos no lo mencionan, presumiblemente bajo el principio de que un caballero (o un estudioso) nunca se explica ni pide disculpas. Otros lo justifican, disculpándose más o menos. Varios invocan la figura del “lector común” que no quiere o necesita notas y sólo puede verse distraído por ellas. Es extraño encontrar esta explicación ofrecida en el caso de una larga e inmensamente detallada biografía de Federico el Grande {Asprey}, o una historia social de la Inglaterra Victoriana repleta de hechos y personajes –y más extraño encontrar al erudito autor hablar burlonamente de los documentos como “un desfile de atribuciones, exégesis, y títulos que algunos lectores podrían encontrar irritantes y superfluos.” {Thompson} En beneficio del “lector común,” Michael Holroyd omite las notas en su biografía de George Bernard Shaw en tres volúmenes; y para el estudioso las proporciona en un volumen separado después de la conclusión de toda la obra –en cuyo momento, años después, el lector de los primeros volúmenes podrá presumiblemente regresar y buscar las referencias. Daniel Boorstin ha ideado un depósito aún más inaccesible para las notas a pie de página: un manuscrito anotado depositado en la Biblioteca del Congreso. Uno podría creer que cualquier lector de libros de temas de esa longitud no sería distraído por notas discretamente colocadas al final del libro –y más discretamente, como a menudo es el caso hoy, sin la presencia de los super índices.
Algunos autores se las ingenian para inflar el carácter académico de sus trabajos mientras justifican la ausencia de material erudito. Uno explica que sus fuentes son tan vastas que citar todos ellas es “impráctico”; otro que sus fuentes son en su mayoría en lenguas extranjeras y de lugares que resultan remotas y recónditas para los lectores de los Estados Unidos. Incluso otros desprecian las convenciones académicas mientras profesan un muy elevado sentido de la vocación histórica –y un más elevado sentido de ellos mismos como estudiosos más allá del reproche y de la necesidad de ganarse sus credenciales mediante insignificantes medios como la indicación de sus fuentes, Arno Mayer, después de haber escrito un libro muy controvertido y totalmente indocumentado sobre el Holocausto, le dijo a un entrevistador que las notas eran “un fetiche que a menudo interfiere con la compresión y reflexión meticulosa.” A otro historiador revisionista, William Appleman Williams, las notas a pie de página y las bibliografías le parecen un mal chiste para un libro de “esta naturaleza,” porque la fuente de cualquier cita carece de significado excepto en relación con todos los demás documentos y el “proceso de reflexión del autor.” Si el lector confía en el autor porque identifica la fuente de sus citas, Williams no ve ninguna razón para que el lector desconfié de él porque no lo hace. La “Historia,” concluye con altanería, no es simplemente el total aritmético de las notas a pie de página.” Este argumento, de que el historiador no necesita ponerse a prueba ante el lector, adopta un significado especial en el contexto del “multiculturalismo.” Los coautores de un libro sobre los nativos americanos encuentran la idea misma de las notas a pie de página denigrante: “Es nuestra cultura e historia y no tenemos que probar nada a nadie con notas a pie de página.”
Hasta ahora, la mayoría de los historiadores han resistido estas ostensiblemente magnánimas y egoístas razones para ahorrarse las notas. Pueden mostrar su obediencia a los ídolos del mercado, transigiendo con las notas más que con las notas a pie de página, apartándose del estricto régimen de Miss Turbian. Pero observan los principios y prácticas de la corroboración, tanto por respeto a sus lectores como a las convenciones de su oficio.
Dios, se dice, está en los detalles. (Una versión corrupta, que yo rechazo ardientemente, sostiene que el diablo está en los detalles.) Espero que no sea un sacrilegio sugerir que la erudición también reside en los detalles. La nota al pie de página puede parecer el menor de los detalles en un libro de historia. Pero sostiene una gran carga de responsabilidad al atestiguar la validez del trabajo, la integridad (y humildad) del historiador, y la dignidad de la disciplina.
*De acuerdo con Miss Turabian, los números con menos de tres dígitos deben escribirse con letra, mientras que aquellos con tres dígitos o más deben aparecer como arábigos, excepto cuando los números pequeños están muy próximos a los largos, en cuyo caso ambos se escriben como números arábigos. (Por ningún motivo una frase puede empezar con un número.) En este caso Treinta y nueve Artículos es un nombre y no un simple número, así que se exceptúa de la regla.
Siendo estrictos la colocación de esta nota a mitad de una frase es impropia. En este ejemplo, la desviación de la norma me parece justificada (aunque nunca me hubiera tomada esas libertades en los viejos días).