Harold Bloom, la dificultad placentera

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Pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los placeres de la lectura personal con el bien común.

Harold Bloom

 

Ningún crítico literario ha despertado en las más recientes décadas mayor atención que Harold Bloom. Su maltratado canon —dice— “es la búsqueda de un placer difícil”. Porque —afirma— la “dificultad placentera es una definición plausible de lo sublime”. Y disfrutar de lo sublime es el bien mayor de la lectura de obras de imaginación, es decir, de la llamada literatura de ficción.

Los análisis y las sugerencias exegéticas que Bloom realiza sobre el arte de leer son de una polémica utilidad didáctica, tanto para profesores universitarios de literatura como para escritores de reseñas, periodistas del sector cultural y especialmente “lectores comunes”, en el sentido que nos involucra como sencillos dueños del hábito de leer, que como se sabe implica un promedio de dos horas diarias, con mierdómetro acoplado para desechar chatarras y egolatrías, promocionadas por las facilidades para publicar.

Para ofrecer una síntesis comentada de las elucidaciones que Bloom realiza en Cómo leer y por qué, seguiré su mismo orden, pero advierto que el célebre profesor de Yale solía priorizar autores de habla inglesa, por lo que sus ejemplos a veces pecan de una simpática tendenciosidad que omite o minimiza escritores de otras lenguas. Mientras en ocasiones cae en el error de exaltar sin matices los méritos artísticos de autores, como le sucede con el talentoso Antón Chéjov, algunos de cuyos cuentos son sencillamente deplorables, como el titulado “Campesinos”, que más bien parece adelantarse a una clase leninista de adoctrinamiento político sobre la miserable vida de los mujiks. El brillante autor de “La dama del perrito”, el fuerte dramaturgo de Tío Vania, no necesita que le oculten mediocridades para ser admirado. El error de Bloom es la hipérbole. Resbala por ella, aunque en muy pocas ocasiones. Tal vez porque su propio entusiasmo ante un autor u obra le hace víctima del fanatismo, delirio que él mismo deplora.

Mi resumen —como cualquiera que se respete— no aspira sino al diálogo, bajo la evidencia de que la unanimidad es una desastrosa nimiedad, favorecedora del hastío. O peor, de los autoritarismos, que él también detestaba, quizás hasta burlándose de sus propias afirmaciones tajantes, vejatorias ironías o bromas cáusticas contra los oportunistas relativismos apreciativos, tan abundantes hoy bajo el pertinaz aguacero  multiculturalista, las flexibilidades del relativismo, la novolatría —lo nuevo es bueno por nuevo— y demás signos de rapidez embrutecedora.

Bloom se dirige a los que nunca se contentan con la primera impresión que les deja un poema, cuento, novela, obra teatral… Y tratan —por supuesto que únicamente cuando la obra lo amerita— de cualificar la recepción; profundizar en la valoración mediante las identificaciones de sus virtudes y defectos, en los varios planos que la lectura une, desde las alusiones hasta las elisiones, de las expresiones metafóricas y la caracterización de un personaje, hasta las peculiaridades sintácticas y los cabos sueltos, enigmas o anzuelos argumentales.

¿Cómo leer y por qué? me ha servido para eliminar la hojarasca que aún sobrevivía en mis conocimientos sobre apreciación literaria. Por lo menos para asegurarme de que la limpieza ha sido profunda. Aunque sólo un candoroso lector se creería totalmente libre de prejuicios, no deudor de tópicos y carente de vacíos hermenéuticos, como le sucediera al propio Bloom cuando en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría? peca —valga otro ejemplo— de algunas afirmaciones exageradas sobre el sobresaliente psiquiatra Sigmund Freud.

