En una larga reseña de King Lear, el autor de La guerra y la paz atribuye a Shakespeare el vicio de clonar personajes. «Todos hablan en el mismo registro pretencioso, poco natural y ajeno a sus circunstancias específicas», rezonga, «todos carecen de individualidad en el lenguaje». Luego remacha el asunto al implicar que una cosa es forjarse un estilo personal, como el suyo, y otra que todos tus personajes se expresen parecido. Con ese criterio de gusto, ―diversidad individual y naturalismo―, es de suponer que Tolstoi detestaría Los caídos (Sexto Piso, 2018), de Carlos Manuel Álvarez, una novela a cuatro voces que comparten un idiolecto. O quizás no. Libre de celos por la inmortalidad ajena, quizás afirmaría que, en este caso, la uniformidad es un recurso para recrear los efectos de una ideología. O tampoco, ¿quién sabe? Los rusos son duros de predecir, не так ли?
Más previsibles son sus ahijados, los cubanos profesionales, esos empecinados en centrar la creación en la nacionalidad, que escriben y rescriben en torno a la identidad sociopolítica. No sería injusto incluir a C.M. Álvarez en la categoría. Injusto sería negar que su obra recalibra las posibilidades de dicha narrativa.
Su libro anterior, La tribu: Retratos de Cuba (Sexto Piso; Seix Barral, 2017), sin duda le habría encantado a Tolstoi. Es una colección de crónicas poblada de individuos naturalistas, y capaz de restaurarle la fe en el periodismo al más ateo del sindicato. De una prosa que contrarresta la denuncia maniquea de siempre con la enunciación fluida de la realidad. Es un libro que, a mi cándido juicio, presagiaba la venida de otro constructor de mundos, de un macro-novelista total. Y resulta que no.
A sus 136 páginas, Los caídos es una noveleta íntima, casi mínima, que cuenta la historia de una familia ―padre, madre, hijo e hija― al borde de la disolución. Propone François, simbolista él, que el padre representa el Estado, la revolución, el socialismo fallido; la madre, el país, la patria; el hijo, la población inconforme, en vía de disidencia o exilio; y la hija, la masa sin calderos, sobreviviente. Podría entenderse así, no lo discuto, aunque la ecuación Estado = revolución sea contradictoria. Hasta un bardo quebequés debería saber que la revolución cubana terminó, estirándola muchísimo, en 1971. Lo que vino después se llama inercia, la propiedad que tienen los gobiernos monopartidistas de mantener a los pueblos en estado de reposo y movimiento relativo. Además, si el padre representara algo, sería la llegada de un nuevo personaje, o una nueva mirada sobre el viejo personaje del funcionario castrista, ese burócrata castrense que sigue celebrando la invasión de Checoslovaquia mientras administra un hotel en el Caribe.
Digo nueva, porque es una mirada sin los habituales sesgos de sublimidad o ridículo. Pareciera un diagnóstico de las ofrendas mentales que rematan la transformación de un adepto en un verdugo ciego. Con bombo y chasquido, a este ejemplar suele negársele cualquier posibilidad de medianía en la práctica literaria y el discurso político. Héroe o payaso, apóstol u oportunista, no hay de otra. Y qué tal, sugiere Álvarez, si no fuera ninguno, o si fuera ambos en los tonos menores de la cotidianidad, si fuera persona y tuviera familia. A estas alturas, ese retrato podría incomodar a militantes de sendos extremos, y a esos incómodos les preguntaría: ¿acaso nadie creyó de veras; acaso queda alguno que todavía crea? En lo imposible, por supuesto, en deshilar el arcoíris, y con la razón hecha axioma pues si piensa, si abjura, ¿de qué sirvió? Diseccionar esa posibilidad merece tanta tinta como burlarse o criticar, y en esa disección está un gran acierto de Los caídos. Ahora bien, desde la duda, también cabría preguntarse si un justo en Sodoma sigue siéndolo aun cuando le dan por culo. Queda pendiente.
Subrayo el padre por la novedad, y la particularidad cubana por mi obvio interés, aunque tiene más. La madre-patria y los hijos-pueblo no carecen de frescura. Entre los cuatro establecen un balance de culpas e intimidades muy saludable (para el lector, ellos están jodidos). A diferencia de muchos paisanos, Álvarez tiene la voluntad de ser legible, internacional, de no abrumar con regionalismos y especificidades. Plot locally, write globally, sospecho que tiene tatuado en alguna parte. No sabría decir si lo consigue pues, sesgado como yo mismo estoy, enseguida proyecté la tragedia familiar al escenario nacional. Tampoco es que los sueños, los recuerdos y los pollos alegóricos de los personajes disuadan esa proyección. Hasta en la contraportada se habla de «una familia que se revela metáfora de una sociedad». Quiero pensar, no obstante, que otros reconocen y privilegian el drama de la convivencia, que lo transfieren a cualquier ámbito. Ya me dirán.
Y una última cosilla: apunté 136, por el conteo oficial, pero en rigor son 99 páginas de escritura. El resto son de cortesía, editoriales e intercaladas. Por la brevedad, por las alegorías, por el final con parábola avícola, Los caídos invita a leerse como una especie de fábula cuya moraleja consiste en no moralizar. Recomendable.
Carlos Manuel Álvarez, Los caídos, Sexto Piso, México, 2018, 136p. ISBN 978-84-16677-95-5