Para Valeria Villalobos Guízar
Desde su aparición en 1972 hasta su última reedición en 2022, Los demasiados libros de Gabriel Zaid ha suscitado cantidad de reseñas y artículos, lo cual contraviene hasta cierto punto el espíritu del libro. Estos ecos, sin embargo, son testimonio del reconocimiento a una obra que se ha enraizado profundamente en el mundo iberoamericano, y aún más allá, según lo demuestran sus siete ediciones en español y once traducciones a otras lenguas.
Las variaciones sobre el tema central –agudamente enunciado en el título, y que podemos poner bajo el signo del exceso–, sirven como una introducción a la cultura escrita en la era industrial. Si la imprenta es el medio de producción privilegiado de esta historia, alrededor de ella se congrega una larga lista de oficios, de entre los cuales el autor y el lector no son sino otros tantos actores: editor, impresor, corrector, patrón, distribuidor, librero, reseñista, diseñador, ilustrador, profesor, investigador, crítico, estudiante… Así, las reflexiones de Zaid colindan con la sociología de la literatura –de la que Gisèle Sapiro hace hoy sus delicias en París–, y hasta con la historia del libro, reformulada y proclamada por la cruzada editorial de Irene Vallejo. “En muchas cosas –apunta Zaid– el progreso destruye la diversidad. No en el caso del libro. Desde el siglo XV han venido aumentando los conocimientos, la población escolarizada, el ingreso por habitante y los gustos especializados. Paralelamente ha bajado el costo de publicar. Todo lo cual favorece la diversidad. Cada vez se publica más, con más facilidad, de más diversas cosas.” (p. 34). Más adelante, una crítica de la idea corriente de globalización (reverso de la “usamericanización”), es decir Google e inglés para todos, se asoma en una de sus páginas más lúcidas y libertarias: “Es un mito: el de la transparencia, el de la Torre de Babel superada en un Yo totalitario. Nos quejamos de la confusión de lenguas, de la variedad de conversaciones, porque soñamos con la atención universal, inabarcable para nuestra finitud. Pero la cultura es una conversación cuyo centro no está en ninguna parte. La verdadera cultura universal no es la utópica Aldea Global en torno a un solo micrófono; es la babélica multitud de aldeas, todas centros del mundo. La universalidad asequible es la finita, limitada y concreta de las conversaciones diversas y dispersas” (p. 38).
La obra de Zaid, en consecuencia, ha sido visionaria, y podríamos decir que ha creado a los lectores capaces de entender, apreciar y relativizar a los teóricos o divulgadores contemporáneos. Los demasiados libros había llamado la atención de varias generaciones sobre una serie de fenómenos hoy insoslayables en los estudios literarios: centros y periferias de la producción, el poder de los consorcios editoriales, la traducción como poder cultural, la revolución digital, el lugar de la poesía y la novela en el mercado, los letrados como una clase social por sí mismos (“se estima que en 2052 habrá en los Estados Unidos 148 millones de autores y 129 millones de lectores”), entre otros.
Se trata de una lección contra la ingenuidad de suponer que los libros, las revistas y las publicaciones, por así decir, caen del cielo; “puesta en abismo”, también, en que nos vemos leer un libro sobre la producción de los libros (con lo que ello implica de penetrar un arcano), creando si no un vértigo conceptual, sí una necesaria profilaxis o vacuna para todos aquellos viciosos de la lectura (oh Emma Bovary y don Quijote), para que sepan poner en su lugar y en su justa dimensión esa tecnología llamada libro. No pretende Zaid agotar los temas, sino dar orientaciones. Una, entre ellas, sería la siguiente: el libro es un objeto banal, y al mismo tiempo, “talismánico”, casi en sentido antropológico, es decir mágico o sacro. Enajenación y liberación, disciplina y placer, vocación burocrática y poética: el libro transmite la energía de estos polos cargados de la experiencia humana.
Reconocer esta ambigüedad o ambivalencia opera en el lector de Zaid una saludable distancia ante lo que aparece a todas luces, y con estadísticas sobre la mesa, como una plaga o infestación de letras; manifestación de la cultura, finalmente, que como sabemos aborrece del vacío (“la humanidad escribe más de lo que puede leer”, p. 35). Esta distancia toma a veces aires de polémica o, cuando menos, de paradoja. Sólo un bibliófilo consumado puede ofrecer un florilegio como el siguiente de citas contra la escritura:
Sócrates criticó el fetichismo del libro (Fedro). Dos siglos después dijo el Eclesiastés (XII, 12): “Componer muchos libros es nunca acabar, y estudiar demasiado daña la salud. Basta de palabras. Todo está escrito.” En el siglo I, escribe Séneca: “La multitud de libros disipa el espíritu” (segunda de las Cartas a Lucilio). En China, en el siglo IX, el poeta Po Chu Yi se burla de Lao-Tsé: “De sabios es callar, los que hablan nada saben –dicen que dijo Lao-Tsé en un libro de ochocientas páginas”. En Argelia, en el siglo XIV, Ibn Jaldún: “Los demasiados libros sobre un tema hacen más difícil estudiarlo” (Almuqaddimah, VI, 27). En Alemania, en el siglo XVI, Lutero: “La multitud de libros es una calamidad” (Charlas de sobremesa, 4691). Don Quijote, al enterarse de que se había escrito el Quijote: “Hay algunos que así componen y arrojan libros de sí como si fueran buñuelos” (II, 3). Montaigne: “Se busca más interpretar interpretaciones que interpretar las cosas. Hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro tema. No hacemos más que glosarnos los unos a los otros” (Ensayos III, 13). Samuel Johnson: “Es extraño que se escriba tanto y se lea tan poco”, etc. (p. 25)
Se echa de menos aquella lapidaria de san Pablo: “La letra mata” (II Corintios, 3, 6), y que bien podría ser el título de un panfleto contra la escritura. Los demasiados libros no es este panfleto, porque su lectura nos revela hasta qué punto, y a pesar de todos los reparos y análisis, nuestra atmósfera misma, esa de la que tomamos aire para seguir conversando frente a frente o a distancia, parece estar llena, como en una noche tranquila, de las luciérnagas sin número del alfabeto.