Mi biblioteca

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A mi biblioteca se entra con facilidad y con facilidad se sale, pues la mayor parte de los libros cabe en un solo cuarto. Tengo algunos más en la recámara y en una pequeña sala, y en el closet del baño, pero la mayor parte de ellos están en lo que, con gentileza, podríamos llamar la biblioteca. Éste es un cuarto amplio –veinticuatro por dieciocho pies—y es muy agradable. El cielo raso es alto, la pintura blanca, el listado del papel tapiz blanco, y el sol, cuando brilla, lo hace a través de altas ventanas de estilo gótico victoriano. Incluso cuando no brilla, el cuarto se mantiene cálido e iluminado por su vista al sur. A lo largo de los muros hay una docena de libreros de madera de diferentes tamaños y formas, un par de ellos bien diseñados, baratos los demás. En medio del cuarto se yergue un curioso objeto: un librero que alguna vez perteneció a mi abuelo. Tiene, en el frente, un estante que apoyado en dos pilares torneados de madera sobresale ligeramente, y un fondo muy pulido. Hay quien sostiene que es el armazón modificado de una cama. Ocupaba una posición similar en su estudio hace unos cien años –mi abuelo fue clérigo de pueblo. Armazón de cama o no, es agradable y original, y he tratado de llenarlo con volúmenes de gravedad apropiada a su pasado. Están ahí las obras teológicas de Isaac Barrow, trece volúmenes encuadernados en piel de cabra, estampados con las armas del colegio. Están las obras de John Milton, cinco volúmenes similarmente ataviados. Está el diario de Evelyn empastado en piel de ternera, y el Thucydides de Arnold, y Tácito y Homero. Están también las propias obras de mi abuelo, que tienen títulos como One Primeval Language, The Apocalypse Its Own Interpreter y Mohammedanism Unveiled. ¿Ha leído usted los libros de mi abuelo? ¿Los he leído yo? No.

Mi abuelo, pues, es una de las influencias que puedo rastrear en mi pequeña colección. Nunca lo conocí en persona. Tuvo que ser más bien intimidante. Su carácter era dogmático y severo y no aprobaría del todo la compañía en la que lo obligo a estar hoy. Cerca, en un librero colocado entre las dos ventanas, acechan libros de otro tipo –Anatole France, Marcel Proust, Heredia, André Gide— la clase de franceses a cuyos heraldos denunció en un sermón predicado a su grey en 1871, en ocasión de la caída de París. Es irónico que de sus libros el que más estimo sea un libro francés. Es una gran enciclopedia en 52 volúmenes –la Biographie Universelle de 1825. Cada volumen tiene su correspondiente ex-libris con las armas de sir James MacKintosh, su dueño anterior. Está en malas condiciones –sus pastas rotas—pero es un útil instrumento de referencia, recreativo y ameno. No hay nada superficial en ella. Data de los días anteriores a la fractura de Europa, y es bueno regresar de tanto en tanto a aquellos días. Nos reconfortan.

La siguiente influencia que debo apuntar es la de su hija, mi tía. Heredé sus posesiones y tuve que deshacerme de la mayor parte de sus libros antes de que pudiera instalarme en mis presentes dominios. Pero conservé lo que más me gustaba, suficiente para recordarme su cultivada y atractiva personalidad. Fue una mujer soltera, de carácter fuerte y gran lectora, en particular de buena prosa. Trollope, Jane Austen, Charlotte Yonge, Malory, vigorosas biografías de vigorosos victorianos que han llegado hasta aquí por ella. Libros sobre pájaros –Bewick y Morris. Los pájaros me recuerdan su ex-libris. Tenía uno encantador, con frondosos arabescos circundando un escudo. De los arabescos asomaban pajarillos, perros y una ardilla –algunos de los seres vivientes que rodeaban su casa de campo donde pasó una vida apacible, feliz y extremadamente útil. Estaba interesada en el trabajo artesanal –promovió la enseñanza de la talabartería en el pueblo. Ella misma era diseñadora y artesana, diseñó e hizo cubiertas que fueron utilizadas en la encuadernación, y mis estantes (a los que ahora volvemos) están enriquecidos con muchos ejemplos de su destreza. Están aquí las Cartas de Charles Darwin (a quien ella conoció) y la Praeterita y el Giotto de Rushkin –un fino ejemplo en piel de cochino que combina la legendaria O de Giotto y sus propias iniciales. La más ambiciosa de sus todas sus encuadernaciones –The Yubáiyat of Omar Khayyám—se la regalé a un amigo oriental después de su muerte. Aún extraño aquel libro y quisiera recuperarlo. Veo todavía el encantador diseño con el que decoró las pastas –jugadores de polo copiados de una antigua miniatura persa–, un diseño junto al cual los forros contemporáneos resultan un pobre sustituto.

