En las páginas que dedicó a las relaciones entre un mezquino Sainte-Beuve y un vehemente y profético Baudelaire, escribió Marcel Proust una polémica frase en la que he pensado a menudo luego de adentrarme en las páginas que del ensayista y narrador José Prats Sariol se seleccionan para configurar este libro. La frase dice: “Cada día atribuyo menos valor a la inteligencia”.
Ya sabemos —él sabe— de los excesos de la inteligencia, de su “lado oscurecedor”, de la desconsiderada magnificación de los valores y descubrimientos de la intelección (en especial aquella que encumbra métodos y teorías), donde los viajes por el interior de un texto literario, ese que antes nos ha vapuleado de distintas maneras hasta estremecernos, ocurren bajo el imperio de un sistema, una cartografía. El resultado, por más que se parezca a la lucidez, apenas araña la superficie de esa materia inefable que es el efecto estético y emocional de la literatura. De tanta luz el texto es confinado en el proceso de una muerte veloz, o deformado por obnubilaciones que conducen a casi nada.
Prats Sariol conoce bien estas hinchazones trivializadoras y las fustiga con pasión irónica, al par que da el ejemplo: a lo largo de los años se ha ejercitado —ha ejercitado su yo y su espíritu— en la escritura de ese tipo de ensayo crítico donde conviven puntos de vista, actitudes, miradas, sensaciones, señas, ideas y procedimientos dispares, un enorme conjunto de gestos de interrogación —lo diré así— que oscilan, como un péndulo asimétrico, entre las pulsiones del análisis y las pulsiones del misterio. De la cita que confirma a la insinuación que indica caminos, de la remisión a una fuente exacta a la enunciación de una pregunta que crea o desbarata o revalida una expectativa.
Ajeno a imitaciones lánguidas y primitivas de la memoria, siempre he creído que recordar es restaurar, acceder a lo latente igual que el cuerpo “recuerda” su mejor estado y se cura al regresar a un equilibrio. De manera que, sin separarlo de su precisa y ondulante escritura, me acuerdo del amigo cordialísimo José (Pepe) Prats Sariol durante mis visitas a su casa, siempre aderezadas por lecturas, libros y anécdotas de la vida cultural habanera o de la vida a secas. En mi memoria se reactivan las imágenes de la fiesta de cumpleaños de algún amigo, en medio del traqueteo de los “tragos sociales”. Evoco el salto (¿vivencia oblicua lezamiana?) hacia paisajes remotos y de súbito vecinos —mis diálogos con Maruchi, su esposa, sobre Anne Brontë, la menos apreciada de las célebres hermanas—, y repaso, buscando contrastes, aquellos días reflexivos en que Prats, un tanto desconcertado, me decía (puedo visualizarlo en detalle) que yo había gastado energía y demasiadas “balas” en mi estudio anatómico de Jardín, la novela de Dulce María Loynaz. Puedo, además, vernos en un panel organizado por mí en el extinto Centro Cultural de España en La Habana y dedicado al 90 cumpleaños de José Lezama Lima. Alcanzo a suscitar escenas góticas en la residencia del poeta César López, frente al malecón habanero, entre vasitos de Havana Club con hielo y tazas de café: conversaciones literarias, como de costumbre, tras las cuales nos fuimos a sondear la madrugada de la ciudad en el Fiat Polski de Prats, que él llamaba “La Polaca” —era una mujer muy perra y muy veleidosa—, dando tumbos por la calle G y luego por Santa Catalina, en dirección al barrio de Santos Suárez, donde vivíamos. Pero tampoco olvido la prohibición institucional, impuesta hace veinte años a Prats y a mí en un feroz acto de censura, de que él presentara mi libro de ensayos Los dientes del dragón, con un hermoso texto que publicó en su día la revista Encuentro de la cultura cubana.
De todo ese pretérito —recuperable a pesar de los exilios, los insilios, las distancias y el infortunio de una isla de quiebras y quebrantos— quedan, creo, una sencilla cena en mi casa, en familia, más los diálogos enormes en la suya —él, sonriente en un sillón, y siempre con café y a veces con unas altaneras galleticas de jengibre que ahora mismo puedo saborear—, y un misterioso viaje nocturno, por algunos bares de La Habana Vieja ,en su compañía y la del dibujante y caricaturista José Luis Posada.
Esta Obra selecta de José Prats Sariol, escritor de diestra y servicial erudición, abre sus puertas con un ensayo extraordinario, generosísimo, perturbador, acribillado de ganancias, dador de sabias estocadas: “¡No leas poesía!”. A mi modo de ver es un ensayo-credo, un texto-autorretrato en el que hay una fe, una vital combustión y un dadivoso ofrecimiento de lo impalpable. Ya lo conocía, o lo desconocía en la retahíla de mis lecturas del pasado inmediato, y por eso he vuelto a él tras años de olvidarlo, convenientemente o no, aun cuando se trata —lo compruebo otra vez— de una de las meditaciones más frondosas que conozco acerca de la naturaleza real de la lectura.
