¿Cómo escribir en medio de la saturación comunicacional presente que tapa cualquier vestigio de diferencia? ¿Cómo sostener el asombro en el contexto de una incesante repetición discursiva que pretende condenar a lo ilegible cualquier signo antagónico? Atajos & Escaramuzas, el nuevo poemario del argentino Ricardo Pochtar (editado por El Sastre de Apollinaire, Madrid, 2022) parece responder de forma inusual: mediante la propia sustracción a la economía del intercambio. Quizás por eso no resulte extraño un cierto repliegue de la escritura de Pochtar, no tanto como negativa a hablar –al fin de cuentas su obra poética es frondosa– sino más bien como una forma de horadar un espacio simbólico saturado que se presenta a sí mismo como evidente y necesario.
Contra esa lógica de la clausura, tan resistida como operativa, Atajos & Escaramuzas se mueve mediante un trabajo de sustracción que hace del poema un espacio intersticial, un fogonazo que captura por un instante el devenir, sin sustraerse él mismo del movimiento (deconstructivo): “El placer de ir quitando//unos líneas, otros palabras// hasta que el dibujo o el poema/ poco a poco amaga un vuelo”.
No quedan más que apuntes inacabados de un viaje en curso, work in progress, restos visibles y rutilantes de un iceberg a la deriva, sin fantasías de eternidad a las que entregarse desde la (auto)fascinación. Y aunque el repliegue poético de Pochtar recuerda al puercoespín derridiano que se cierra ante las amenazas que se ciernen sobre su existencia (en la autopista comunicacional el atropello es una regularidad), se trata ante todo de apertura a la intemperie, una manera reflexiva de desplazarse del cierre simbólico que incluso ciertos discursos poéticos propician. No se parte de un «lenguaje pleno» sino del desmigajamiento de la palabra, de la palabra como migaja que interroga a tientas el mundo del que forma parte: “No, no son poemas breves:// son limosnas del mismo poema,// la misma palabra hecha migajas”.
Desmontada la ilusión del sujeto soberano, ni siquiera el lenguaje permanece indemne. Como si esa apertura implicara, de algún modo, una herida imposible de suturar. A golpe de ironía crítica, la poesía no es aquí esencia (heideggeriana) de ese animal mortal que es el humano, entregado a alguna misión superior, sino un modo de afrontar la propia contingencia sin sacralidad que sobreviva. Como si solo fuera posible escribir –después de todo– partiendo de las astillas del lenguaje. Ni siquiera se trata de fijar la verdad en la forma como no sea, quizás, la verdad de la propia interrogación, en el preciso momento en que poesía y filosofía, pese a sus “antiguas discordias”[1], se entrecruzan para construir otro diario de la mirada, capaz de condensar una búsqueda sin término. Puede que, entre otros atajos, el mayor esté vinculado a esta economía discursiva en la que la elipsis adquiere un lugar central.
No es solo ni principalmente que la escritura poética de Pochtar es breve, próxima al aforismo que también cultiva (Pequeñas percepciones, Amargord, Madrid, 2016), sino que -más allá de su extensión aparente apuesta por una condensación de sentido tan sugestiva como potente, como si se tratara de invitar al lector a meterse en el propio hueco del poema y acercar su oído para intentar escuchar qué murmura. Tarea nada desdeñable por lo demás: lo que la saturación comunicacional bloquea es precisamente la posibilidad de escuchar –una posibilidad que el autor no ha cesado de reivindicar mediante su vasta labor como traductor que, dicho sea de paso, precede en más de dos décadas su decisión de publicar como poeta–.
