Juzgo una idiotez que alguien escriba un diario sin tener una vida interesante

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Mat Reding

Elogio de la confusión

 

1.

Se extingue la idea que proclamó la claridad como una de las conquistas más apreciables. Como resultado los objetos de la realidad que denominamos “colectiva” se disfrutan más cuando sabemos menos de ellos. Asimismo cuando nuestra manera de juzgarlos es tan subjetiva que cada que alguien se acerca a él para contemplarlo termina por fundar el objeto de nuevo, De este modo queda atrás cualquier indicio de monotonía, ya que la realidad nunca será la misma y tampoco, al ser parte de ella, nosotros.

Luego de intentar diversas formas posibles para escribir un libro que postule la confusión como principio vital, a la manera de un catálogo de aspiración infinita —y a los malentendidos que se generan a partir de ella—, me propuse al menos consumar una modalidad de escritura capaz de suscitar el deseo de arrojarse a sus brazos, y no sólo condenarla como efecto de un reflejo condicionado. Esa escritura, a su vez, resultaría imposible de ser fijada con absoluta certeza en espacio y tiempo. Su lectura generaría confusión en quien la lea, antes que cualquier forma de certeza. Los ojos deben llorar ante su contacto.

Puesto así, como si fuese producto de un vaivén de insolencia creativa, se antoja fácil. No lo es porque nada lo es. Lo más cómodo es generar libros que aporten elementos verídicos sobre cualquier realidad imaginable. Una biografía, un reportaje, una monografía al uso, una crónica o incluso un libelo con una intención específica. Al paso, nutrir esos productos con citas de autores del pasado: “Cicerón dijo X”, “San Agustín escribió tal y cual”, “Cervantes juzgó de manera favorable a Y”, etc. Son libros que sirven para ampliar o robustecer un conocimiento verificable. En otra vertiente, el libro que celebre la confusión está llamado a provocar tropiezos y desconcierto a su alrededor. Es una realidad que se distiende en cuanto aterriza en el cerebro de las personas.

La siembra de un zafarrancho a partir de la confusión es una rareza en el mundo actual, en donde hasta el desperdicio escrito se encuentra orientado a la generación de certezas. Es paradójico comprobar que aún preocupa el concepto de verdad. Y, pese a ello, es claro que la aspiración del hombre por hallarla ya perdió vigencia. Brota una pregunta: ¿una servilleta limpia podría generar confusión? ¿Y una que ya fue usada? La probabilidad es baja, pues nadie ignora que una vez que las servilletas son utilizadas para su función primaria, podrían ser transformadas en bolas de papel para ser arrojadas en contra de una persona. Todo resulta tan confuso y a la vez tan atrayente, que nunca es fácil proponer soluciones de manual. Entregarse a las resignación que deriva de la confusión genera paz de ánimo: llega la era de la Pax confusa.

Exploré a lo largo de los años la idea de un libro que provocara confusión y, a un tiempo, equivocaciones. Era una idea anclada en el centro de mis inquietudes, pero todo lo que lograba tenía una finalidad distinta a la que yo buscaba. Terminaba confundido, lo cual, a mi modo de entender, era un asomo de ir por el camino correcto. No es posible perseguir una escritura confusa desde la claridad. Y, no obstante, la mayor parte de los objetos de la realidad son tan claros que resultan descorazonadores. Pienso: beber un vaso de agua implica generar orina, lo cual deriva en una visita al sanitario. Esto hace funcionar el sistema de aguas de una ciudad con millones de habitantes. Todos orinan y todos defecan, con lo cual se adiciona otra variable a la ecuación. Es un acto que genera millones de actos humanos. Conclusión (posible): el mundo funciona con una lógica implacable pese a que nadie se entere de ello. La normalidad vuelta una transparencia presente. Es momento de atentar contra esta imposición mecánica de engranajes que nunca fallan.