Sin embargo, yo mismo soy un contemporáneo y debo volver a lo mío sin demorarme más en influencias ancestrales. ¿Qué he traído a mi biblioteca? Deliberadamente no mucho. Nunca he sido un coleccionista, y la locura por las primeras ediciones la coloco junto a la colección de estampillas postales –no puedo decir menos. No es adulto y expone al amante de los libros a toda suerte de sinsentidos en manos de los tratantes de libros. Uno nunca debería tentar a los tratantes de libros. Yo soy amante del contenido de los libros, de sus palabras –un libro intonso inspira tanto como una botella de vino sin descorchar—y por mucho que disfrute de la buena impresión y de la buena encuadernación, éstas siempre se mantienen subsidiarias de las palabras: las palabras, el vino de la vida. Mi punto de vista, estoy convencido, es el correcto. Pero también estar en lo correcto ha tenido sus desventajas, y me siento obligado a admitir que mi biblioteca, tal como la he creado, es más bien un revoltijo. Aquí hay un tipo de libros, allí hay otro, y no hay un número suficiente de libros sobre ningún tema para marcar una nota dominante. Libros sobre la India y libros escritos por indios, poesía moderna, historia antigua, novelas norteamericanas, libros de viajes, libros acerca del estado del mundo y sobre el Estado-mundial, libros sobre la libertad del individuo, libros de arte, Dante y libros sobre él –todos ellos tienden a inundar a los otros, para no mencionar el habitual estanque de panfletos que debe ser drenado periódicamente. La ausencia del instinto de coleccionista, la ausencia de una deliberada selección, se ha combinado con una recomendable variedad de intereses para dar origen a una biblioteca que no produce ninguna impresión definida en los visitantes.

No tengo un ex-libris –demasiada timidez o demasiada molestia. Tampoco puedo ordenar bien mis libros. ¿Deberían ser ordenados por temas o por tamaños? ¿Debe un antiguo gran Froissart colocarse junto a The Times Atlas, o junto a un delgado Philippe de Comines? No los sacudo o limpio tanto como debiera, o aceito o alineo sus lomos adecuadamente. No están reglamentados. Sólo en la noche, cuando las cortinas están bajadas y el fuego parpadea, y las luces están apagadas, recobran su propiedad y alcanzan una dignidad colectiva. Es muy placentero sentarse junto a ellos a la luz del fuego por un par de minutos, sin leer, incluso sin pensar, pero consciente de que ellos, con su acumulada sabiduría y hechizo, están esperando ser usados, y que mi biblioteca, a su manera frágil e imperfecta, es una sucesora de las grandes bibliotecas privadas del pasado. ¿Ha prestado alguna vez sus libros?, podría en este punto preguntarme alguien con un vigoroso tono público de voz. Sí, y no fueron devueltos, y todavía presto libros. ¿Ha pedido libros prestados? Sí, los he pedido, y puedo ver a mi alrededor algunos de ellos que no fueron devueltos. Estoy a favor de una deshonestidad recíproca. La propiedad de las cosas me proporciona un placer peculiar, que se acrecienta conforme envejezco. Es de la misma clase, aunque no tan fuerte, que el deseo de poseer tierras. Pero como toda posesión, no llega hasta las raíces de nuestra humanidad. Estas raíces son espirituales. El deseo más profundo en nosotros es el deseo de comprender, y a ello me refiero cuando digo que lo que en verdad importa de los libros son las palabras –las palabras, el vino de la vida–, no su encuadernado o su impresión, no el valor de su edición o su valor bibliográfico o el valor que se deduce de que haya permanecido intonso.

Nuestro libro favorito es tan elusivo como nuestro budín favorito, pero ciertamente hay tres escritores a quienes me gustaría tener en cada cuarto, al alcance de la mano en todo momento: Shakespeare, Gibbon y Jane Austen. Hay dos Shakespeare en mi biblioteca y también fuera de ella, un Gibbon dentro y uno fuera, un Jane Austen. Y, por supuesto, tengo algún Tolstoi, pero uno difícilmente quiere un Tolstoi en cada cuarto. Shakespeare, Gibbon y Jane Austen son mi elección, y en una biblioteca uno piensa más en Gibbon. Gibbon amaba los libros pero no estaba dominado por ellos. Sabía cómo usarlos. Su busto quedaría muy bien en el librero de mi abuelo, para indignación de mi abuelo.