El periodismo y la literatura son hechos históricos cuya definición y géneros (si es que aún existen) se adaptan a un contexto social. Lo que en la década de 1970 era considerado un reportaje hoy puede nombrarse crónica, y aquello que era retacería escritural en la actualidad es otra forma de la literatura. Además, desde 2012, la crónica narrativa se puso de moda y comenzó a considerársele “la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita […] en Latinoamérica”, a decir de Darío Jaramillo Agudelo (2012).
Entre sus antecedentes se establecieron genealogías que iban de José Martí a Ryszard Kapuściński, pero se olvidó a autores que practicaron esta literatura (este tipo de periodismo) y que no aparecen en la nómina impulsada por la Fundación Gabo (antes Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano). Uno de esos escritores es Ricardo Garibay (Tulancingo 1923-Cuernavaca 1999).
De antemano, debe apuntarse, de manera sintética, que el periodismo al que nos referimos está fundamentado en características narrativas particulares: es una historia con inicio, desarrollo y final; que informa a partir de responder a las preguntas básicas del periodismo (qué, quién, cuándo, dónde y por qué), además de que crea una realidad textual que dota de simbolismo al hecho histórico que comunica. Lo anterior se consigue al ejecutar un arduo trabajo periosdístico, que tras una visita repetida a una realidad capta los hechos esenciales que la transforman en una trama posible de ser narrada. Así, para comprobar que Garibay realizaba esta labor de reportería haremos un recorrido por su obra periodística para entresacar de ella el método que el hidalguense seguía para la escritura de sus crónicas.
Empecemos por señalar que para Garibay no existe una diferencia entre periodismo y literatura. Así lo acota en la crónica De lujo y hambre, ese reflejo del México a principios de la década de los ochenta. En este libro refiere que en una aduana le preguntaron si era periodista o escritor, como señalaba su pasaporte: “Es lo mismo, señor” (2002, p. 75), contestó. Ahora bien, realicemos algunas precisiones para intentar acercarnos al Garibay cronista. Primeramente, el género crónica y reportaje se entienden en nuestro autor como una narración que va más allá de responder a las preguntas básicas del periodismo antes enunciadas. Estos textos exploran un hecho noticioso, pero con un estilo autoral que demuestra una intención estilística. En este sentido, lo que brinda su cualidad literaria no es sólo el uso de figuras retóricas, sino la creación de una trama narrativa en donde el suceso que se cuenta tiene un inicio, un desarrollo y un desenlace (como se apuntó). Es decir, no concluye la narración, sino que culmina el conflicto dramático que se ha planteado a lo largo del texto. Para ello, el cronista necesita explorar incontables veces el hecho noticioso. Este recurso de la visita continua y exhaustiva al tema de escritura se comprueba en la crónica sobre la hidroeléctrica Chicoasén, en Chiapas, donde Garibay apunta:
¿Cien conversaciones? ¿Cientos? ¿Mil conversaciones entre el primero y el 31 de julio? Sí. Miles. Y se apartan –se publican– sólo las que de algún modo reúnen a las demás y van dibujando, con otras de otros temas y con generalidad, con minucia, con veracidad, la vida en Chicoasén. De otra manera este paginario, que quiere ser literatura y periodismo, reportaje literario, visión a ojo de pájaro y sonda reflexiva, perdería interés o amenidad –si acaso consigue uno u otra– y resultaría tan interminable como inútil (Chicoasén, 2002, p. 218).
¿Y cómo hace para capturar los momentos que testimonia? Toma apuntes en una libreta, de forma continua y, al final del día, reflexiona sobre los hilos que tejen y dan sentido a esa realidad que ha presenciado.
Aunado a ello, el punto de vista del cronista no es el del reportero que busca a nota, sino de quien se infiltra en una cotidianidad para comprenderla:
Me deja molido andar a la caza de la noticia omnipresente. Mi curiosidad no es inmediata. A la movilidad prefiero el porcentaje de reflexión que me ha tocado en suerte, o ciertas formas de contemplación, de tan desinteresada, irresponsable o sin desembocadura; contemplación porque sí, por todo, para nada, contemplación que se resuelve en ciertas formas de fantasía aventurera más acá y más allá de compromisos contables. Atenerme a los hechos me ha costado un esfuerzo mayor que el imaginado al arrancar: ¡Me cuesta tanto no añadirles el revés de su trama, la porción de literatura que los inserta en un todo coherente, transparente! (Acapulco, 2001, p. 410).