Ratifiqué con argumentos a la vista de que no siempre el sentido común favorece una lectura grávida. Y que tal error podría deberse a un exceso de confianza en las propias habilidades. En muchos sentidos este estudio del texto de Bloom me ayudó a mejorar los diversos ejercicios de discernir y su base en mis cercanías a la fenomenología, a Edmund Husserl y sus discípulos vinculados a la epojé, es decir, a la puesta entre paréntesis de cualquier fenómeno de la realidad, incluyendo las obras de arte literario y sus variados artificios expresivos. Paréntesis o actitud que desde luego extiendo —desde mi agnosticismo— a la filosofía, a la estética y demás disciplinas humanísticas, mal llamadas “ciencias sociales”.

Epojé que facilita por su concisión las especulaciones sobre las poéticas inaugurales; como sucede en los últimos años con la poética de la Nueva Vanguardia en la poesía de habla hispana, que se desprende de la confluencia de varias estilísticas para inaugurar una modalidad donde la ironía y los guiños referenciales, la ausencia de bordes entre verso y prosa, así como la clave del superego, deslindan admirables desafíos.

La reducción fenomenológica —deslinde interactivo— hace más de un siglo que forma parte del instrumental de análisis de la zona más objetiva de la  crítica literaria y artística, aunque a veces el estudioso no sepa de dónde proviene o sencillamente salte sobre las menciones filosóficas y estéticas. No es, desde luego, el caso de Harold Bloom, aunque lamento mucho que las referencias no lo hubieran conducido a un ensayo sobre Edmund Husserl, el brillante filósofo judío-alemán nacido en la Moravia checa, entre cuyos discípulos estuvo Martin Heidegger; ingrato y afiliado al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, aunque con una obra inexcusable: Ser y tiempo.

Estas reflexiones tuvieron su pre-texto hace unos días, cuando mi amigo el poeta Pablo de Cuba Soria, director de la Editorial Casa Vacía, me pidió una reseña de un libro que hubiera leído recientemente, para incluirla en la revista Parva Forma, publicación adjunta a su Casa Vacía, la intrépida, aventurera editorial cuasi cubana con sede en Richmond. Terminé enviándole una recensión del cáustico Breviario de Podredumbre, de Emil Mihai Cioran; por lo que me quedé con decenas de apuntes sobre novelas, volúmenes de poemas y cuentos, que habían estado en mi mesa de trabajo y en la de noche, apreciados por su densidad verbal, libres en mis juicios de aquellos críticos maniqueos que separan “claridad” de “oscuridad”, como si la literatura sapiencial fuese una linterna.

El regocijo de examinar los diversos apuntes anotados a lápiz en márgenes y en las hojas finales de cada libro, antes de apurar mi decisión de optar por el ensayo aforístico de Cioran, tuvo la suerte de llevarme a la relectura de este libro tan socorrido de Bloom —en el sentido de su lucidez, erudición y  valor pedagógico—, titulado How to Read and Why; cuya versión al español ha sido realizada por Marcelo Cohen para la barcelonesa  Editorial Anagrama, en 2000, de donde tomo las citas para esta recensión comentada, más bien texto didáctico, en la inteligencia de que sólo los acomplejados desprecian la didáctica y la pedagogía, casi siempre por ignorancia; tal vez por una enfermedad común entre ciertos académicos multiculturales, consistente en dejar que la pereza mental se adueñe de su vida cotidiana y rechace la exploración en disciplinas que desconocen.

En el breve “Prefacio” Bloom como siempre entra desde la primera frase en una afirmación categórica, a modo de aviso, para obligarnos a despertar cualquier zona de nuestro cerebro que estuviese amodorrada. Dice: “No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial para que leamos”. Inmediatamente revela el enigma: la búsqueda de la sabiduría, además de ser lo más saludable para la mente, porque “La invención literaria es alteridad”. Lo que por supuesto abre la presencia de diferentes “otros”, de mil y un modos de disminuir la soledad.

