La reproducción de los atlas

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A SHEYLA MONTERO VEGA, CONQUISTADORA DE TERRANOVA.
A SILVIA BECERRIL GUILLERMO, CONQUISTADORA DE DOMINICA.

 

Recuerdo que no hace tanto, empujado por la monotonía de la cuarentena, empecé a explorar el mundo por medio de Google Earth. Mis expediciones de escritorio solían terminar en el Océano Pacífico o en el norte de Rusia, en la tierra de los komi y los nénets. Cuando un sitio en particular despertaba mi curiosidad buscaba imágenes y me documentaba con datos que sabía que probablemente fuera a olvidar a las pocas horas. Se trataba de una especie de placer recuperado: dieciséis o diecisiete años antes, en las tardes y en las mañanas inagotables de mi niñez, habiendo liquidado todos los artículos de Encarta sobre paleontología, me ponía a recorrer el globo terráqueo virtual. Inspeccionaba los nacimientos de los ríos, revisaba los climas, las vegetaciones, las densidades demográficas, husmeaba en las fotografías de las ciudades, descubría naciones remotas cuyos nombres confundía (es posible que hoy día los siga confundiendo). El globo terráqueo que más me atraía era el nocturno: el suelo como bóveda celeste, constelaciones citadinas que bosquejaban contra el fondo negro formas geográficas remotamente conocidas. Su belleza tenía un precio, ya que no era posible acercarlo tanto como otros mapas. Aunque las megalópolis siempre saltaban primero a la vista (Tokio, Shanghái, Nueva York, México D.F.), había un encanto indudable en los puntos diminutos de luz amarilla perdidos en el océano (Numea, en Nueva Caledonia, Arrecife, en las Islas Fuerteventura). En los mapas diurnos era posible localizar estos lunares de tierra, e incluso otros todavía más pequeños, porque grandes manchas azul claro las delataban. Si se acercaba el mapa al máximo, con suerte se vería en rojo el símbolo de un aeropuerto, o el pico más alto de la isla. El resto quedaba a la imaginación. Sospecho que fue el mismo encanto que motivó a Judith Schalanski a escribir Atlas de islas remotas, que tradujo al español Nórdica Ediciones hace poco más de una década.

Judith Schalanski  escribió Atlas de islas remotas sin moverse de Alemania. La Biblioteca Estatal de Berlín y Google probablemente fueran sus mayores aliados. Un subtítulo divertido abre el libro: “Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré”. En el fondo, por tanto, cualquier información sobre las islas que aparezca en las páginas consiste en una forma estilizada de copywriting. Pero nadie va a comprar o a leer un libro como ese buscando información. Si alguien compra o lee un libro como Atlas de islas remotas es porque desea otra cosa, es porque desea comprar una colección. Judith Schalanski, que también ha escrito Inventario de algunas cosas perdidas (traducido recientemente por Acantilado), parece haberse especializado en el gabinete de curiosidades como género literario.

En las páginas impares están los mapas de las islas. En las pares, los textos. La naturaleza del texto que acompaña el mapa de la isla es heterogénea. Hay descripciones físicas, hay prosas poéticas, hay imaginativas recreaciones de sucesos reales. El hilo que cose las distintas partes del libro (la colección de islas se subdivide en los océanos donde las islas se encuentran) es la propia sustancia de la isla. Un secreto y diagonal movimiento iguala a las islas y a los desiertos: la tiranía de la topografía sobre la cultura y la historia. Vulnerables, dependientes y solitarias, las islas son una sola isla. En el libro La isla que se repite Antonio Benítez Rojo trató de demostrar que todas las islas del Caribe eran una sola. Judith Schalanski fue más ambiciosa. También fue más lúcida. Benítez Rojo escribió que viendo caminar a una mujer cubana durante la crisis de octubre de 1962 descubrió que el Caribe no era un lugar apocalíptico y que el exterminio nuclear nunca iba a ocurrir. Atlas de islas remotas puede fácilmente poner en duda su teoría: las islas han sido lugares idóneos para las pruebas nucleares, y de hecho, agregaría yo, las únicas dos armas nucleares que se han usado conscientemente contra seres humanos fueron lanzadas sobre una isla: Japón. Es más fácil causar un exterminio en una isla que en un continente.