Para conseguir la mayor cantidad de datos, entrevista a decenas de testigos, pregunta y califica, afirma y se equivoca. Garibay no busca tener la razón, sino enunciar con tal de que las personas a quienes entrevista le digan si tiene razón o no. A veces incluso acepta que no debe saberlo todo, pues existen datos que no es necesario conocer: “En la noche, por la explanada frente a la feísima catedral, al paso de centenares de turistas nacionales y gringos, va una procesión de no sé qué santo” (Acapulco, 2001, p. 326). Lo que intenta es contar lo que vio, lo que escuchó y, según confiesa en el mosaico de podredumbre y lujos que es el libro Acapulco, “con eso dibujo la colmena que zumba santa, abyecta, fascinante” (p. 370).
Ahora bien, Ricardo Garibay no se infiltra anónimo en las realidades que pretende contar, sino que se presenta como escritor y desde esa postura busca que su informante le narre su propia versión de los hechos. Así, en De lujo y hambre, cuando va a entrevistar a un guerrillero, se identifica: “Buenos días. Me llamo Ricardo Garibay. Soy escritor. Escribía en Excélsior, escribo en la revista Proceso. Estoy en la televisión. He pedido hablar con usted […] He demostrado mi honestidad de mil maneras; y si usted es lo que supongo, me conoce; si no sabe leer estoy jodido” (2002, p. 140). Es decir, el periodista es el hombre intelectual y mediático, quien desde su posición en el campo cultural se acerca a los hechos para mostrarlos, para denunciarlos y también para cuestionarlos. Así como en algún momento se enfrenta a Rubén Figueroa, el entonces poderoso gobernador de Guerrero, también lo hace con los ladrones que visita en las cárceles, con las prostitutas que quieren inventarle sucesos, con los pobres que se le acercan en busca de un beneficio.
A Garibay no le interesa ser un bien pensante, sino un reportero honesto con su profesión. Por eso, el hombre tras la pluma es de una sola pieza y le molesta el tráfico, bebe junto con señoras ricas y vomita cuando lo llevan a un basurero y observa cómo se alimentan de desperdicios los niños que habitan esos lugares. Si algo tiene este cronista es que le interesa mostrarse para, a partir de su experiencia, lograr que el lector comprenda aquello que lee, pues escribe “para la imaginación del lector generoso” y lo que anhela es que éste pueda “Mirar, oír, oler cómo se pasa la vida aquí” (Chicoasén, 2002, p. 231). Ahora bien, en ocasiones es tan apabullante esa realidad que el mismo Garibay se interroga si vale la pena continuar contando, tal como apunta en De lujo y hambre:
¿Sigo? […] ¿Soportarías mil páginas pestilenciales? Creo que no las leerías, ni yo tampoco después de escribirlas. Juntos tú y yo procuraríamos hacer como si nunca hubieran existido esas páginas, exactamente como procuramos olvidar a diario que existen seis millones de hombres en esta ciudad, sólo en esta ciudad, que viven ya muy cerca de la inframiseria. Seis millones de hombres que estallarán, qué duda cabe, [y] para mañana se te habrán olvidado pero estallarán, o desaparecerán en la condición última del ser humano en estas sociedades: se borrarán, serán sombras bajo los esplendores de fusiles y macanas de la muy venidera y ya casi inevitable dictadura (2002, p. 123).
Y si bien esa es la ruta que sigue para hacerse del recurso noticioso, después se empeña por crear escenarios visibles, se atiene a descripciones dinámicas que narran y no sólo fotografían. En Acapulco (2001, p. 337), cuando viaja en una embarcación, describe: “La punta del cayuco va besando el agua, partiéndola en dos labios cristalinos, y uno siente esa caricia de seda, líquida ese. Y esa ese líquida y el aire en el pastal y el golpecillo del remo adormilado es todo cuanto se oye”. Esto porque en el reportaje, en la crónica (“única forma actual de la literatura” [Acapulco, 2001, p. 289]), todo debe descubrirse al primer golpe de vista, pues de no lograrse, tal vez no debiera existir o incluirse en la narración. Debido a esto, apela al uso de palabras exactas que transmitan lo que el cronista ha experimentado.
En Diálogos mexicanos, crónicas que hablan de México a partir de personajes tipo, logra que la descripción sea también el reforzamiento de un imaginario colectivo. Por ello, al describir a unos policías durante esa época represiva, apunta: “Aquí llegan los gendarmes, remolino de garrotes hambrientos de cráneos” (2001, p. 188). Y en la descripción hay también síntesis que descubren en un solo trazo al personaje, por ejemplo, cuando describe a Yaquelín: “Cara de treinta años, cuerpo de dieciocho, fabulario de cien vidas” (Acapulco, 2001, p. 302) o cuando emite un juicio que termina clavado en la diana y perdura en la memoria del lector. Pienso en frases como “Es costoso como un arrepentimiento” (Acapulco, 2001, p. 302).