Su habitual viaje a lo sustantivo no deja de aclarar que para la buena lectura “no hay más método que el propio”. Pero la frase la termina fuera del lugar común: “Lo propio”, pero solamente “cuando uno mismo se ha moldeado a fondo”. Y allí parece estar el reto, un desafío que son banderolas verdes, amarillas y rojas; pasos por desfiladeros, avances y retrocesos empíricos y pragmáticos, como aclara antes de confesar que “sólo quiere enseñar a leer”.

El prólogo: “¿Por qué leer?” reafirma los rasgos de su prosa —de su modo de actuar— que siempre se agradecen. En especial cuando en ocasiones pierde la contención para denunciar, regañar, maldecir las diversas formas de mediocridad y holgazanería que hipotecan la formación de lectores. Lengua suelta que —confieso mi afición— puede resultar simpática, majaderías necesarias ante la irritante demagogia de los multiculturalistas, muchas veces afectiva —elogios a un bluf poético— o hipócrita —silencios ante un bluf poético— o corrupta —elogios pagados en algún semanario—.

De la misma forma se aplaude que el sin par especialista en Shakespeare apenas se entretenga en digresiones. Rasgo que el estudioso de la poesía romántica inglesa abrillanta con deliciosas ironías —en la tradición de William Hazlitt— que saben burlarse de críticos lastrados por el “género” y exégetas deconstructivistas, siempre empeñados —despeñados— en exagerar datos que apenas existen en las obras, a través de indicios exógenos, periféricos.

Bloom sabe arrinconar a los que priorizan valores complementarios interesantes pero no decisivos en la calidad artística del texto; como realizan los historiadores con afanes de críticos literarios cuando priorizan el origen social, la situación económica y política, la estirpe racial, la ideología política…; o los ya no tan abundantes estudiosos de tendencia psiquiátrica con los edipos de bolsillo, los que salen y entran del closet, los corre-corre en las pesadillas, los traumas con el helado, la culpa ajena.

Es que parecen infinitas las formas de desviar las valoraciones estéticas, convertir las obras de arte literario en actas judiciales, hojas clínicas, testimonios históricos… Sin darse cuenta de que tales elementos por supuesto que forman parte de la obra, y que algunos —según sea el texto— adquieren mayor fuerza; pero que sólo ganan espacio cuando se toman integralmente en la evaluación artística, estilística y no documental.

El “Prólogo” funciona como una advertencia contra los principales errores de lecturas parcializadas o superficiales. Es un grupo de enunciados casi como enigmas, para despertar la curiosidad, donde se adelanta a muchas de las sugerencias —no conclusiones— finales, que resume como buen maestro en el “Epílogo”.

Se agradece que Bloom siempre tuviera presente en sus estudios la estructura de una clase, desde la motivación hasta el resumen, tras un desarrollo que jamás pierde coherencia, de base conductista. Son pocos los críticos literarios que han reunido tantos méritos, allí donde la erudición apenas se pierde en divagaciones, no suele escapar si no es absolutamente imprescindible a zonas propias de la filosofía social, de la psicología o de las escuelas lingüísticas.

Nada casual resulta que varias encuestas efectuadas en las últimas décadas lo llamaran el más influyente crítico literario vivo. Consideración que en 2021 —cuando se cumplieron dos años de su muerte, el 14 de octubre de 2019, a los 89 años— mantuvo el juicio meliorativo, abrió nuevas lecturas de su obra, exaltó su relevancia hasta este 2022 cuando concluyo la recensión.

