Tan pronto acabé de leer en su momento Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto (Fondo de Cultura Económica, 2013), de Jorge Humberto Chávez (Ciudad Juárez, 1959), supe que tenía frente a mí un libro singular e irrepetible, un capítulo que hacía falta en la hora actual de la poesía mexicana y que no permitiría imitaciones o secuelas, vaya, que no podría volver a escribirse. Sólo en un poeta del norte estaba narrar en clave lírica la monstruosa violencia del calderonato y, el hecho de que haya sido de Juárez —quizá la urbe septentrional más castigada por la iniquidad—, no supone una obviedad sino un acto de justicia poética, sí, pero también un gesto de audacia y autenticidad. Sin ceder un ápice a la ambigüedad o la difuminación, Jorge Humberto Chávez refiere de manera explícita las coordenadas y la impronta de un imaginario personal alimentado necesariamente de una realidad regional en el sentido de que toda obra poética responde, para decirlo con Paul Éluard, a una circunstancia, una coyuntura histórica. Lo supo bien Homero, que hizo de un rincón del planeta, de un pedazo de tierra y de las vicisitudes y la mitología de una comarca el semillero de arquetipos que son ahora la Ilíada y la Odisea. Por consiguiente, con esta ineludible entrega que mereció hace más de un lustro el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes, Jorge Humberto Chávez dignifica la temática territorial y el color local como garantes de lo genuino, resignificando desde lo particular la propiedad universal de la fragilidad humana y del lenguaje poético.
A primera vista, a juzgar por varios poemas del conjunto, pareciera que el asunto central de Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto es la brutalidad de la cruzada presidencial contra el narco, tal como lo ponderó el jurado del mencionado certamen, aduciendo que el autor “nos da una crónica precisa de la atmósfera trágica que vive una zona de México”. Lo cierto es que hay una trama no menos oportuna que sirve de escenario a las estremecedoras cápsulas poéticas que nos comparte Jorge Humberto Chávez, verdaderos partes de guerra de una población secuestrada por la muerte. Aludo a la frontera y su otro lado: El Paso, Fort Bliss, Austin, Dallas, y un más allá fictivo o vivencial: el Amherst de Emily Dickinson, la Provenza de Van Gogh, el París de Apollinaire. Para asumir plenamente el itinerario que dispone Jorge Humberto Chávez, conviene establecer contacto con el insoslayable trasfondo que compone la vida de frontera, ámbito en el cual ha crecido y del que procede la baraja de usos y evocaciones que alternan con el relato puntual de la gradual caída de Ciudad Juárez, hacia 2010, en la más absoluta atrocidad. La memoria representa un contrapunto del clima de amenaza, tensión y estado de sitio que padece la gente, donde los amigos, el amor y los lazos fraternos y filiales concentran el último reducto para salvaguardar la integridad como un remanso para mantener la cordura y seguir cultivando la esperanza.
Así las cosas, es curioso que un cuarto de siglo después de la irrupción oficial del discurso de frontera, en torno a 1985, esta área geográfica aguardara hasta ahora la aparición de un volumen de poesía que, al margen de los estereotipos sociológicos, la caricatura y el folclor verbal y cultural, amasara con naturalidad la dimensión híbrida y sinérgica, pasajera y convulsa del extremo norte del país, condicionado por la vecindad inmediata con la Unión Americana —que más que una proximidad conlleva una coexistencia— y por el ecosistema del desierto, un modo de aislamiento y soledad. La dureza y la ternura que exhiben los poemas de Jorge Humberto Chávez radican en el potencial dramático de este destino. Para que la frontera aportara un libro de poesía que la reflejara sin poses, con llaneza y concisión para traducir en un estilo sobrio, coloquial y “golpeado” —valga la expresión— la complejidad psíquica que implica experimentarla y comprenderla, era preciso darle la vuelta al tópico de lo fronterizo como sinónimo de profusión, heterogeneidad, pintoresquismo y frenesí, algo más cercano del artificio o la distorsión conceptual que de la evidencia. Jorge Humberto Chávez contribuye a desmitificar la frontera como un espacio abocado a reproducir únicamente dichas pinceladas y, en su defecto, brinda al lector una sintaxis telegráfica que a la par de resultar eficiente en lo literario proyecta la inquietante normalidad de un lugar con su cauda de ferocidad y resignación, lo que redunda en una poesía más compasiva a la altura de los acontecimientos que la flagelan. Para muestra la pieza “Cumpleaños”:
El mundo es sencillo cuando tienes nueve años la lluvia por ejemplo
siempre corre del poniente lavando los guijarros de la calle
