El último viaje de John Keats

2006

Traducción de Pedro Santander

 

El 1 de octubre de 1820 el Maria Crowter salió por fin a mar abierto*. Habían pasado quince días desde que dejaran Tower Dock y Keats no tenía esperanzas de llegar a Nápoles antes de tres semanas. El humor a bordo cambió de inmediato. No había retorno; estaban aislados y desprotegidos. Durante las primeras 24 horas pareció que no había nada qué temer, por lo menos en cuanto al tiempo. Mientras rodeaban la punta de Bretaña, el viento sopló constantemente y Keats se sentó en la cubierta palpando los regalos de Fanny Brawne. Vio algunos delfines avanzar veloces hacia el barco y saltar alrededor de la proa, y ocasionalmente alguna ballena. Al caer la noche, observó el “etéreo rompope de la fosforescencia” y las estrellas que se volvían cada vez más grandes y claras.

Cuando entraron al Golfo de Vizcaya, su paz se hizo añicos. Otra violenta tormenta los alcanzó y todos, excepto el capitán Walsh y un vigilante, fueron enviados bajo cubierta. Durante los siguientes tres días el mar se agitó con tanta fiereza que incluso la tripulación temió naufragar. Joseph Severn, mareado y presa del pánico, caía a menudo en ataques de llanto. Miss Coterell se desvanecía una y otra vez en el estrecho y crujiente camarote maloliente. Tan pronto como las portillas eran abiertas para que entrara aire fresco, le tocaba a Keats el turno de sufrir; comenzaba a toser compulsivamente, algunas veces escupiendo sangre. En cuestión de horas estuvo más debilitado que en cualquier otro momento desde que dejara Londres, aunque todavía resueltamente controlado. “Durante la noche –escribió Severn más tarde–, cuando en la oscuridad el agua mecía violentamente nuestro camarote, me llenaba de terror. Me sentía angustiado por Keats, quien ocupaba la litera opuesta a la mía y, debido a su estado, podía morir bajo ese tormento. El ruido era tan fuerte que pasó mucho tiempo antes de que pudiera hablar, pero cuando al fin lo logré le dije: “Vaya música, ¿verdad, Keats?” Para mi sorpresa (pues realmente temía que hubiera muerto), contestó amable y calmado: “Sí, es el agua que se aparta del mar.”

Por fin los cielos se aclararon y Keats se aventuró a cubierta. Para entonces cualquier “diversión” que Keats hubiera podido encontrar en el viaje había desaparecido. Todo era molestia. Al acercarse a Trafalgar, el Maria Crowter fue obligado a pairar por dos buques de guerra portugueses, los cuales hicieron un disparo de advertencia por sobre la proa pues sospechaban que Walsh transportaba revolucionarios a España. Keats interpretó el episodio como una afrenta a sus más sentidas creencias. Cuando comenzó a leer Don Juan, enfureció. Se descubrió leyendo líneas que se burlaban de poetas que, como él, pensaban en “ninfas del bosque y en arqueros inmortales”, y que coronaban una escena desalentadoramente bien lograda con otra de canibalismo. Severn recuerda a Keats arrojando el libro y exclamando: “Me da la idea más espantosa de la naturaleza humana que un hombre como Byron haya agotado todos los placeres de la vida al punto de que no le queda sino refocilarse y reírse de las más solemnes y desgarradoras escenas de la miseria humana; este arrebato suyo es uno de los más diabólicos atentados jamás hechos contra nuestras simpatías, y no me cabe duda de que fascinará a miles en la más extrema dureza del corazón. La tendencia poética de Byron está basada en una mezquina originalidad: la de resultar novedoso para hacer alegre lo solemne y lo solemne alegre.”

Aunque Severn tenía claro que Keats estaba hundiéndose aún más profundamente en la depresión, confunde el momento en que tuvo lugar el episodio que mejor ilustra su alcance. En algún momento después de alejarse de Vizcaya y antes de llegar a Nápoles, Keats confiesa la verdadera razón por la cual pidió que le llevaran láudano a bordo en Gravesend. No pretendía utilizarlo como medicamento sino como instrumento para suicidarse. Severn empalideció. Rehusó entregarle la botella y se apresuró a oponer a la tentación de Keats algunos argumentos cristianos. Prevaleció, pero sólo en tanto convenció a Keats de seguir adelante a pesar de todo. No pudo hacer nada para convencerlo de que el futuro no le reserva otra cosa que dolor.