Me honra reconocer lo que en mi educación como escritor ha significado José Lezama Lima. Al que añado otros autores de habla hispana —específicamente en mi formación como crítico literario— que también admiro como poetas: Dámaso Alonso, Octavio Paz, Jorge Luis Borges… O Ernst Robert Curtius, Roland Barthes, Erich Auerbach, Jean Piaget, Albert Béguin y la Escuela de Ginebra… A los que añado con gratitud a Harold Bloom. Sus libros han sido sencillamente decisivos. Antes y después de que me recibiera en su casa de New Haven, en el campus de la universidad de Yale donde ostentaba la cátedra Sterling desde 1956 como profesor titular; donde conversamos acerca de The anxiety of influence; sobre la monumental erudición desplegada por René Wellek en los cinco volúmenes de su A History of Modern Criticism (1750-1950), la llamada Escuela Germano-hispana de crítica literaria (la mayoría de sus libros aparecen en la Colección Románica Hispana de la Editorial Gredos), la literatura hispanoamericana de entonces —sobre la que no parecía demasiado interesado, quizás por su parcial desconocimiento del español— y las discusiones sobre las figuras canónicas de habla hispana incluidas en el anexo a El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas, cuya primera edición en inglés fue en 1994; hasta convertirse en el primer bestseller de crítica literaria.

El prólogo a ¿Cómo leer y por qué? no se aparta —enfatizo— del Bloom característico, tan reconocible por sus juicios certeros en prosa contundente, afirmaciones en tonalidades majaderas, críticas arrolladoras y asociaciones eruditas deslumbrantes. Su centro nervioso suele ser diáfano, delicioso. La complicidad con lo que dice —excluyo, entre otros, los excesos a favor de Shakespeare— casi siempre te hace sonreír; provoca alegría espiritual, tácita connivencia con el crítico “profesional”, en el sentido de que se dedicase a la crítica literaria, lo que resulta raro aún en lengua inglesa y poco frecuente en español, porque generalmente también se destacan como poetas, narradores…, y pueden coincidir en el ejercicio de la docencia y el periodismo.

En el Prólogo aparecen dispersos los enunciados de las principales sugerencias. Bloom precisa: “Importa, para que los individuos tengan la capacidad de juzgar y opinar por sí mismos, que lean por su cuenta. Lo que lean, o que lo hagan bien o mal, no puede depender totalmente de ellos, pero deben hacerlo por su propio interés y en interés propio”. Así comienza el prólogo, con esta trasparente condena a paternalismos y represiones, propias de educaciones autoritarias y de sistemas políticos totalitarios. La lectura es una “praxis personal”. Sólo así centra la base del hábito de leer, que para él siempre debe tener un ingrediente lúdico. Bloom despliega su feroz embestida contra la demagogia politiquera: “…pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los placeres de la lectura personal con el bien común”. En el mismo párrafo ha dicho: “Uno no puede mejorar de manera directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. No puedo menos que sentirme escéptico ante la tradicional esperanza social que da por sentado que el crecimiento de la imaginación individual ha de conllevar inevitablemente una mayor preocupación por los demás”. La idea —descarnadamente expresada— resume la certeza: “Sólo se puede leer para iluminarse a uno mismo: no es posible encender la vela que ilumine a nadie más”. Con la precedente afirmación —a compartir con sosiego de antiguos pecadores— concluye el Prólogo.

Antes ha enunciado los cinco axiomas que irá fundamentando mediante ejemplos y comentarios a lo largo de ¿Cómo leer y por qué?, quizás el texto escolar sobre el tema que culmina la Galaxia Gutenberg; el más sagaz intento desde Mimesis (1946) de Erich Auerbach —en la tradición filológica de Ernst Robert Curtius— por renovar el modo en que leemos.  Sus enunciados son: 1) Límpiate la mente de tópicos. En referencia directa a los tópicos seudointelectuales, que tanto abundan. 2) No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni por el modo en que los lees. No hay una ética de la lectura. 3) El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres. Lo que excluye, entre otros males, a las solapadas demagogias. 4) Para leer bien hay que ser inventor. Frase tomada de Emerson, que fundamenta su noción de misreading, entendida como lectura desviada —singular, personal— y no como mala lectura. 5) Hay que recuperar la ironía. Es decir, darle la prioridad que merece, según explica mucho más adelante: “En término generales, ironía significa que algo que se dice en realidad significa otra cosa, a veces hasta lo contrario de aquello que se está diciendo”. Ironía que interpreto también como distanciamiento y elección: no tomarse demasiado en serio frente al espejo ni a nuestro cuerpo de ideas frente al día a día. Elegir aquellos libros que parezcan más acordes con nuestros juicios y prejuicios particulares, fieles a la opción que huye de atiborramientos en Internet, en modas pasajeras, mensajes de texto o de voz. Los cinco axiomas, desde luego, sobre la base de que el acto de leer suele ser decisivo para que los individuos “tengan la capacidad de juzgar y opinar por sí mismos”, según sostiene la frase inicial del Prólogo.

