Verso Bajo 18

2002
Fotografía de Naomi Tamar


Rechazo de la verdad

Cuando la lengua de una escritura no es la misma que la usada diariamente por quien escribe, estamos en presencia de un falsear. Ahora bien, me he cruzado con escrituras que me han hecho pensar que, si quien escribe utiliza la misma lengua en su vida diaria, su presencia cercana no será de mi preferencia, mucho menos de mi agrado.

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Nueva frontera

Me faltaba poco para terminar la novela pero era casi la medianoche y los ojos se me cerraban contra mi voluntad. “La termino mañana”, pensé, “un día más no le va a hacer mucha diferencia.” A las tres de la madrugada un ladrón entró a casa y me mató.

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Barrocamente y no

Me resulta contradictorio suponer que el barroco proviene de la superabundancia de adjetivos y adverbios; de la dicha abundancia proviene la maraña, la congestión, la parálisis. Quien ofrece una escritura que disloca la lectura necesita un compás de espera hasta validar si lo suyo es la intensidad o la estrategia del que simula para confundir; o, también, que, confundido, no se detiene a revisar su paso. El barroco merece un respeto que no cae de maduro. Una copa de agua fresca.

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Temperatura de velocidad

Era temprano y estaba leyendo en el balcón desde donde puedo ver el mar; a mi izquierda, sobre una servilleta de papel, una medialuna y una taza de leche. Al rato, llegó Marta con las cosas del mate.

—Uy… hace frío —dijo—. ¿No tenés frío?

Le respondí que no, que estaba bien.

Ella no sabe, claro, que, cuando me da frío, empiezo a leer más rápido y se me pasa.

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Golpecitos en la memoria

Uno tras otro agregaban su comentario debajo de la nota que contenía las declaraciones de fiscales y damnificados relacionados con la muerte de un funcionario importante; algunos aseguraban que se trataba de un crimen, otros que no; cada quien seguía la zanahoria o el diamante muy seguro de su posición. Terminé de leer todos los comentarios y de inmediato supe que tenía que leerlos de nuevo; había un aire familiar en aquellas palabras, en la forma como se iban componiendo unas tras otras, para enlazar unas intervenciones tras otras. Cuando iba por la mitad de la segunda lectura, se me apareció, de entre las letras, el nombre de Cortázar (a cuyas historias había estado regresando justo en esos días). Y, de inmediato, el nombre de uno de sus cuentos, “Las ménades”… Sí; aquello era exacto. Y no tuve necesidad de leer más.

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Debates inútiles

Estaba leyendo “The Great Gatsby” cuando, al dar vuelta la página, me encontré con que la esquina superior de la 45 estaba plegada, era un pedacito de la punta, un triángulo bien pequeño, y no lo podía enganchar con la uña, así que, con la ayuda del señalador, lo levanté, lo plegué un poco hacia el otro lado y, luego de planchar la esquina un poco entre los dedos, la dejé derecha aun cuando con la marca del doblez; lo tuve que hacer con mucho cuidado porque es una edición de enero de 1946 y las hojas están no sólo amarillentas sino quebradizas. Estaba en esto que te acabo de relatar cuando, sin motivo alguno, me vino a la cabeza el malestar que me producen la gente que no pierde oportunidad para armar una discusión por lo que fuere, como si la misión de las personas fuera debatir, como si la vida, de cabo a rabo, fuera un debate, para algunos más corto que para otros, o más feliz. En lo personal, estoy cansado de andar explicando esto y aquello, mucho más cuando se trata de señalarle a quien fuere que anda cabalgando en el caballo equivocado o, para el caso, el burro —puesto que cabe mejor al paisaje. Aun así, pareciera que hay una consigna que el cosmos graba a fuego en la mayoría de las almas que me eligen como blanco, la cual consiste en venir a espetarme afirmaciones para ver si le doy algún golpe al timón. O, caso distinto, me insiste, de parte de esta gente, la tendencia a enterrar un no en cualquier cosa que se me diera por decir; si esto ocurriera con temas que quien se para en la vereda de enfrente tiene por costumbre reflexionar asiduamente, cosa que se nota enseguida, no me daría más malestar que las variaciones del clima, pero la mayoría de las veces son ocurrencias que el encumbrado ha tenido en ese mismo instante, tanto que ya empieza a hablar antes de que la ocurrencia hubiera terminado de formarse. Vuelvo sobre lo anterior y no le encuentro relación alguna con la esquina doblada de la página 45 de mi libro; debe de andar debajo de esta o de aquella piedra, pero me elude; puede que se trate del pliegue, de los distintos pliegues que la vida nos da, o hace con nosotros, con las características que le decide a cada uno; o puede que la relación esté en eso que interrumpe, que no deja fluir la sangre, o el aire, o la transpiración; los modos que tiene lo abrupto para cambiar el paso de nuestro parpadear. No hay duda —no en mí— de que el universo sería un lugar mejor sin esta gente, por lo cual creo que voy a dejar de reprimir el deseo de clavarle un cuchillo al próximo que incurra en semejante desorden. En este momento, no se me ocurre una mejor manera de ser fiel a los sueños —ni de dormir mejor.