no hay este: sólo norte y poniente la palabra sol es del poniente
la palabra río queda en el norte la palabra mojado norte también
guerra quiere decir Fort Bliss o Vietnam y la palabra papá quiere
decir Denver o un viejo chevrolet esperando a su dueño
papá es norte la palabra país era difícil no era poniente ni norte país
parecía significar ciudad algunos la usaban mejor como barrio
al amparo de la montaña Franklin que era norte y los atardeceres
y las lluvias ponientes apareció la palabra sur
ese mismo día llegó la palabra masacre: era igual a trescientos
estudiantes abaleados de pronto en una plaza
país no era entonces la casa era más bien una extraña frontera donde
pasaban cosas que no se podían decir
madre es como una gran charola de pan dulce y la palabra país más
bien se trata de que no tengas panes en la mesa
no es difícil entonces comprender lo que son a los nueve años
la palabra masacre la palabra sur la palabra país
De otra manera, cómo explicar los poemas en los que la cotidianidad y las ocasiones de iluminación vital fluyen a semejanza de burbujas de una hermosa intemporalidad que la crueldad o la estridencia de la civilización no consiguen pinchar o reventar. Una cena de fin de año, Borges entrevisto en las pupilas de la mesera de un bar, el paraíso en una taza de café, la mano de Dios en una camisa planchada, la bienvenida al cielo para Antonio Cisneros por cuenta de don Francisco de Quevedo, la silueta de la hija como un candil en la noche de la incertidumbre y el desánimo, el sol de la presencia de una mujer que es una muchacha que dormita mientras el poeta se desvela intentando trazar unos signos, los fastos del balcón de un hotel de Acapulco, las revelaciones del camino al conducir por la autovía, escapando hacia un futuro que prefigura la luz del horizonte. Porque si hay una triaca que el intrépido Jorge Humberto Chávez opone a la amenaza del tedio y la monotonía es el desplazamiento, un way of life fundado en la pertinencia de la salida, el viaje, la escapada que termina conformando una poética del trayecto, como lo certifica el nombre de la tercera sección, Poemas de la autopista, y el rótulo de la mayoría de composiciones que la articulan: “Turnpike”, “Conduzco un Honda blanco por El Palacio de la Luna”, “El Ángelus de Millet en el aparcamiento”, “Another road poem” y “Medianoche, a 10 km de Ciudad Jiménez”, “Heráclito”, “Taxi”, “Restos” y “The road poem”, estrellas de una constelación movediza donde resaltan líneas como “El mundo bien puede empezar con lo que está detrás del parabrisas del coche que me aleja de ti esta mañana” o “Mi afán de vivir está en el automóvil que llevo a la autopista”, preludios de poemas que esbozan palmariamente un decálogo de principios. Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto —título barroco igual que un prolongado verso que es una larga carretera— auspicia de entrada el germen de la trashumancia. Por lo demás, asolada por el crimen y la impunidad, Ciudad Juárez no es por lo tanto lo que solía. El asedio de Jorge Humberto Chávez constituye a un tiempo un testimonio de ese parteaguas y un recordatorio del poder exorcizador de la palabra poética.
En suma, Jorge Humberto Chávez ha abierto una avenida inédita en la noción de la poesía de frontera, inaugurando un carril donde la supremacía del tema migratorio o el problema de lo identitario ha cedido a la procacidad de la delincuencia, de acuerdo, pero sin renunciar al lirismo esencial del género. Bajo esta óptica, la causa de Jorge Humberto Chávez no sería ya la de los avatares de la polis ni la de la patente de los límites geográficos, sino la de aquello que le ocurre al individuo ⸺ciudadano, sujeto civil⸺ al curso de la transparencia y la simplicidad de los días. Lo acompañan en su recorrido tres maestros del realismo sublime y el apunte biográfico: Edgar Lee Masters, e.e. cummings y William Carlos Williams, que consiguieron fijar los vértigos de la existencia ordinaria. Jorge Humberto Chávez también nos conduce a descifrar las ausencias y los sortilegios de un paisaje entrañable que comienza en la calle y culmina en la celebración de una intimidad familiar que compensa con creces la crudeza de lo que pasa afuera en los semáforos, las colonias, los cruceros: emboscadas, balaceras, escaramuzas. El autor dialoga entonces muy de cerca con la vertiente conversacional de la tradición estadounidense, aunque habría que tomárselo con cautela, pues Jorge Humberto Chávez se ha concedido orear su relación de los hechos con una enunciación que abreva de la elipsis y prescinde de la puntuación, formas de horadación, de erosión de la escritura por las que se asoman los difuntos o respiran las ánimas que el poeta convoca en esta suerte de Pedro Páramo de la poesía del septentrión mexicano. ♦