Por otra parte, Garibay no recurre a estadísticas, no basa sus conclusiones en teorías, sino que proporciona contextos y va al pasado, a los orígenes del conflicto que expone y así llega a una conclusión. Asimismo, cuando debe proporcionar datos, los compara para que se asimilen y se reflexione a partir de ellos. Es el caso de cuando denuncia el tránsito en el área conurbada de la Ciudad de México: “Cuando hay choque o coche descompuesto la parálisis es mucho mayor, mucho más total. Ha habido veces que de Satélite al Toreo se hace una hora, y otra del Toreo a Mixcoac, y de allí a CU veinte minutos. Dos horas veinte. Casi lo que un yet hace a Los Angeles”, escribe en De lujo y hambre (2002, p. 125). Además, rehúye los lugares comunes, pues “oscurecen las cosas, evitan pensar” (2002, 177), y no acude a “aderezos retóricos”, sino a plasmar lo que conoce de viva voz.
Garibay es, en toda forma, un periodista modélico que va, presencia, pregunta, reflexiona y escribe. Pareciera que sigue un manual del buen periodista, pero aquello que resignifica su escritura es el bagaje cultural que posee, su capacidad de reflexión, su voz inconfundible y su personalidad que nunca oculta. Sin embargo, no es un cronista que quiera ser protagonista, sino aquel que sólo emite su voz cuando es necesario que él participe en su escrito. Por ello en Las glorias del gran Púas es el boxeador mexicano quien lleva la voz, quien articula de forma natural las tramas narrativas, aunque uno comprende que detrás de esas historias se encuentra el orden, la coherencia, la estructura del narrador Garibay que muestra el conflicto dramático en una síntesis que conduce al lector, pero deja que su protagonista sea quien destaque. Véase por ejemplo este fragmento cuya anécdota inicia en voz del autor, para enseguida dar paso a Rubén El Púas Olivares:
Y cuando íbamos hacia la Lindavista me dijo Rubén que por esas calles hace dos años vio pasar a su maestro de la escuela primaria, que iba el maestro en un fiat viejón y Rubén iba en el cadilac, y el maestro le había dado cuando menos veinte golpizas, y lo alcancé y le grité párate pinche buey, no me reconoció el ojete y se bajó y ya me pedía perdón, que no que mira que era por tu bien ¿por mi bien hijo de tu pinche madre? orita te vua madriar por tu bien, pendejo ¿qué no pensó que un día iba uno a crecer? perdón me pedía el culero […] (2001, p. 246).
Garibay aprendió de su maestro Erasmo Castellanos Quinto aquello de que debía ponerse la arrogancia ante los demas y la humildad frente al oficio, y en sus crónicas queda demostrado. El periodista es el irónico, el orgulloso, el que tiene prejuicios, quien se para ante cualquiera y lo reta; pero ante la página es el escritor solitario que selecciona palabras, que elimina rimas internas, que deja hablar a sus personajes testigos cuando ellos dicen mejor que el cronista. Es también el narrador intrusivo en la forma del texto, y que se vale de miles de notas para ajustar los hechos reales a una trama narrativa. Él mismo lo afirma: “Por desgracia ¿o por fortuna? en esta ocasión mi único mérito estará en la sintaxis y en la secuencia de la narración, o sea que contaré como me dé la gana y lo necesario, y nada más, y ojalá en eso hallemos mérito” (Acapulco, 2001, p. 420). Por eso en la crónica Sahagún, cuando habla de la región hidalguense donde se construyeron los motores del metro, camiones y herramientas, primero muestra a los indígenas que fueron explotados desde la conquista, y después a los campesinos que fueron explotados por los ricos, y luego a los pobres que fueron explotados por el gobierno, para finalmente llegar a los obreros que no tenían nada que perder cuando se les ofreció trabajo para ennoblecer al país y también fueron explotados. De igual manera en el libro Chicoasén nos muestra el silencio de los ingenieros que sólo saben platicar de la obra y hablan sólo de lo que dicen los manuales y de la energía eléctrica que generan para todo el país, pero son incapaces de explicar por qué se emborrachan todos los fines de semana, o por qué huyen a los brazos de las prostitutas de Tuxtla Gutiérrez, o por qué sufren el desamor de las mujeres que se cansaron de esperar que volvieran de aquel lugar donde lo más importante era el progreso de México. Y todos estos retazos de conversaciones, todos los datos aparentemente inconexos, todas las voces, las personas, los días, las horas sirven para que Ricardo Garibay, el narrador, encuentre el hilo que conduce su crónica, aquello que le da sentido al conflicto narrativo que quiere mostrarnos. Y es que Garibay en sus crónicas es ante todo un narrador.