Uno no lee poesía, sino poemas. La inapresable esencia de lo poético, lugar común que no por serlo pierde su inquietante fulgor, escapa siempre. El lenguaje, único medio que tenemos para aventurarnos allí, es un sistema insuficiente, unreliable como diría Harold Bloom. “¡No leas poesía!” se ubica precisamente en el inicio mismo de este libro porque hay que advertirlo de entrada: uno no habla, diserta, piensa o escribe sobre determinado poema, o determinada novela, sino más bien sobre la imagen mental —llena de meandros, interpolaciones, ruidos, asociaciones y residuos— que un texto deja, o sobre su inevitable (y espontáneo) modelo de sí mismo tras la sucesión de las miradas, las lecturas. Leer es, incluso, un acto autorreflexivo, un enjambre de rebotes que se multiplican en espirales y zigzags, en capas y sedimentos. Y dar buena cuenta de la lectura, describir e interrogar sus trayectorias, sus marchas, sus trazos, es, quizás, el desafío primordial del ensayo crítico.
Comparecen aquí meditaciones que alcanzan a revelar por qué y cómo José Prats Sariol va contra el escamoteo y la superficialidad —shallowness—, que es el “vicio mayor”, como dijera Oscar Wilde (imagino que en voz baja, pero para sí y los demás) en los momentos finales y trágicos de su fama, en la última sesión del juicio al que lo sometieron, frente al tribunal que lo condenó.
Harold Bloom mencionó alguna vez la batalla que él había librado, durante medio siglo, contra la frivolidad, el mal gusto y lo banal. Contra ese escamoteo y esa superficialidad. Y consideró que había perdido la guerra, ya que lo más que puede hacerse, añadía con pesimismo —¡o sentido común!—, es hablar de ciertas cosas que sí importan con/entre un reducido número de fieles, de oyentes sutiles y sensibles, de lectores emocionables y competentes.
Este libro de Prats Sariol, que tuvo la suerte de conocer personalmente al enormísimo Bloom, da fe de cómo el ejercicio del ensayo crítico es un acto de resistencia ética, cultural y humanística, más allá de los sinuosos y retardatarios (por manipuladores y constreñidos) “ademanes de identidad cultural”. Porque Prats es un escritor “sin mandato”, como se acostumbra decir. Un escritor-lector vigorosamente emancipado de todo excepto de los riesgos del compromiso con la libertad creativa, la verdad y sus explicaciones. En su Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides incita a pensar en valiosas evidencias de que ser feliz significa ser libre, y que ser libre significa ser valiente. Ahí, supongo, hay todo un programa de vida.
La gran poesía —y, a su manera, esta Obra selecta es una reunión de grandes poetas— se constituye en un sabio no saber, y la escritura de poemas en otro no saber, así como la reflexión crítica equivale a moldear un “desconocimiento” que poco a poco va alumbrándose y que se halla saturado de interrogaciones. Sin embargo, ¿acaso no se transforma, en cierto momento, una sucesión de preguntas visibles en una sucesión de respuestas invisibles?
Como dice Prats Sariol: “escribir parece que es indagar”. Su estilo es persuasivo, distinguido, pero tiene filo, contrafilo y punta. No podía ser de otro modo. Él se mueve entre demostraciones y sugerencias, entre pruebas y sospechas. Vislumbro a alguien que se va de pesquería, puro trabajador esforzado y en estado de entusiasmo —me remito a la visión griega del acto de entusiasmarse—, rastreando certidumbres de la literatura. Y no deja de ser elegante, incluso, en ese rico y deleitable tirijala que se produce antes de izar los peces a bordo. Contra la haraganería formal y la del pensamiento, y contra esas conclusiones acomodaticias, pasivas, contemporizadoras que no retornan a la vida.
Voz independiente la de Prats Sariol, refinada ya, a ratos, por una especie de escepticismo animoso, que se asienta en la dignidad, la ironía de la cultura, las enormes lecturas, el fragor del espíritu oído en los grandes poetas. Voz que es, por consiguiente, como una argamasa donde se unen la sagacidad, la perspicacia, la pasión explicable y la capacidad de compartir y explicar los entresijos de la poesía. Que la inteligencia no rebaje ni trivialice lo que el alma, en el lenguaje, trata de decir sin conseguirlo, a pesar de la rotundidad y la belleza de esas obras que nos conmueven de la cabeza a los pies.
