Carlos Alberto Rodríguez o la autopista de la memoria

1897

Todo poema entraña un simulacro de viaje, la ejecución de un trayecto. Y no sólo en lo intelectual, lo evocativo o lo imaginario, sino también, y quizá más, en lo espacial y temporal. Conforme se escribe, cada poema va poblando una superficie antes intacta y desplegando una duración. A diferencia del viaje físico, el viaje del poema posee casi siempre un tránsito incierto: podemos saber cómo empieza, pero no dónde habrá de concluir. Sin embargo, hay un viaje en la geografía que comparte proporcionalmente con el del poema un estado de vacilación. Me refiero al viaje de curso divagatorio que, sin rumbo fijo, o bien, con dirección provisional, se entrega al gozo del trayecto, haciendo de las recompensas de la ruta su verdadero destino, su intención primordial. Es justo el viaje que esboza Carlos Alberto Rodríguez (Mexicali, 1988) en Correo del fin del mundo, su opera prima, que nos reserva una travesía lúdica sin prisas, dispuesta al júbilo y la contemplación, y, por ende, a la paciencia que exigen las epifanías y el aprendizaje a lo largo de un periplo en motocicleta desde la frontera norte de México hasta la Patagonia. Estamos pues frente a un hito en la vida de una persona, la fuga de rigor que tarde o temprano cualquiera debe emprender, respecto de su lugar de origen, para medirse en la distancia, allende las fronteras.

Dicho esto, Correo del fin del mundo trasciende los indicadores del viaje programático y ofrece un mosaico de la afectividad humana que suscita una insólita odisea motorizada que se adentra en lo desconocido. Del asombro a la ternura, de la hospitalidad a la fruición, el itinerario que insinúan los poemas se abre a la plenitud de una experiencia cuyo impacto radica en un ir más allá, flanqueada por un antes y un después, con los que contrasta. De ahí el nombre de las cuatro secciones del índice: Kilómetro cero, Acción de luz, Naturaleza del deterioro, Punto de retorno. Un segmento final, Coda, conformado de una sola pieza, “Punto de partida”, remata el conjunto. A simple vista, guiados por el título de los apartados, se atisba la elipse de los hechos, la curva evolutiva del viaje y su antesala, su repliegue, el regreso. El pináculo de esta parábola lo constituye desde luego el camino, las composiciones de y sobre la carretera y los graduales descubrimientos que depara el desplazamiento por el continente, en particular Sudamérica. Por ello Acción de luz y Naturaleza del deterioro condensan el núcleo de la secuencia, ensalzando la libertad, los prodigios del paisaje, las impensadas aficiones, el más puro silencio, la inocencia de unos niños. En resumen, las felices coincidencias y las afortunadas casualidades que irrumpen por lo común al borde del asfalto.

Correo del fin del mundo retrotrae así, con estampas luminosas, la utopía de la Edad de Oro, ese paraíso terrenal perdido en alguna coordenada poco menos que anónima en la que los relojes se detienen y asoma la posibilidad de una existencia perfecta, atravesada por la bonanza y la armonía. El sitio ameno deviene realidad y emblema, testimonio y metáfora de una alegría perenne, un entorno sonriente, que resuena en el interior del paseante. El rapto del viaje, su éxtasis de liberación prolongada, la transitoriedad de las visiones edénicas, apuran su incentivo desde el rodar de la motocicleta. Extranjería y finitud y, claro, el desgaste de la máquina, contribuyen a encarecer los hallazgos de la expedición, tal como lo sugiere la tercera estación del libro, Naturaleza del deterioro. Desgaste es provecho, y un aviso de la cuenta regresiva implícita en todo viaje de ida y vuelta. Este recorrido pendular culmina en la cuarta escala del índice, Punto de retorno, que a semejanza de un ouroboros ―la serpiente que se muerde la cola― restituye el orden liminar de Kilómetro cero, lastrado por el sedentarismo y la monotonía de la rutina laboral del aventurero y, en términos cronológicos, por el confinamiento de la pandemia que ya en México sorprendió a Carlos Alberto Rodríguez en el colofón de su andadura acometida el verano de 2019 bajo el inexorable sol del desierto bajacaliforniano.