Cómo leer y por qué es uno de los mejores cursos de apreciación literaria escritos en el pasado siglo; al borde de este, ya que su primera publicación fue en el 2000. Una ojeada a su índice muestra cuán abarcador es su panorama, a partir de la tradicional división por géneros. Comienza con la sección de Cuentos, sigue con la de Poemas, continúa con Novelas (primera parte), intercala Obras Teatrales y cierra con la segunda parte de Novelas. Al final añade un Epílogo, al que vale dedicar acuciosa atención, ya que allí el ensayista neoyorquino —nació en el East Bronx, el 11 de julio de 1930— ofrece un polémico, audaz lanzamiento de hipótesis, siempre lejano de conclusiones, cerrazones, clausuras; mucho más perniciosas en temas artísticos.

La introducción a Cuentos comienza con una refutación del ensayo que Frank O`Connor dedica al cuento en su libro The Lonely Voice. Bloom rechaza que un cuento sea una parábola o un proverbio, aunque defiende —contra ciertas tendencias modernas— que pueda quedar inconcluso. Su emoción la remite, sagazmente, a los cuentos populares transmitidos oralmente. Luego de dedicarle —lo hace a menudo— un quizás excesivamente severo juicio a Edgar Allan Poe —“…los cuentos de Poe están atrozmente escritos (como sus poemas)”— ofrece una breve lista de sus cuentistas favoritos, siempre sobre una erudición asombrosa, de esas que cuando vienen acompañadas de una memoria extraordinaria, casi nos acomplejan.

Su primer cuentista estudiado es Iván Turguéniev. Luego es Antón Chéjov, Guy de Maupassant —donde recuerda la célebre frase de Flaubert: “El talento es una prolongada paciencia”, tan olvidada por muchos—, Ernest Hemingway, Flannery O`Connor, Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges, Tommaso Landolfi y cierra la muestra con Ítalo Calvino. Unas observaciones sumarias contraponen dialécticamente la tradición chejoviana con la kafkiano-borgiana. Sus vasos comunicantes en el cuento actual pueden convertir la realidad en fantástica y hacer “la fantasmagoría desconcertantemente mundana”. Tales trasvases —sugiere— han influido en que el género haya perdido tantos lectores. No alude —casi nunca lo hace— a factores sociales e industriales en cierta forma exógenos, como la desaparición de revistas y periódicos, el auge de Internet y demás. Aunque parece intemporal su advertencia —válida también para los poemas— contra la rapidez en la lectura. Dice: “El cuento favorece lo tácito, obliga al lector a entrar en actividad y discernir explicaciones que el escritor evita”. En otras palabras, obliga a una lectura activa, que aproveche los indicios, que reconstruya las caracterizaciones, que actúe con cautela… Y por supuesto que Bloom, ante la competencia entre los dos ríos narrativos, sugiere que el lector los disfrute a ambos, pase de uno a otro… Situar cuentistas actuales —por supuesto que siempre sería por predominio— en una de las dos tradiciones, quizás sea superfluo en 2022, aunque no deja de ser un buen juego de ajedrez literario.