Prats Sariol, hombre de garbo y distinción, es una mezcla no uniforme de varias cosas: cordialidad desprendida y espontánea, precisión (de todo tipo: académica o mundana), disciplina, y una socarronería didáctica que puede devenir corrosiva y que nunca es en vano. Estos ensayos son esmerados, creen en el escrúpulo de la utilidad y se ejercitan en el juicio cabal porque han sido concebidos como una enérgica forma de atender para entender y, al final, comprender. No es otro el proceso autodemostrativo, esclarecido por una ética que es pesquisa y liberación. De manera que no daré la espalda a la tentación de recorrer, siquiera con brevedad, los contenidos que esta Obra selecta regala al lector.
Luego de “¡No leas poesía!” entramos en las vecindades, de singular riqueza, de Quevedo y Guillén. No siente Prats Sariol el menor estorbo, por ejemplo, en destacar y contraponer, con discernimiento preciso, los versos “politiqueros” y los versos agudamente anticanónicos de Nicolás Guillén y Francisco de Quevedo, pero desde las evidencias del manejo, en ambos, de la métrica castellana —refundación y herencia temprana en el español y acrisolamiento en el cubano— en sorprendentes vasos comunicantes. A continuación nos devuelve a una Fina García Marruz en su poética de la dimensión desconocida de lo habitual, lo sabido, lo ya advertido. Creo que es importante subrayar aquí que Prats Sariol pone la luz justo encima de ese principio de la ausencia de búsquedas formales conscientes, en favor de la casi infinita extensibilidad matizada del principio romántico, o del Romanticismo lógico (no el histórico, claro está), en el abrazo de la melancolía. Y desde allí, con remisión a la metáfora de Keats, teje y desteje el ensayista una extraordinaria genealogía del sentimiento y la inefabilidad en poetas y poemas de otros paisajes y otros tiempos, pues explora la escritura de García Marruz en su discreto pero apasionado fundirse con otros, confundirse.
Con los asedios a Gastón Baquero descubrimos el valor que le concede el poeta a la intención y el instinto. Prats Sariol examina su personalidad lírica como brotada de su propia relación con lo que escribe. Y prefiere, siguiendo al imponente Erich Auerbach, ahondar en un fragmento, un pasaje, un texto en apariencia solitario —“Marcel Proust pasea en barca por la bahía de Corinto”—, y extenderse desde allí con comodidad y sin coartar ni la pasión propia ni la necesidad de recorrer otras regiones por medio de citas muy esclarecedoras que, por cierto, muestran su cortés discreción, pues sabe que la cita complementa y adoba al alumbrar, como ninguna reflexión, la reflexión misma. De Baquero, que transmuta su enormísima cultura en fantasías narrativizadas, llega a Eliseo Diego, poeta de la memoria resolutiva en quien se cuecen varias identidades que regresan del pasado y se armonizan (o no) en el presente, y donde todo misterio es, en definitiva, el del tiempo y lo temporal.
Prats Sariol nos descubre, en la mordacidad lírica de Heberto Padilla, un reverso caracterizado por cierta interlocución cariñosa, enseriada al cabo por la necesidad íntima del afecto verdadero. Y distingue el “sentido fáustico” de la poesía de Padilla, su vínculo entre la autenticidad y las palabras vitalmente forjadas. Y cuando más adelante se aposenta en las determinaciones de lo cubano según Cintio Vitier, se arriesga a añadir dos características más que merecen y tienen sus respectivas explicaciones: la desconfianza y la trivialidad. Más tarde accedemos al mundo de la María Zambrano discípula no epigonal de José Ortega y Gasset. La mujer que, aproximándose cada vez más al Arquetipo del Sabio en su “saber sobre el alma” y desde una “prosa sinfónica”, indirectamente explica por qué el silencio de Ortega, en relación con la dictadura franquista y sus crímenes, no significó otorgamiento. A partir de este punto, cuando se detiene en el diálogo entre Masa y poder, de Elias Canetti, y La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, Prats Sariol pone en evidencia una suerte de dolorosa cercanía con la testificación y el juicio de la empobrecedora y empobrecida realidad cubana del presente.
Álvaro Mutis es absorbido aquí entre fugarse y evadirse, en particular en la fuga como arte contrapuntístico, o más bien en el procedimiento “fugal”: algo que no es forma definitiva sino cualidad y condición de aquello que se insubordina y se separa, emancipado. Mutis y la fuga hacia una “nada” totalizadora donde lo que cuenta es el viaje. La fuerza renovada, clásica, de un lugar común —el viaje— centrado en la metáfora del agua, el mar, las travesías y los puertos. Siguiendo a Cioran, la poética autoral de Mutis se verifica, de acuerdo con Prats, en el acto de protegerse y florecer en la fecundidad de lo peligroso. Después el ensayista se sumerge en la remembranza y el repaso de Juan José Arreola y el universalismo de una inteligencia “amarrada” —pero con libertades totales— a un ejercicio casi sin parangón de la metáfora y de la lengua, en el espacio del cuento breve. Según el ensayista, Arreola es “un filigranista orgulloso de serlo” en esa suerte de hedonismo linguoestilístico que el escritor mexicano ejerce.