No parecía fácil rastrear alguna idea sobre la confusión, ya que las palabras para designar a esa modalidad de (ir)realidad (pseudo)psicológica, tiene la claridad suficiente para allanar a cualquier sofista. Ahora recuerdo que por equivocación comenté mi iniciativa en una cena con escritores, quienes hicieron toda clase de recomendaciones sobre el libro de la confusión. Algunos recordaron que tal o cual escritor habían abrigado una tentativa semejante; otros, menos dispuestos de ánimo, metieron su nariz en la copa de vino y sugirieron que debería abandonar las ideas que siempre me revoloteaban (la mayor parte de ellas, ridículas, a su juicio [fue notorio que lucharon por no decir “confusas”]), para dedicar mis esfuerzos a la escritura de un libro significativo para la tradición literaria, “uno que recogiera los hallazgos del pasado y los proyectara hacia un futuro probable, escrito con un toque de acento local”. Esto es: consejos de abuela para la tos.

 

2.

La cita textual se impone como necesaria, ya que no hay otro modo de evidenciar su perplejidad ante lo que les había planteado. Esto me sucede con frecuencia, así que no me detendré en comentarlo. A pesar de ello, asumí que la falla era del todo mía, por lo que no volví a mencionar nada relativo al libro sobre la confusión como fuente de entendimiento atípico, no porque me pareciera confuso —esto habría sido una ganancia—, sino porque era una pérdida de tiempo simple y llana. Quizá debí preguntar lo mismo a los pintores, los músicos o los danzantes. El juicio sobre la materia del arte varía entre disciplinas, y lo que para unos es una invitación franca para otros es un muro tapiado.

El abandono de esta iniciativa se me impuso como una decorosa imposibilidad, así que me resigné a rastrear libros que abandoné por confusos porque detonaban un error, no admitían terminarse en algún punto determinado, no interesaban a nadie o, sencillamente, porque no me dejaban tranquilo respecto a la meta que me había propuesto. Ejemplo: juzgo una idiotez que alguien escriba un diario sin tener una vida interesante; reseñe libros que nadie leerá y que nadie compraría en la librería; redacte un devocionario con forma de catálogo para consignar afectos literarios; o, si esto es posible, subraye la importancia de la luz en las visitas a los acuarios, zoológicos o grutas.

Una sensación semejante al triunfo me inundó con el rostro del editor al recibir aquel libro, una vez que estuvo terminado. Aún puedo ver que me miró con una expresión cercana a la de quien atestigua la perpetración de un acto confuso capaz de generar barullo. No necesito nada más para dedicar mis esfuerzos a extremar la propuesta y lograr no sólo un libro confuso, sino uno abiertamente incapaz de ser utilizado para cualquier fin imaginable, presente o futuro, como no sea la ejemplificación de un derroche de energía humana. Además, finiquitarlo orondo, con la seguridad de que motivará decenas de tergiversaciones en quienes tengan la mala fortuna de intentar leerlo.

La dificultad para llegar al libro confuso me hizo reflexionar sobre la escritura. Otro escritor, por ejemplo, sugirió que más que un libro confuso debía intentar la escritura (a partir de la confusión, daba lo mismo) de un fracaso monumental, acaso más difícil que acceder a la generación de un equívoco. Esto es porque la mayoría de las obras literarias fracasan a medias, no llevan la idea de fracaso hasta su nivel más radical y se muestran abúlicas ante la posibilidad de motivar otro esquema posible del chasco. Al momento de intentar la escritura de un libro fracasado, a partir de la confusión, ya había entregado a la imprenta once títulos, de los cuales cualquiera de ellos podría considerarse como auténticos fracasos. No se vendieron, tuvieron poca difusión y, por encima de todo, nunca llegaría ese momento providencial en que un entendido los pusiera a salvo del natural olvido que les correspondía desde el día siguiente de su publicación.

Este proyecto me obligó a visitar decenas de librerías de viejo, en las que preguntaba a quienes me atendían sobre un libro que hubiera fracasado de manera estrepitosa, fuera debido a la confusión que generó en los lectores, o por los traspiés ocasionados por la misma circunstancia. Me acercaron cientos de libros y su idea de fracaso versaba, las más de las veces, en que el objetivo comercial que se habían propuesto el editor o el escritor no llegó a buen puerto, así que fueron ruinosos tropiezos para la venta del título. Esto no me importaba. La idea de fracaso debía estar relacionada con la confusión suscitada por la obra, antes que sólo con la comercialización. Un criterio semejante es ruin y falto de ética. Además, nunca es fácil señalar si un libro se vendió poco o mucho. Los criterios de comparación aplicables son subjetivos.