Desde Michoacán, su última parada, el autor llega a casa para encerrarse, igual que uno, a partir de mediados de marzo de 2020. El Covid-19 se propagaba en Europa y sembraba alarma en América. El planeta había frenado en seco. Los encuentros presenciales se proscriben de golpe. Flota en el ambiente un aire de toque de queda. Todo viaje se posterga, o de plano, se cancela. Don Quijote aplaza indefinidamente otra salida. Sin advertir las maniobras de la fatalidad, el poeta vuelve al fogón del domicilio familiar para, al cabo de unos meses, tras el recrudecimiento de las olas de transmisión del coronavirus, ver morir a su progenitor. La velocidad de la autopista alcanza su consumación en el marasmo de una sala de cuidados intensivos. El regreso cobra de pronto, con un irremediable desenlace, absoluto sentido. Imitando la progresión de la vida, el viaje desemboca en la muerte del padre y clausura un ciclo mayor en torno al parteaguas de la pandemia del siglo que paralizó al orbe entero. Coyunturas, lapsos decisivos para despedidas y recomienzos. Basado en el principio de circularidad, el mapa de Correo del fin del mundo honra, por lo demás, la fijación ancestral del eterno retorno, según la cual estaríamos condenados en potencia a marcharnos de nuevo a Troya y repetir hasta el infinito la restitución de Ulises a la añorada Ítaca.

Más que una relación de poemas sobre un viaje determinado, Carlos Alberto Rodríguez ha concebido una sabia carta de navegación sobre un viaje indeterminado que brinda, a la vez, un símil del viaje como trayecto de existencia, por encima de la riqueza anecdótica que pueda implicar un peregrinaje transterritorial. Correo del fin del mundo, Premio Nacional de Poesía Tijuana 2021, invoca por consiguiente el tópico del homo viator o wandering man, el hombre errante, que al margen de convertir la obra en la crónica de un viaje físico asume en la obra una alegoría sobre los intervalos de la vida. Más que poesía sobre la experiencia de un viaje, viaje a través de la poesía acerca de las fases y los interludios de la existencia. El contrapunto del recorrido: Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, legendario tratado generacional de Robert Maynard Pirsig, lanzado en 1974, del que el autor extrae los pasajes colocados en letra itálica en el umbral de cada una de las cuatro secciones, excepto la Coda final. Estas referencias, fuera del campo estrictamente literario, añaden cierto desenfado a la lectura y nos invitan a probar incluso la resistencia de la brisa en el cuerpo al avanzar por la llanura o descender viento en popa una sierra por una calzada sinuosa, reiterándonos que la poesía es antes que nada un recordatorio de la extraña suerte, la estimulante conciencia de estar vivos.

El primer libro de un poeta, joven o no, es sin duda un acontecimiento, un suceso venturoso, ora por la revelación pública de una vocación poética, asimilada como un triunfo de la poesía sobre la indolencia, ora por el carácter promisorio que entraña el alumbramiento de un volumen de poemas. Doble celebración, en suma. Entre la expectación y la primicia, la tentativa y el salto mortal de la iniciación, una voz emergente acude a tensar el arco de un futuro, perfilando un panorama de lectura. Correo del fin del mundo honra con creces la premisa, mediante un planteamiento que incuba en sí mismo, por la holgada especialidad a la que alude, la concepción dimensional del texto poético en su más amplia acepción. Lo subraya este dístico de nuestro autor: “Algo en su cresta y su joroba de laja / afila las cosas que deseamos en silencio”. La poesía de Carlos Alberto Rodríguez allana su propia avenida para discurrir por la espesa fronda del lirismo trashumante. Con un tono afable y una dicción sintética permeados de emotiva franqueza, con una expresión desprovista de excesos templada en la sugestión narrativa y el giro sentencioso, Correo del fin del mundo ilumina las orillas del sentir al tantear los efectos de la lejanía en las oquedades del corazón. A modo de colofón, esta línea inflamable avivada con un aire de evangelio apócrifo: “Habito el fuego como el desierto habita los tejados”.

 

Carlos Alberto Rodríguez, Correo del fin del mundo, Instituto Municipal de Arte y Cultura de Tijuana, México, 2021, 82 pp.