Los Poemas —siguiente zona del libro— no están ordenados cronológicamente.  Bloom sostiene, con razón, que la poesía es el género que menos depende de la historia. Lanza en el primer párrafo una afirmación que da a pensar, a razonar con mesura: “La poesía es la culminación de la literatura de invención, a mi juicio, porque es una forma profética”. Invita a memorizar los poemas preferidos, práctica desde luego perdida, tal vez ridiculizada por maestros petulantes, frustrados aprendices de pedagogí. Aprenderse los poemas de memoria puede ser una práctica lúdica —como ocurre con la retórica clásica, tan defendida, entre otros relevantes críticos literarios del siglo XX, por Roland Barthes— “Antaño recurso central de la buena enseñanza, con el tiempo la memorización degeneró en repetición de loro y por eso, erróneamente, fue abandonada”, apunta el “majadero” Bloom. En la búsqueda de hacer nuestro el poema, lo que es evidente que se desecha es leerlo como si fuera el discurso de algún político o las memorias de alguna estrella de Hollywood. La rapidez es venenosa, casi llega a decir el admirador de Housman, Blake, Landor y Tennyson, según el primer epígrafe de esta grávida sección.

Robert Browning es el siguiente poeta cuya lectura recomienda. El modo en que argumenta es una soberbia clase de didáctica de la literatura, que rompe estruendosamente con normas escolares mecanicistas, ancladas en formularios, que contagian entre los estudiantes de nivel medio y superior la misma desidia que sufren. Enemigo feroz de los relativismos —nada es del color del cristal con que se mira—, porque sirven para justificar la mediocridad, es normal que Bloom exalte que la poesía produzca, como un aria de Mozart, la sensación de que la hemos oído de pasada, según estableciera John Stuart Mill. “También la poesía, da a entender Mill, es algo más oído de pasada que escuchado”, apunta.

Walt Whitman es elegido tras Browning. “Poeta sutil y matizado”, dice. Y afirma: “que en nada se ajusta a lo que la mayoría de sus exégetas dicen que es”; con lo que Bloom obviamente excede sus propósitos en este libro, para convertirlo, a la vez, en un estudio novedoso sobre los textos y autores, lo que entra de lleno en la historia de la literatura, al menos en la de habla inglesa. Un botón de muestra: “Sólo Dickinson y él manifiestan la `florida exuberancia` que más tarde imitaría Wallace Stevens”.

Las indicaciones de cómo leer generalmente no aparecen sueltas, independientes, sino sabiamente subordinadas a un texto específico. Esta es otra de las tácitas lecciones de este libro. Hojas de hierba ilustra su método. Cada reflexión generalizadora ha salido, ha despegado de alguna estrofa, de un puñado de versos. De Whitman salta a Dickinson, Brontë, Baladas populares y anónimas. Bloom jamás titubea en revelar sus gustos: “De todos los tesoros acerca de la desgracia humana que escribió Dickinson, el que más me hechiza es el poema 1260”. Ningún miedo en confesar su hechizo, contra supuestas “objetividades” que pretenden convertir a los maestros en robots. Y por supuesto que este estilo desenfadado, donde la argumentada sinceridad prima, suscita enemigos, gana adeptos y simuladores.

El William Shakespeare de los sonetos era inevitable que apareciera en un libro de quien estuvo al frente de los especialistas en el genial dramaturgo inglés. Los comentarios a los sonetos, sobre todo los que dedica al 121, parecen insoslayables entre los estudiosos del período isabelino. Varios sonetos merecen su reproducción y atención en este epígrafe del libro, quizás el más substancioso entre los dedicados a poemas. Después se dedica a John Milton, William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge, Shelley y Keats. Las observaciones sumarias lanzan la idea —que debe sumarse al sentido profético que debe tener el poema— de que “la poesía puede ser una manera de alcanzar la trascendencia, secular o espiritual”. Añade la lectura en voz alta como imprescindible cuando se trata de un poema fuerte. Y apunta la existencia de “mediaciones”, selvas de interinfluencias entre autores y textos, como precisa en sus ensayos sobre poetas románticos ingleses, cuando allí, por tratarse de estudios especializados, usa un instrumental de análisis a base de ascesis, apofrades, clinamen, catacresis, hipérbole, kénosis, lítote, metalepsis, metonimia, oxímoron, parábasis, sinécdoque, tessera, y tropo; según el útil glosario que incluyen Edgardo Russo y Fabián Hernández, editores de Poetry and Represión. Revisionism from Blake to Stevens de 1976; traducido por Carlos Gamerro para la edición argentina de 2000. Y sobre todo tres términos decisivos y en cierta forma novedosos para la filología, para las exégesis: misreading (dislectura, lectura desde otro o nuevo ángulo, no mala lectura, como a veces se ha traducido), misinterpretation (Interpretación desplazada) y misprision (desaprehensión, liberación, desasimiento). Terminología, desde luego, que apenas aparece en Cómo leer y por qué, ya que Bloom tiene muy claro que aquí sus lectores no son especialistas.