La lectura extensiva y continua de estos textos permite percibir la metodología que usaba en su escritura, la importancia que daba a estos trabajos periodísticos. Asimismo, muestran algunas de sus obsesiones y, a diferencia de sus obras de memorias, no se ve al autor urgido por ganar dinero; en comparación con sus novelas, no es el estilista que lleva al límite sus pretextos narrativos, sino que en sus crónicas es el escritor que antepone su obra a cualquier otra cosa y de ahí la dedicación que pone en cumplir con su oficio. Dentro de los diez tomos que conforman su Obra reunida, dos están dedicados a la crónica, siete libros en total, publicados entre 1955 y 1986: Nuestra Señora de la Soledad, Diálogos mexicanos, Sahagún, Las glorias del gran Púas, Acapulco, De lujo y hambre y Chicoasén. En ellos es posible admirar un tono pulcro y una fiera personalidad, una narrativa limpia y bien trabajada, así como un México que hoy, lamentablemente, no ha desaparecido. También contemplamos el universo que conforman las distintas clases sociales, las diferentes regiones del país y las incongruencias que aún se viven: mientras unos apenas malcomen una vez al día, hay quienes importan los alimentos que degustará con sus finos invitados. Además, en estos textos se muestra una valentía frente al poder que en ese momento era meritoria, pues la represión y la censura eran prácticas habituales (su posterior relación con Gustavo Díaz Ordaz merece un análisis aparte). Hay detrás de cada crónica, y esto es tal vez lo que impide replicar la práctica periodística de Garibay, un hombre culto, preocupado por las letras y quien se rinde por completo a su oficio; alguien preocupado por las causas sociales, pero no como una simple forma de quedar bien ante los demás, sino con la intención de comprender su realidad y abonar por un cambio; hay la bravura de aquellos autores que consideraban que la escritura podía cambiar el entorno y que sabían dónde colocar un punto o una descripción exacta para tocar el corazón de un lector.
Señalar la oralidad en la obra periodística de Garibay es sólo atisbar una parte minúscula de su trabajo, pues este sólo es viable a partir de los grandes cimientos que construye desde la perseverancia y tiempo que dedica a cada uno de los temas que explora. Hay en sus textos el compromiso con la palabra y consigo mismo, por eso alza la voz y denuncia, pero también reconoce cuando se equivoca. Las crónicas de Ricardo Garibay son piezas que deberían consultarse en todas las escuelas de periodismo, pero también en los cursos de escritura creativa.
Contemplar la obra de Garibay sin ir a sus crónicas es perderse a un escritor preocupado no con la literatura sino con cada una de las palabras que escribe. Por ello es de celebrarse la reedición de sus obras tras su centenario de vida. Cada uno de sus libros pone en la vitrina la obra de un autor cuyo mérito fue resistir en sus palabras, quien resulta un faro para regresar a la literatura de altos vuelos y cuyo ejemplo de constancia y buena pluma debiera ser atendido por el actual campo literario del país. Su periodismo es muestra de ello.
Referencias
Garibay, Ricardo. “Acapulco”. En Obras reunidas 4. Crónica, uno, pp. 249-451. México: Océano/Conseo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/FOECAH/Conaculta, 2001 [1978].
_____. “Chicoasén”. En Obras reunidas 5. Crónica, dos, pp. 185-257. México: Océano/Conseo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/FOECAH/Conaculta, 2001 [1986].
_____. “De lujo y hambre”. En Obras reunidas 5. Crónica, dos, pp. 33-183. México: Océano/Conseo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/FOECAH/Conaculta, 2001 [1981].
_____. “Diálogos mexicanos”. En Obras reunidas 4. Crónica, uno, pp. 41-195. México: Océano/Conseo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/FOECAH/Conaculta, 2001 [1975].
_____. “Las glorias del gran Púas”. En Obras reunidas 4. Crónica, uno, pp. 215-247. México: Océano/Conseo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/FOECAH/Conaculta, 2001 [1978].
_____. “Nuestra Señora de la Soledad, en Coyoacán”. En Obras reunidas 4. Crónica, uno, pp. 35-40. México: Océano/Conseo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/FOECAH/Conaculta, 2001 [1955].
_____. “Sahagún”. En Obras reunidas 4. Crónica, uno, pp. 197-213. México: Océano/Conseo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/FOECAH/Conaculta, 2001 [1976].
Jaramillo Agudelo, Darío (ed.). Antología de crónica latinoamericana actual. México: Alfaguara, 2012.