Entusiasma coincidir con Prats Sariol en sus valoraciones sobre lo atmosférico en Juan Carlos Onetti, y con su precisión al observar que Onetti triunfa como narrador en “una estructura aditiva que tiene en la parsimonia su mejor ironía”. La legibilidad, hoy, de Onetti, es hija de su insobornable escrutinio de la conciencia de sus personajes, y así Prats Sariol se adentra en uno de sus más importantes relatos: “El infierno tan temido”. Y precisa que en el hombre de El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964) el estilo es “jadeo, circunloquio hábil”. Este ejercicio incorruptible y celoso de la independencia intelectual es el que también estima y tasa en Octavio Paz, un escritor que se posiciona contra la que él mismo llama “peste autoritaria”. Prats Sariol destaca los valores correlacionadores y las ventajas de movimiento de lo que él, observando a Paz, llama su “hermenéutica ecléctica”.
Al avecinarse a Kafka y Canetti —el primero en el segundo—, subraya Prats Sariol un enlace literario irrompible que se fragua sobre el trasfondo del conocimiento de “los factores que convierten a los intelectuales en borregos”, como indica el ensayista. En su inspección y tanteo de Auto de fe, de Canetti, que es una novela atravesada por el espíritu y la desazón de Kafka, se detiene en dos sentimientos básicos: el miedo y la indiferencia. Y así reactualiza, directa e indirectamente, la sombra que arroja Canetti sobre cualquier aproximación decente y objetiva a la realidad cubana, en concreto el problema de la actitud del intelectual—hombre de libros— entre el conocimiento y el desconocimiento del mal.
Con Montaigne y Bloom sostiene Prats Sariol una conversación continua, apreciando en ambos, tan distantes en términos temporales, algo que el mundo contemporáneo y sus ritmos consiguientes tienden a abolir, perturbar y descalificar: la lenta degustación del conocimiento. De la comida rápida se va al despotismo de un desastre mayor: la jerarquización del conocimiento expeditivo, comprimido, ligero. Prats señala en Montaigne algo que también se encuentra en Bloom: el no confiar en la eficacia de un solo punto de vista al asentarse con comodidad, rumiando y cavilando, en el disfrutable vaivén del yo entre disímiles miradas y perspectivas.
El desenlace—lo llamaré así— de esta Obra selecta se entrega a los acentos, vericuetos y modulaciones de la ficción. ¿Acaso ficción súbita? No recuerdo quién lo aseguró, pero estoy cada vez más de acuerdo con la idea de que sólo en el interior de las ficciones podría uno encontrarse con la verdad, vislumbrarla, verla pasar. Prats Sariol se allega a la ficción derivativa, a una suerte de microrrelatos contrastados, entre paisajes interiores y momentos fugaces, en sus acercamientos a Rimbaud, Pessoa y Wallace Stevens. Cuadros de vivir y dejarse vivir. Y hace que los tres se integren en lo cotidiano-imaginado. Sin embargo, ¿acaso no es siempre lo cotidiano, lo más inmediato, una consecuencia o efecto de nuestras conjeturas y del lenguaje que nos da forma? Consecuencia de vivir en el lenguaje y gracias a él. No podría ser de otra manera. Y ahí, tras el poeta de las iluminaciones, el poeta de las máscaras y el poeta de la realidad imaginada va terminando este libro, con una coda que Prats Sariol dedica a la errata, a la errita —meta-errata—, sumergidos lector y autor en una sana carcajada final.
Leer es conmovedoramente peligroso. Hacerlo, en ocasión de esta Obra selecta, me ha puesto en la silla del Viajero del Tiempo de H. G. Wells, aun cuando se me haga repudiable la idea de ver el horizonte del futuro, en especial el de Cuba, poblado por el ganado de los Eloi y los omnímodamente poderosos Morlocks. En Prats Sariol el acto de leer, interrogar la literatura —descifrar la belleza y desarropar la médula de ciertos libros, de ciertos textos—, se transforma en eje y desvelo de su vida. Está investido de la cortesía de escribir bien (como apuntara Eliseo Diego hace tantos años), complemento del singular civismo de manejar con maestría esos distintivos de los textos donde la sorpresa es hija de la mutación y del pensamiento complejo, siempre bajo el impulso de facilitar nuestro encuentro con lo que él anhela subrayar y/o demostrar. Tengo, así, la suerte de contar con la amistad de un humanista auténtico, es decir, un hombre que puede, regocijado, expresar los desafíos de la poesía como si fueran (porque al cabo lo son) desafíos de la existencia.
Prólogo a José Prats Sariol, Obra selecta, Ed. Aduana Vieja, Valencia, España, 2021