A ese momento, ignoraba si había logrado una forma significativa de fracaso desde la confusión. Cierta pervivencia del optimismo me orilla a pensar que sí. Leídos bajo la perspectiva de la autodestrucción, los textos aquí reunidos permiten vislumbrar una modalidad de fracaso desde la confusión, limitada por mi incapacidad —otra modalidad de la ruina ejercida como virtud, aunque elevada al cuadrado— para ponerlos a resguardo de mí mismo. Forman una biblioteca minúscula que propone la confusión como principio vital, antes que la arrogancia que deriva de saberse poseedor de una posible verdad. Esto ya no es asequible para nadie. No deja de ser increíble, empero, que millones de individuos no se enteren de que cualquier conocimiento es provisional, incluso aquel que lleva siglos de confirmación. Es posible que el sol mañana ya no despunte y no hay más que resignarse a esta posibilidad, trágica para la poesía.

 

3.

Asumir que el estado de confusión es el más natural del hombre equivale a reconocer los límites de su circunstancia. Todo intento de la filosofía por clarificar cualquier aspecto de la realidad ha derivado en las teorías más disímiles sobre los objetos del mundo. Un filósofo se propone hacer una teoría sobre la curvatura del tenedor, a la cual otro responde con una idea sobre su falta de pertinencia. Esto porque una de las cualidades más reconocibles del pensamiento es que carece de posibilidades para imponerse a los demás de modo tajante. La libertad de pensamiento se ha llevado hasta límites casi insoportables. Se ha llevado hasta el ridículo que los hombres deben explicarse la realidad, en vez de sólo experimentarla como un flujo incesante. En cierto punto dejó de importarnos que el fuego queme para dar espacio a toda suerte de reflexiones para indagar por qué lo hace. No alcanzan todas las lenguas que existen para redactar lamentos a causa de esta pasión por generar ideas.

Nadie pone en duda que discurrir sobre los fenómenos es hipnótico porque todos parecen estar relacionados. La intuición de que todo lo existente funciona de manera conjunta ha seducido a la mente humana. Explicar el funcionamiento del mundo equivale a gobernarlo. Si alguien logra dar con las llaves que abren las puertas a ese conocimiento, entonces se accede a un estado superior del entendimiento en el que nada sucede de modo aislado. Esta visión integradora ha sido el objetivo de cualquier esoterismo, que la persigue con una intención malévola aunque aleccionadora. El hilo secreto que mueve el mundo nunca se entregará fácil, lo que genera más confusión en los hombres. La felicidad del ciego, entonces, se vuelve más envidiable que nunca.

Lo anterior aterriza en que es poco lo que puede escribirse con certeza sobre la confusión. Y las más de las veces el resultado es producto de intuiciones. El pensamiento occidental busca la máxima transparencia. A mayor claridad, es común que se piense, mayor entendimiento de cualquier fenómeno. La fijación del pensamiento con el efecto que la luz produce en los objetos se remonta a los primeros tiempos. Relevar la textura del mundo se equiparó con su comprensión, lo cual puede llevar a error si no se toman las prevenciones adecuadas. No es infrecuente que la demasiada luz termine por ser un obstáculo, antes que una herramienta para acariciar la claridad más prístina.

Porque develar un objeto no sólo es desnudarlo. Esto es fácil, casi un ejercicio de la adolescencia. Un entendimiento cabal exige asumirlo tal y como existe en la realidad, con todas las cubiertas que lo arropan y también, debe decirse, cuando se encuentra despojado de ellas. El paso del tiempo vuelve a las personas desconfiadas. Ya no cualquier pirotecnia logra estremecer a los más viejos. Para ellos se requieren nuevos modos de apretar a la realidad, antes que sólo entregarse a su capricho como si no se tuviese voluntad propia. Aceptar la confusión como principio vital, paradoja sublime, ayuda al entendimiento del mundo que nos rodea. Si este planteamiento no resultó lo suficientemente confuso, entonces debe olvidarse.

El estado del mundo, que es posible explicar a partir de la sobrevivencia de los más aptos, se mantiene con la propagación de acciones confusas. El perfeccionamiento de la ciencia como actividad para explicarnos el entorno, se mantiene firme para abatir a cualquier modalidad de confusión. Es el enemigo a vencer, la célula cancerígena, la bacteria en el vaso de agua limpia. Esta inquisición del pensamiento confuso razona de la siguiente manera: todo lo que no puedo explicar y por lo mismo me resulta confuso, no ayuda a los hombres en su tarea de mantenerse en la cresta de las especies en el mundo. Por lo anterior, la confusión no ayuda a las actividades científicas, que se inmovilizan cuando detectan elementos que introducen malestar en una arquitectura conceptual ordenada con una intención de perfecta armonía.