Cuando el Maria Growther alcanzó el “bello promontorio desierto” del cabo San Vicente, el viento dejó de soplar. La cólera de Keats se extinguió. Leigh Hunt, quien navegó a Italia 18 meses después, menciona una calma similar en términos que recuerdan “La rima del viejo marinero”: “el mar hinchado y pestilente con pútridas sustancias”; la tripulación “ocupada en pintar la nave; una operación que no parecía adecuada en medio del circundante aspecto de enfermedad.” Es una escena que Keats podría haber reconocido y que ayuda a explicar por qué su espíritu se aligeró un poco cuando el viento volvió y los empujó hacia adelante. Las magníficas olas del Atlántico dieron paso a olas pequeñas que comenzaron a moverse con un molesto vaivén que sacudía el buque. Era desagradable, pero cualquier movimiento era preferible a ninguno. Cuando Gibraltar apareció a la luz de la mañana, Keats dijo que refulgía “como un gran topacio” y, conforme seguían a lo largo de la costa del norte de África, Severn creyó que su progreso significaba que pronto habría “un gran cambio… a mejor”.

Estaba equivocado. Aún no se había disipado la novedad de su renovado progreso cuando Keats recayó otra vez. Al entrar al Mediterráneo se aproximó al mundo clásico que siempre había sido su ideal –un mundo que Hunt evocaría más tarde en términos que habían compartido y que Keats estaba ahora demasiado enfermo para disfrutar:

Incontables generaciones de la raza humana, provenientes de los rumbos del mundo, con todas las religiones y mitologías, y los genios, y las hazañas maravillosas, buenas y malas, que han atraído casi por completo la atención de la humanidad, te miran a la cara desde las galerías del techo del océano, levantándose una sobre otra hasta que las más altas se pierden en el cielo… Al pensar en todas estas cosas, la mente apenas distingue la verdad de la ficción, tampoco desea hacerlo. La ficción es la verdad bajo otra forma y se entrega en estrechos abrazos.

Keats terminó su viaje en desgracia. Después de dos días en el Mediterráneo, sufrió otra seria hemorragia proveniente del estómago, fiebre en las noches y violenta sudoración. Echado en su litera, rodeado por las opresivas paredes del camarote, fue empujado a una desdichada seminconsciencia. Cuando por fin llegaron a Nápoles el 21 de octubre, 34 días después de abandonar Londres, se encontró separado de las cosas que alguna vez había disfrutado.

Keats, débil como estaba, ansiaba llegar al final de su viaje. Pero cuando el Maria Crowter lentamente se disponía a echar los amarres en Castel dell’ovo, las autoridades borbónicas al cargo del puerto le dijeron al capitán Walsh que nadie del barco tenía permitido pisar tierra hasta pasados diez días: un brote de tifus se había declarado en Londres cuando el barco dejó Tower Dock y tenían que completar las seis semanas de cuarentena. Eso significaba un nuevo encarcelamiento para Keats. Parado en la cubierta, mirando a través de los aparejos de una fila de barcos mantenidos en suspenso, podía ver las agujas y tejados de Nápoles esparcidos frente a él, bellos pero lejos de su alcance.

Típicamente, su primera reacción fue confortar a sus compañeros. Compartió con ellos lo que sabía de la historia de Nápoles, sobre las galeras griegas y los mercantes tirrenos. También les habló del pasado inmediato: en 1814, cuando las guerras napoleónicas llegaban a su fin, el Reino Unido de Nápoles y Sicilia firmó una alianza con Austria y un convenio con Inglaterra que permitía a las naves inglesas utilizar sus puertos. Pero el rey de Sicilia, Joachim (Murat), quien había sido impuesto por Napoleón, dudaba que los aliados estuvieran actuando de buena fe. Recientemente se habían puesto del lado de las tropas sicilianas en Livorno, con la intención de restaurar el trono del exiliado rey Fernando. Sus sospechas estaban bien fundadas. El régimen de Fernando fue restaurado en 1814 y Joachim huyó a Francia. Cuando desembarcaron, Severn y él buscaron, siguiendo el consejo de Charles Cotterell, alojamiento cerca del puerto. Como les pareció demasiado caro, se dirigieron al distrito Guanti Novi y alquilaron habitaciones sobre la trattoria Villa de Londra en Vico S. Giusseppe. La calle era un cañón estrecho, muy diferente a la Italia imaginada por Keats. El cielo gris y lluvioso velaba el Vesubio en la lejanía.

Durmieron malamente y se levantaron temprano para escribir cartas que pudieran alcanzar el correo británico. Keats, impotente, se desahogó con Charles Brown. Terminó con las palabras siguientes:

Si algo afortunado hubiera pasado alguna vez conmigo o mis hermanos, pero la desesperanza cae sobre mí como un hábito. Mi querido Brown, hazlo por mí, defiende a Fanny siempre. No puedo decir una palabra sobre Nápoles; no me interesan los miles de novedades que me rodean. Temo escribirle a ella. Me gustaría que supiera que no la olvido. Brown, llevo carbones encendidos en mi pecho. Me sorprende que el corazón humano sea capaz de contener y soportar tanta miseria. ¿Nací para terminar así? Dios bendiga a ella y a su madre, a mi hermana, a George, a ti y a todos.

