Gregorio Cervantes, Geografía imaginaria
Dirección General de Publicaciones-BUAP, 2024
104 pp.
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En la mayor parte de las cartografías antiguas existe una representación de anchas columnas que sostienen el planisferio por sobre los mares, a veces con forma de animales fantásticos y otras como monstruos prodigiosos que combaten en las fronteras de entretierras. Pero en todos los grabados el significado es el mismo: un sustrato terrenal, firme, que siempre apunta hacia el cielo, que aspira a lo divino. Mircea Eliade trazó el primer mapa monumental que conectaba religión e historia como procreadoras del mito; Hesíodo y Heródoto habían llevado la oralidad hacia el territorio de las formas literarias, y Homero (que “esta mañana es novedoso”, como decía Charles Péguy) erigió el santuario de la épica. Pero con todo, Uruk es reconocida como la capital del relato fantástico y su frontera sigue abierta a los acosos de la literatura.
Cuando el mito se reescribe, cuando se reinterpreta y aviva, se convierte en suceso histórico y poético. Tal parece ser la premisa de Michel de Certeau: “Hay mito porque a través de la historia el lenguaje se ha enfrentado con su origen”. De ahí que Graves y Hawthorne y Wilder hayan retornado más de una vez a las “fuentes legendarias”, a las piedras fundacionales para “historizar la experiencia” (De Certeau) y reestablecer la alianza entre lo escrito y lo oral. Así, la modernidad re-creó el concepto de inmortalidad —ese suspiro sin el cual el hombre no habría inventado cielos ni monumentos— que mantuvo en pie las ruinas de la antigüedad y la edad clásica, hasta la entrada en escena de lo bizantino y barroco, donde el ser abandona su aspiración divina de perpetuidad, el espíritu deja su lugar a la Obra y los ídolos se transfiguran en santos y antihéroes.
Todo lo anterior da pretexto para recorrer el orbe literario de Geografía imaginaria de Gregorio Cervantes (sólo como anécdota: mientras escribía este texto, todo el tiempo mis dedos se fueron sobre el teclado para escribir “imaginada”), un libro rara avis que, pese a su breve extensión, traspone fronteras de anchos muros que no han cerrado del todo sus resquicios temporales o ciertos pasajes secretos donde lo real e imaginado terminaron por fusionarse; una cartografía cuya superficie es lo meramente perceptible e inmediato, porque el subsuelo arrastra la pulsión escritural hacia un re-comienzo que supone —supondría— un objeto perdido, un tiempo moldeado al capricho de fuerzas ajenas al hombre, que se mueve en la sombra (¿a la sombra?) de la temporalidad, de una finitud casi siempre marcada por el infortunio de su naturaleza órfica, porque ¿qué otra cosa puede esperarse de sus ansias de eternidad? Un tiempo inverosímil tanto de ocurrir como de olvidar, cuyo único vestigio es el lenguaje, el acto de narrar.
Después de todo lo dicho, podría pensarse que Geografía imaginaria es un libro fácilmente encasillable en el género fantástico, refugiado en laberintos feéricos, en senderos que se bifurcan siempre a lo “borgeano”. Nada más Simplista (la mayúscula adquiere sentido para el lector en alguna parte de este itinerario), sobre todo si se constata que Gregorio Cervantes es un narrador que no requiere de dichos artilugios para darle un peso sustancial a su prosa —o en otras palabras y para estar a tono—, al compendium de su escritura. No hay en este libro historias “contadas otra vez”, ni siquiera re-creación de las narraciones fundacionales de la mitología o la literatura clásica; hay, eso sí, una propuesta de reinterpretación de la naturaleza humana desde sus ruinas y laberintos, desde la forja del “destino” que marcó a la estirpe para echarla a andar sobre una tierra que comparte alternadamente con héroes y villanos, con ídolos y monstruos, a pesar de sus afanes de supervivencia y salvación.
Y si en este libro hay coincidencias con ciertas fabulaciones míticas o históricas es porque el autor le halló forma de orbis literario al entramado genealógico del lenguaje, y sabe que en los diferentes estamentos de la escritura todo es símbolo, una especie de hermenéutica que no busca desentrañar nada, sino cavar persistentemente en la entraña de los actos humanos para despojarlos de toda enseñanza moral (anti-fábula, anti-historia) y redimirlos en su carácter imperfecto. Lo que importa aquí es, precisamente, ver cómo se mueven los personajes de Geografía imaginaria en ese subsuelo donde el sueño, la ambición o el fanatismo se reacomodan telúricamente en el corazón del hombre.
La ruta fácil —obvia hasta cierto punto si se quiere leer superficialmente— para recorrer estos cuentos es arrimarse a la sombra de las figuras literarias que los custodian: Borges, Calvino, Jenofonte, Ovidio (especial destello emite el humor y la antisolemnidad de Arreola, y un soplo alucinante de Amparo Dávila, perceptibles allá en lontananza), entre otros que bordean el género fantástico o la épica; pero ese periplo, ese andar simple es el más inseguro para el lector porque se corre el riesgo de extraviarse entre los ecos tutelares y de no percibir las sustancias que nutren esta escritura meditada en la forja de una incesante reflexión.