“La mejor poesía ejerce sobre nosotros una especie de violencia que la prosa de ficción rara vez intenta conseguir o consigue. Para los románticos, la tarea propia de la poesía estribaba en esto: despertarnos del sueño de la muerte con un sobresalto para impulsarnos a un sentido más abundante de la vida. No hay motivo mejor para leer y releer los mejores poemas”, dicen las últimas líneas dedicadas a la poesía, con una diáfana invitación a no olvidarlas nunca.

Pasa entonces a la novela, que divide en dos zonas porque intercala las obras teatrales. En la breve Introducción exalta la “personalidad del lector, ya que uno no puede evitar que se manifieste en el acto de leer”; con lo que se declara a favor de la lectura, en primera y última instancia, como un acto estrictamente individual, solitario, singular, como Kafka había apuntado en su Diario, contra generalizaciones y vaguedades. También deslinda, fuera de toda consideración estética, las cifras de ejemplares que puede alcanzar una novela, de las modestas que predominan en la poesía. Y añade los temores a que “el género novelístico acabe desvaneciéndose”, arrinconado por los entretenimientos visuales.

La primera zona comprende glosas y acotaciones sobre las premisas “individualistas” y “realistas”, sin que asome el fantasma de que la popularidad puede perderse o se está perdiendo. Como era de esperar, Miguel de Cervantes y El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, inicia el capítulo. Sus observaciones, sobre todo cuando entra en aventuradas comparaciones —“Madame Bovary es el Quijote mujer”—, resultan dignas de ser refutadas. Después sugiere la lectura de La Cartuja de Parma de Stendhal, donde apunta que el lector siempre va a necesitar cierto entusiasmo, según William Hazlitt, crítico que como sabemos siempre es muy elogiado por Bloom. Tras el novelista francés aparece Jane Austen con Emma, Charles Dickens: Grandes esperanzas, Fedor Dostoievski: Crimen y castigo —los apuntes son extraordinariamente agudos—, Henry James: Retrato de una dama, Marcel Proust: En busca del tiempo perdido, y cierra con Thomas Mann y su obra cumbre: La montaña mágica; donde resaltan los comentarios de Bloom cuando cita la frase de Oscar Wilde: “Toda la mala poesía es sincera”, a propósito del concepto de ironía para el novelista alemán.

En las “Observaciones sumarias” advierte contra establecer analogías mecánicas entre la vida y la obra de un autor, a propósito de la extraordinaria biografía de George Painter sobre Proust. Después da un sabio consejo, a reflexionar con mucha calma: “Quizá todo lo que necesitamos al principio, cuando abrimos un libro, es reducir a su mínima expresión nuestras ansias de poder. Es probable que esas ansias se manifiesten de nuevo con toda su fuerza después que nos hayamos sumergido en la lectura y hayamos concedido al escritor todas las oportunidades para que se apodere de nuestra atención”. La “sabia pasividad” de Wordsworth le parece —nos parece— “la expresión más feliz para definir la clase de atención que requiere la buena lectura”.