Las islas, además, tienden a los exterminios ellas mismas. Muchas de las entradas del libro narran catástrofes y horrores. Tikopia, de menos de cinco kilómetros cuadrados, sólo permite cultivar alimentos para mil doscientos habitantes. Su cultura se ha edificado sobre el control demográfico. Cada familia nadamás puede comer lo que ella misma produce. Sólo el hijo mayor tiene derecho a dejar descendencia. Cada vez que un niño nace, el padre decide si pueden permitirse que viva. Los tornados dejan muertes indirectas: cuando las cosechas se arruinan muchos habitantes optan por el suicidio, para prevenir la muerte por hambre. En las islas pequeñas un tornado o un tifón bastan para aniquilar el orden humano, pero también el natural. La endogamia ha provocado que uno de cada diez habitantes de Pingelab (en las Islas Carolinas) padezca de daltonismo. “La culpa de todo esto es de una minúscula mutación del cromosoma ocho y del tifón Liengkieki, que asoló Pingelap hace siglos. Apenas una veintena de isleños sobrevivió al huracán y a las subsiguientes hambrunas, uno de ellos era portador de un gen recesivo que se extendió rápidamente por toda la isla”, explica Schalanski. En 1915, junto a un puñado de hombres y mujeres, el capitán Ramón de Arnauld naufragó en la minúscula isla de Clipperton (dos kilómetros cuadrados de suelo en medio del Océano Pacífico, a mil kilómetros de las costas de México). Los cangrejos cubrían todo el suelo y era casi imposible caminar sin aplastar alguno. Era lo único que podían comer. Enterraron en fosas profundas a los primeros muertos. El capitán, poseído por la locura, creyó ver un barco en el horizonte. Se arrojaron al mar en una balsa para buscarlo. Todos los hombres murieron, menos uno, que se quedó en la isla. El superviviente se proclamó rey de Clipperton y violó y mató lentamente a la población femenina. Dos años más tarde las mujeres que quedaron lograron asesinarlo a martillazos. Un barco las rescató poco después.

El aislamiento permite costumbres peculiares y extremas. “Los habitantes de Bañaba no entierran a sus muertos; cuelgan los cadáveres en el techo de sus cabañas, hasta que la carne se pudre; entonces lavan los esqueletos en el mar, el cuerpo se separa de la cabeza y se conservan en lugares separados: los huesos bajo las casas, el cráneo bajo las piedras del campo”, puede leerse. Atlas de islas remotas colecciona estas rarezas de la imaginación y de la lectura, que la disciplina de la geografía suele considerar irrelevantes. No es un atlas de la tierra y el mar, sino de otros atlas. Conoce bien este secreto: la mayoría de los mapas se han copiado entre sí. Han procreado, han multiplicado su número, en el espacio silvestre de los escritorios y las bibliotecas. Los escritores, como los cartógrafos, a veces guardan diez tomos en la noche, y aparecen once en la mañana.

Una de mis búsquedas más intensas de la cuarentena se centró en la tundra de la Tartaria, un país que jamás existió, porque los tártaros no fueron un pueblo, sino muchos. Un testimonio que había leído hacía años hablaba de una aldea komi, dos cubanos habían presenciado la exhumación de un cofre de quinientos años de antigüedad, que no debía ser abierto hasta esa fecha, 1986. Luego se dejó otro mensaje para el futuro, para dentro de otros quinientos años, acompañado por los nombres de los presentes. Busqué en Google el nombre castellanizado de la aldea. No había resultados. El testimonio no mencionaba el nombre en ruso. Luego me puse a buscar en el mapa de Google Earth pueblos con nombres remotamente similares, al norte de Blagoevo, el pequeño pueblo de referencia. Junto a un río que podía ser el que se mencionaba en el texto había una aldea de trescientos habitantes, llamada Yortom, que parecía ser la del cofre. Con ayuda del traductor busqué cualquier referencia a un cofre de quinientos años desenterrado en Yortom en 1986. No había ninguna. Se me ocurrió escribir una historia de ficción que terminara en aquella exhumación verídica, que había sido borrada del mundo. Reuní la poca información que había en ruso o en la lengua komi sobre Yortom, y me puse a investigar sobre la historia de Udora, la región, quiénes vivían allí hacía quinientos años, qué lengua hablaban, qué religión profesaban, por cuál calendario se regían, a qué poder se subordinaban. Y luego investigué sobre la vida en Udora en 1986, sus fiestas, su ropa, sus objetos domésticos, la estructura de sus casas. Busqué en Instagram personas que vivieran cerca de Yortom, y les escribí pidiendo ayuda. Dos muchachos rusos que conocían Yortom generosamente averiguaron sobre el cofre: nadie sabía nada. Pero yo escribía sobre ese mapa. Averiguaba los frutos que crecían en el bosque, las bebidas que se hacían con los frutos. Mi meta era engañar a cualquiera que leyera mi historia. Hacerlo creer que de verdad yo había estado en Yortom. Obsesivamente revisaba los mapas y colocaba en mi narración referencias a un islote que se formaba en el río Vashka, o a la extraña mezcla de nieve y barro que la vista satelital mostraba en sus márgenes. Atesoraba cada párrafo que encontraba que hiciera referencia a Yortom. Yo quería que los diez tomos que guardaba en la noche engendraran un onceno. Yo quería ser parte de Yortom. No del pueblo, pero sí de su imaginación.

Encontraba divertida la posibilidad de escribir sobre una aldea remota de la Unión Soviética desde Cuba, una isla. Desde Alemania puede escribirse sobre una isla remota. Y desde una isla remota puede escribirse sobre cómo desde Alemania se escribe sobre islas remotas. Extraje fragmentos de Judith Schalanski y los ofrecí trasplantados al lector. Las páginas, desgajadas de la realidad, son las que se reproducen. Los lectores y los escritores solo somos sus agentes. Brisas breves y nocturnas.