2
Sus ojos fueron duros aquella tarde. Sólo por un instante, porque después de mirarte se escondieron tras el cabello y se posaron en el suelo. Entonces dio media vuelta y se alejó de ti. Desde entonces no la has visto más allá de tus sueños, de esas noches en que el cuerpo te estorba para dormir. Te preguntas por qué los hombres no cambian de piel como las serpientes (p. 26).
En el principio fue el Estremecimiento… no del caos aflorando sino como presentimiento del derrumbe, de ese “orden” que a su manera impone el tiempo, ya sea en las horas contadas del amor o en los plazos que se van venciendo al amparo de la soledad. Por los resquicios de “Placas tectónicas”, sección que abre este libro, Cervantes propone un itinerario hacia tres historias cuya oscilación deriva irremediablemente en la fractura: la ausencia del objeto amoroso, la búsqueda inútil de sentido en la cotidianidad, la ciudad hostil donde todos somos extranjeros… No hay viaje ni guía, sólo un “estar” que deviene despersonalización. En pocas palabras: tres cuentos cuyos tremores tienen su epicentro en el no-lugar.
3
Si nos libramos de nuestros perseguidores, tal vez no lo hagamos del hambre y la sed, del frío que acecha en estas altas cumbres, o de los animales salvajes que las pueblan. Nuestro destino ya está decidido y lo único que puedo hacer es preservar la integridad del pasado (p. 41).
Cuando Nathaniel Hawthorne escribió sus Mitos griegos (contados otra vez) tenía como premisa traer a la modernidad literaria el imaginario de la antigüedad clásica sin el tedio moral y ético que acompañaba la biografía de dioses y superhombres, abriendo camino a otro fabulista del pasado, Robert Graves. La fascinación por la reescritura del mito o la historia (que se fusionan en la representación de la aisthesis como lenguaje) incorporó un soporte narrativo lejano ya de la erudición académica, que se eleva significativamente por entre la ficción llana y reclama para sí el ámbito de lo real y maravilloso. En este punto, la segunda sección de Geografía imaginaria —“Tiempos lejanos”— se emplaza en un recinto (en realidad cuatro espacios remotos, sin embargo, equidistantes con la realidad) cuyo objeto de añoranza es, paradójicamente, inexistente; donde Roma, Babel o Pirra (“imaginadas sólo a través del nombre”, como acertadamente reza un epígrafe de Calvino) no constan en crónica alguna, salvo por una enunciación que sólo admite como referencia cardinal el tono elegiaco. (Revelo otra curiosidad: la primera lectura de este libro me remitió en conjunto a cierto tono épico; una segunda resonó neciamente en mi cerebro con una voz elegíaca).
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El mundo es sólo esto: las altas cumbres, los bosques, los arroyos. El pequeño valle que habitamos y nos provee el sustento. Y la ciudad de los dioses coléricos, al otro lado de la montaña, aquella de donde —cuentan los ancianos— fuimos expulsados hace muchos años (p. 97).
Tanto “Cuatro versiones del fin del mundo” como “Genealogía del fuego”, los dos apartados que finalizan este itinerario cartográfico de Cervantes, conforman una alegoría utópica-distópica cuyo sello narrativo es la significación ritual acompasada por ecos intertextuales bíblicos y paganos (Escritura y Natura como coros de fondo); el hombre, ¡qué más quisiera!, no resultó ser lobo del hombre, sino una estirpe que se agota por sí misma sobre una tierra yerma, emergida desde el principio y al final con el copyright del despojo y la decadencia. El autor abraza la diégesis con que alimenta sus sueños nómadas o sedentarios y le impone su orden mientras registra con prosa ceñida las efemérides que le dan sentido a su heredad.
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Me he referido en general a los títulos de las cuatro secciones de Geografía imaginaria por una razón muy ajena a ver este libro en su carácter “unitario” (cosa que se vuelve chocante cuando la crítica lo otorga gratuita y consuetudinariamente); sino más bien porque creo que la divergencia de tonos y estructuras de los cuentos que lo conforman apuntan con precisión a un núcleo narrativo de manera natural, que se conglomeran en una sola masa con distinta gravedad pero con el mismo impulso; no es un libro sino muchos que emergieron en un dilatado y reflexivo proceso y se asentaron en un cuadrante bien delimitado por un designio meridional.
Podría —y debería— decirse mucho más sobre la propuesta narrativa de Gregorio Cervantes, apuntalar los comentarios sobre su técnica literaria, la entonación que modula sus registros prosísticos, los rangos que puede alcanzar su capacidad imaginativa… Pero creo que es necesario desprender la etiqueta de “fantástica” a una manera de narrar que a veces las lecturas superficiales —o limitadas por la estrechez monográfica— no alcanzan a ver en su profunda complejidad. A mí me crea gran expectación saber qué más hay en el subsuelo de esta escritura, ya no en su órbita alegórica, sino en su plano intraterreno, introspectivo, ajeno a la mirada de dioses y héroes, donde se sedimentan y fructifican los materiales de nuevas mitologías. Le apuesto a esa espera.