Pero Pochtar sabe que esa posibilidad más o menos negada requiere, en este tiempo sombrío, algo radicalmente diferente a la mera predicación. Quizás esa sea su “vocación” más o menos secreta: “Voces que no se animan a trepar al cielo,// no predican a los pájaros, hurgan en el suelo// pedregoso, buscan insectos ciegos,// aguas extraviadas, raíces quebradizas”. Lector de Adorno, Pochtar sabe que es el propio lenguaje el que está astillado por la experiencia histórica. No por azar en “Variante I” parafraseando al filósofo se pregunta: “¿Cómo se puede escribir// después de las palabras?”.
Queda, en el mejor de los casos, un decir mínimo, alejado de toda megalomanía, apenas sostenido por un combate del que no se adivina ningún desenlace, como ocurre con La madriguera de Kafka. Un combate, por si fuera poco, en el que el asedio de la pregunta impide cualquier morada final. Como esa pregunta beckettiana que retorna –“¿Un lenguaje de la poesía? ¿Otro Lenguaje? ¿Para qué fracasar en otro lenguaje?”– permaneciendo en el aire, incluso si insiste como un amor fati al que no le es dado cambiar de laberinto –aunque la palabra desande y no quiera durar, en una declaración de rebeldía.
El propio lenguaje aparece aquí en su historicidad: abre una brecha, “solo le lava el camino/ al agua que ha de venir”. No se enfrenta al bloque de piedra sino al riesgo perpetuo de fracasar y, en última instancia, a la fugacidad de nuestras tentativas. Un recordatorio pertinente, por decirlo así, que nos sitúa en la experiencia de la finitud. En un universo semejante, la épica no tiene cabida. Nada de gestos autoafirmativos: solamente apuntalar la duda como testimonio de un recorrido contingente al que, sin embargo, no es posible ni deseable renunciar. La «invitación al sudor» de Pochtar, por eso mismo, elude el exhibicionismo sin desistir de cierta desnudez.
Cuando ya no queda mirada de Dios ni sujeto omnisciente el poema deviene encarnación de una idea fugitiva, regresando de un olvido o de una ausencia que nos constituye. El poema depurado que hace vacío para abrir la ranura del mundo bien podría ser una escaramuza contra cierto manierismo poético que pierde de vista lo extrapoético, haciendo de este «juego de lenguaje» una simple manera de estar en la corte, encerrado en su mundillo de secretos profesionales. Se trata, por el contrario, de hacer del poema una ventana: “Por el poema espiamos una realidad deslumbrante// que sin su penumbra no podríamos soportar”. Es esa apertura la que evita que el «repliegue textual» sea asimilable sin más a la «mónada» leibniziana: “Las mónadas no tienen ventanas, por las cuales alguna cosa pueda entrar o salir en ellas”[2]. A diferencia de ese arte monádico, la escritura de Pochtar se abre a un doble diálogo, filosófico y poético. Se comunica mediante su repliegue y abre sus ventanas para que algo pueda salir o, quizás, para que alguien pueda ingresar. A condición de acercar el oído, claro está.
Puede que, como María Zambrano, el poeta escriba para defender su soledad, esto es, el derecho al repliegue en medio de tanta saturación que, paradójicamente, impide la necesaria detención en el otro. Porque no hay un decir-otro que no pase por sustraerse de la clausura ideológica que impide siquiera reconocer “[e]l beneficio del asombro” (tal como titula el autor el penúltimo de sus poemarios). Desde esa sustracción, que es también un posicionamiento ético y político, Ricardo Pochtar lanza sus poemas como una botella al mar (“unos pocos libros fieles y algunas botellas vacías esperando olas propicias”) que alguien, sin saberlo, estaba buscando.
Ricardo Pochtar, Atajos & Escaramuzas, El Sastre de Apollinaire, Madrid, 2022, 98p.
[1] Para ahondar en esta “antigua discordia” cf. Montalbetti, Mario (2021): El pensamiento del poema. Kriller, Barcelona, p. 41 y ss.
[2] Leibniz, Gottfried (2002): Monadología. Traducción M. Fuentes Benor, A. Castaño Piñán y F. Samaranch, Folios, Barcelona, p.23.