Este libro o curso no debe considerarse como de sencilla iniciación a la lectura de obras artísticas, sino más bien de consolidación de conocimientos, casi todos felizmente empíricos, sobre el arte de leer. Consolidación producto de un diálogo crítico en primera persona del singular con este excepcional maestro que ha tenido a bien compartir sus puntos de vista sobre la lectura y la literatura occidental, sobre todo la escrita en su lengua materna. La “sabia pasividad” de Wordsworth también es válida para la lectura de Cómo leer y por qué.

Hamlet inicia la sección de Obras Teatrales. ¿Qué decir sobre este análisis? Apenas recordar que estamos ante el autor de Shakespeare. The Invention of the Human (Riverhead, New York, 1998. Existe versión al español:  Shakespeare. La invención de lo humano, traducción de Tomás Segovia, Ed. Anagrama, Barcelona, 2002). Mi recensión tendría que convertirse en una extensa paráfrasis para dialogar con este análisis resplandeciente, que deja mil y un deseos de ir a una función de Hamlet, de ver de nuevo las versiones cinematográficas, de releer la inmortal pieza del genial dramaturgo.

Los otros dramaturgos y obras que comenta son apenas dos: Henrik Ibsen y su Hedda Gabler, y Oscar Wilde y su La importancia de llamarse Ernesto. Unas observaciones sobre el teatro que le fuera contemporáneo, sobre todo en New York, como cuando se refiere a Arthur Miller, cierran esta zona donde Shakespeare casi obsesivamente impera.

La segunda parte de Novelas cierra los análisis. Aquí Bloom se dedica sólo a autores de habla inglesa, estadounidenses. Empieza con Herman Melville, Moby Dick; después William Faulkner, Mientras agonizo; Nathanael West, Miss Lonelyhearts; Thomas Pynchon, La subasta del lote 49; Cormac McCarthy, Meridiano de sangre; Ralph Ellison, El hombre invisible; y termina con Toni Morrison, La canción de Salomón. La buena noticia es que de todas ellas existen traducciones al español, lo que argumenta a favor de que en esta tan sintomática zona cultural hemos alcanzado la mayoría de edad; lo que además facilita la interacción con las sugerencias, a veces demasiado meliorativas, de Bloom. En las observaciones sumarias se le vuelve a agradecer que sugiera escuelas —tendencias por predominio— seguidoras, en estas siete novelas, de Melville, vistas sagazmente con la aplicación de su léxico-instrumental crítico.

Un substancioso Epílogo completa Cómo leer y por qué. Deja un fuerte deseo de leer o releer las obras que le han servido para ilustrar sus enseñanzas, desde dos perspicaces frases del rabí Tarfón que coloca de epígrafes. La segunda dice: “No es necesario que acabéis el trabajo, pero ninguno de vosotros es libre de abandonarlo”; y la tonalidad aforística —a la que Bloom fue propenso— despliega aquí su clarividente reticencia. Exaltadora en este caso de nuestra vocación hacia la lectura de obras artísticas.

Vocación que debe partir de considerarse un lector común no sólo como un acto de sencillez, de humildad nada hipócrita, sino al mismo tiempo como un desafío a la pedantería críptica, a las avalanchas petulantes o triviales que inundan los campus; y a los préstamos de la lingüística, la psiquiatría o peor aún: de la historia. Monstruo que azota al individuo para que se crea feliz como célula de lo que llaman humanidad. Ser un lector común quizás sea el mejor reconocimiento que podemos recibir los que disfrutamos la pasión lectora, la adicción a leer, sin pensar que tenerla pueda o no favorecer al prójimo.

Tal vez hacia un escepticismo irónico, como parece defender Harold Bloom contra la tradición normativa, en cualquiera de sus formas, de sus represiones y afanes moralizantes. Dueños como lectores de Shakespeare y su sentido del tiempo como azar. Agarrado “el tiempo que quede tal como venga”.

Aventura, enero y 2022