Pero no es difícil hallar los beneficios de la confusión. El primero: dejar atrás la idea de que el orden se encuentra por encima de cualquier otro objetivo o principio. Este desplazamiento implica un replanteamiento de la actividad científica, y dentro de ella también a la filosófica, matemática, estética y esotérica. Esta última resulta más aleccionadora porque se enfrenta con asuntos que no están bajo control de los hombres. El premio Nobel más competente para los asuntos de ciencia es incapaz de modular o alterar la música de las esferas, los principios de la alquimia o cualquier otra forma de pensamiento mágico que existe desde los primeros tiempos. La función explicativa de la ciencia queda menguada ante lo demasiado que se muestra incapaz de explicar. Ya que cualquier teoría resulta insuficiente para dar cuenta de la diversidad del mundo, la confusión, vuelvo, se impone como un principio vital.

Son ya demasiados los poetas chinos que han escrito sobre la felicidad que representa no oponerse a las circunstancias que imperan. Este pensamiento, tan confuso como necesario, marca la pauta para llevar una vida plena. La lingüística hace su parte en este camino de resignación, ya que la distancia entre las palabras y las cosas no se acorta con ningún invento creado a este momento. La silla existe con independencia de la palabra “silla”, que busca contenerla en cinco letras unidas por una convención histórica. La confusión inicia desde que se busca nominar a los objetos del mundo y no se resulta victorioso. Esta distancia entre las palabras y las cosas, que para la mayoría no existe, se vuelve más perceptible durante tiempos electorales. Es el tiempo en el que las fisuras del lenguaje revelan intenciones obscuras, acciones malévolas y giros intempestivos. Es la época en la que el lenguaje es utilizado para distorsionar el sentido de la realidad.

 

4.

Puesto de ese modo, la confusión a nivel general puede hallarse en estado puro. Y nada me preocupa que este razonamiento pueda ser confuso, ya que no hay una mejor manera de experimentar la confusión que a través de ella misma. Es una proximidad que nos lleva a cuestionamientos relativos a la propia persona, la vivencia cotidiana y también a lugares impensados. ¿No es lo suficientemente confuso? Pensemos en lo siguiente: un curso de cocina tiene por misión que los asistentes aprendan a cocinar o, si ya saben hacerlo, que perfeccionen sus técnicas o confirmen sus intuiciones. No hay arte que escape a la posibilidad de una ejecución más idónea por parte de sus cultivadores. Ha triunfado por ofrecer esa ampliación de proporciones infinitas. Si no fuera así, se vuelve fácil suponer que los espíritus más inquietos abandonarían su práctica después de lograr el mínimo de piezas sublimes. Se hace visible esta paradoja: ¿no es absurdo que el hombre dedique sus energías a un empeño que es infinito? Puede darse el nombre que se quiera a esta debilidad por los asuntos inexplicables, pero lo cierto es que es confuso para quien no siente aprecio por el arte.

Hago referencia a las actividades artísticas porque he dejado años enteros a pergeñar algunas, y no, como pudiera pensarse, porque haya logrado el mínimo entendimiento sobre cualquier materia. Es un campo en el que debe citarse la sentencia de Justiniano: “creo porque es absurdo”. El dadaísmo es confuso, lo mismo que el surrealismo y cualquier otra vanguardia. Quien sostenga lo opuesto no hace sino confesar una simpatía. También son confusos los medios para evaluar una aportación estética a la historia del pensamiento. ¿Quién podría afirmar si un objeto aporta algo o no? ¿A partir de qué metodología? La confusión se hace presente en las diversas actividades de la vida diaria. Caminamos en un sentido por la acera por costumbre, por ejemplo. O esto: el pan se hornea en la madrugada. O también esto: los documentos de importancia se firman con pluma negra. Algún notario afirmará que utilizar magenta en lugar de negra o azul cobalto, podría generar confusión en quien tenga a la vista el documento, lo que confirma que el sistema jurídico depende de erradicarla de la vida social. La confusión es un enemigo que actúa de manera soterrada en contra de la lógica que hace sobrevivir a una comunidad.