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Green Shadows, White Whale

Sigo leyendo el libro de Bradbury. Esta noche la página 100. Lo leo atentamente. Me río atentamente. Es bueno mechar un Bradbury cada tanto. Me devuelve a las noches del ’70. El paseo por Florida. La galería Pacífico. La librería Rodríguez. Todavía tengo mi ejemplar de las “Martian Chronicles”. El mismo de la foto en la playa. Necochea. Enero del ’71. Sí. Bueno. Muy. Mechar un Bradbury. Sus sombras. Su ballena. Me gustaría ver de nuevo la peli. La de Huston. Richard Basehart hacía de Ishmael. Si no recuerdo mal. El almirante Nelson del Seaview. El submarino de “Viaje al fondo del mar”. El mismísimo almirante. Claro que una decena de años después. Ya me había parecido un poco grande para Ishmael. Me refiero a cuando finalmente me encontré con Moby Dick. Hace no tanto. El libro. Claro. Es otra cosa. La anécdota termina por ser una excusa… Pero. Bueno. Ya escribí sobre eso en otro lado. Pensar que eso que cuenta Bradbury ocurrió en el ’53. No había yo nacido. Y me va bien si creo que ya había mundo desde antes. Más fácil que creer que lo armaron todo para mí. Y que lo van a desarmar una mañana. Resignados ante mi desinterés. Cosa fea. Antipática. El desinterés… Que no llegue pronto. Que haya unos cuantos Bradbury más. Para mechar tras la puesta del sol. Y su página 100. Como esta noche.

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Exploraciones poco advertidas

Muchas escrituras en un solo escritor, muchos escritores en lucha por su alma; pero ¿quién con el nombre verdadero? ¿Alma de quién la que se esfuma y cambia y se tuerce de mil modos? ¿Canto de qué la letra que no se detiene ante nada?

Y llega ese momento cuando todos se encuentran distraídos y ninguno tiene el poder de simular que es lo que no es como lo hace el resto del tiempo; y resulta ser acá cuando aparece la verdad. Puede no gustar (casi nunca lo hace), pero a la verdad no hay con qué bajarla de su escalón.

Y es en una línea olvidada de una carta, en una página perdida dentro de un cuaderno borrador, en la servilleta que le dimos a la Katy para que nos respondiera en secreto, donde la letra primera brilla; donde los palotes del primer grado hacen ruido: música del grafito escondido en los recreos. Y ahí asoma, brevemente, el escritor; y se repliega hasta la próxima.

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Bustos Domecq en la cama de Anamaría

Anoche anduve leyendo las crónicas de Bustos Domecq. Hoy, bajé con el libro, temprano, al comedor del hotel para desayunar; al principio las mesas estaban desiertas —eran las ocho—; poco a poco el lugar se fue poblando y tuve que hacer un esfuerzo para disimular las carcajadas: no recuerdo haberme reído así la primera vez.

Tenía 17 años y estaba en lo de Anamaría y ella se había ido a bañar; tomé el libro que estaba boca abajo en la cama y me puse a hojearlo; cuando regresó y me vio me dijo que me lo prestaba. Nada recuerdo de su lectura; estimo que no debo de haberlo terminado. Se lo devolví el día cuando se fue para Italia.

Apoyo el libro en la mesa para tomar unos sorbos de café-con-leche y me pregunto si Ana tendrá todavía aquel libro; y si se acordará de mí.

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Las relaciones públicas y yo

En la novela que estoy leyendo, uno de los personajes (uno que al momento no goza de mi simpatía) dice que los viejos odian a los jóvenes (en inglés, claro, se ve en la obligación de poner “old men” y “young men”, aunque no sé si se refiere exclusivamente al sexo masculino, lo cual probablemente sea así, en este caso, dado que se lo espeta a un hombre de más de 70 años).

Por mi parte, no sé si esa afirmación sea cierta, en una de ésas lo es (me refiero a lo específico en ella, dado que no es muy difícil apreciar que las personas se odian unas a otras bastante bien y con regularidad); lo que puedo asegurar, en cuanto a lo que me toca, es que los jóvenes me resultan aburridos; mortalmente aburridos.

Lo anterior, seguramente, habrá sido un paso más hacia el crecimiento de mi popularidad.

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Claramente

Los jugadores de fútbol, salvo alguna excepción (muy rara), siempre han sido unos burros; pero el nivel de burrazos que se ve hoy en día ha sobrepasado cualquier pronóstico.

Todo ese dinero y a ninguno se le ocurre usar una parte para pagar los honorarios de un profe que lo desasne.

Acá se ve claramente lo que es la ignorancia: desprecio por el saber.