Este elogio de la confusión no debe ser entendido como un rechazo a la posibilidad de la certeza. Pero sí es necesario reconocer que la confusión es inevitable y no hay manera de olvidarla, de hacerla a un lado. Olvidarse de las certezas resultaría ilógico. Esta es una de ellas. Es el único punto de soporte que se tiene para enfrentar las condiciones de precariedad de la existencia. La seguridad de la muerte nos permite lanzarnos a la vida con una mejor actitud. Es una herramienta que nos hace disfrutar el sexo, la bebida y los viajes. Si fuéramos eternos el tiempo carecería de sentido, lo cual no es confuso, aunque sí paradójico. Desde los bordes de la vida confusa, en los cuales el principio de la confusión se asume como vital, nuestras preferencias se alargan hasta proyectar una sombra por encima de nuestras cabezas. Es un refugio para olvidarse del mundo y retirarnos las cadenas que nos aprisionan.

La confusión es la posibilidad del enigma y su respectivo desmembramiento. Es correr con los brazos atados por un camino de piedras. Los fenómenos se superponen unos a otros, subsisten algunos y otros perecen, aunque nada pueda ser explicado de una sola manera. La realidad inició con el lenguaje y entonces nació la confusión que acompaña al hombre desde el origen de la conciencia. Lo primero que pensó el hombre: “esto [la experiencia de la vida] es confuso”, y lo hizo incluso desde antes de haber inventado el término para designar a ese modo de incomprensión resignada. Percibir el mundo como un conglomerado de actos y hechos, naturales y humanos, nos lanza al reto de elaborar una explicación erga omnes o de ignorar la posibilidad de hacerlo para disfrutar el goce de la vida. Antes que las palabras, nacieron los signos de interrogación.

Los escritores, por su parte, no tienen más mecanismos de defensa para enfrentar la confusión que cualquier otro profesional de una rama del conocimiento, aunque pueden acrecentarla o minimizarla con el uso del lenguaje. A lo largo de mi vida, en distintos momentos y por circunstancias diferentes, he atendido al llamado de la confusión y me he permitido escribir al respecto. El resultado jamás es el esperado, lo cual es normal en las personas que escriben y son críticas con su trabajo, pero me han dado el goce de haber elegido la confusión como principio vital, antes que cualquier otra forma ilusoria de la felicidad por más verdadera que parezca. Acto seguido, escribo convencido de que cualquier ámbito de la actividad creadora (en este caso, la escritura) admite ser llevada hasta el límite de la confusión, que, pese a lo que pueda argumentarse, no es despeñarla. En mi caso, las páginas que me han dado algún orgullo se han logrado a partir de la confusión, o de no saber hacia dónde me llevaba la escritura.

La metodología de la confusión ejercida como principio vital, establece que se anulen las ideas de sujeción y de tormento para continuar hacia una elaboración que sea capaz de transmitir su esencia. Y si bien nadie hubiera imaginado la posibilidad de asumirse como un ser confuso, tampoco nadie la habría descartado por el sólo hecho de sonar idéntica a un disparate. El espíritu de un individuo dedicado a las humanidades es más ancho que el de cualquier otra persona. El conocimiento engrosa la capacidad de procesamiento, más aún cuando se trata de ideas a las que nadie ha sido expuesto. El discurso de la normalidad es uniforme y hegemónico. Es tan triste que ya nadie se atreve a relatarlo. Se transmite sin poner en tela de juicio sus alcances y las nuevas generaciones lo procesan con la certeza de encarnar otro eslabón en la línea de continuidad de la especie. Es tan ilusorio que mueve a risa, pero así sucede con una regularidad que aterra.

Elegí las entradas de un diario y apuntes sobre grutas, acuarios y zoológicos, como una muestra para invitar a los demás a la confusión. Son parte de un proyecto de escritura que se alimenta de sueños, vidas que se cruzan y experiencias que ya no viven más que como otra memoria, desperdigada y borrosa. No me parece poco, aunque coincidiré con el lector si se pronuncia de manera negativa sobre esta idea confusa, pues la escribí con esa intención. Lo mejor siempre existe fuera de nosotros y nadie escapa a mover alguna pieza de ese ajedrez construido con símbolos inexplicables.