Severn le escribió a William Haslam con menos desesperación: “Keats está más calmado, piensa favorablemente de este lugar”, pero admite que el viaje había sido un desastre. Describe, conforme su mente recorre el mes anterior, cómo el horror agravó los sufrimientos de Keats y al Maria Crowther como un “hoyo negro”. Sus recuerdos. Y su esfuerzo para pretender que Keats estaba más contento de lo que él sabía, eran la realidad que pronto lo apabulló. A punto de las lágrimas, salió abruptamente de la habitación con el pretexto de buscar al casero. Era un valiente engaño. Ese día, más tarde, Keats le habló a Severn, “más, mucho más” de Fanny, con la esperanza de que Severn pudiera soportar las responsabilidades con más facilidad si lo entendía mejor.

Esa noche Keats se fue a la cama temprano, durmió profundamente y el día siguiente estuvo “mucho mejor”. Incluso hizo un retruécano en italiano. Decidió que era sensato quedarse una semana en Nápoles, haciendo planes y recobrando fuerzas. Severn y él se pusieron en manos de Charles Coterrell, quien ofreció mostrarles el paisaje. Recorrieron los márgenes de la bahía y se adentraron en los viñedos de Capodimonte y Ponte Rossi. Visitaron ruinas e iglesias. En cierto punto, detenidos en Capuan, vieron a algunos trabajadores alrededor de un caldero comiendo espagueti con las manos. Cuando posteriormente Severn describió esa excursión, la bañó con el cálido resplandor de la nostalgia; en realidad, aun en los momentos que parecían más inocuos estaban llenos de temor. Keats sabía que su remisión era sólo temporal. También encontró deprimente la situación política. Un día, mientras se escabullían de uno de los ventosos aguaceros que azotaban la ciudad, tropezaron con una parada militar que era revisada por el “cara de cabra”, Fernando, en la Piazza Real. A Keats le enfureció el despliegue de poder despótico y los soldados mismos, quienes, dijo, “no tenían columna vertebral”. (Fue clarividente: cuatro meses más tarde el ejército se rindió a los austriacos sin dar pelea y Fernando huyó. Otro día fueron a la ópera de San Carlos y vieron soldados postados a ambos lados del proscenio. Al principio Keats creyó que formaban parte de la producción. Cuando comprendieron que estaban allí en caso de que el público comenzara a protestar contra Fernando, Keats se disgustó y le dijo a Severn que debían abandonar Nápoles lo más rápidamente posible. No quería, dijo, que sus huesos quedaran en medio de un pueblo con una política tan miserable.

La mayor parte del tiempo restante en Nápoles, Keats se quedó en sus habitaciones leyendo los nueve pequeños volúmenes de Clarissa, de Richardson, que Severn había traído de Inglaterra; viendo las gotas de lluvia que golpeaban su ventana y organizando la siguiente etapa de su ordalía. Le escribió a James Clark a Roma para anunciarle su próximo arribo y su necesidad de alojamiento. Clark, quien se había puesto ya en contacto con John Taylor, estaba bien calificado según los estándares de la época y preparado para ayudarlo. De 32 años, había vivido una vida intensa, combinando su carrera médica con un ferviente interés en la música y la pintura. No hubo tiempo para que contestara a Nápoles. El 6 de noviembre Severn y Keats recogieron su visa del consulado británico. Al día siguiente recogieron una segunda visa del consulado papal y fueron a cenar con Charles Cotterell. El festejo fue el final de una semana de compromisos enloquecedores. Lejos de confirmar su ideal de cultura clásica, Nápoles dramatizó la situación política que Keats detestaba en casa. Si buscaba refugio en su imaginación, su sufrimiento era todavía más agudo. El miércoles 8 de noviembre, cuando él y Severn treparon a un carruaje alquilado (un vettura) y tomaron el amplio y accidentado camino empedrado de la Via Appia hacia Roma, el futuro se vislumbraba tan triste como el pasado.

En la mañana de su partida, George Keats le escribió desde Louisville a su hermano John, asumiendo que aún estaba en Hampstead: “Una y otra vez tengo que enviar malas noticias”, comenzó, luego dijo que no había podido vender su bote de vapor, que estaba muy ocupado con su aserradero y no podía enviar nada de dinero. Fue una carta cariñosa en la que declaraba: “tu aflicción es nuestra”. Si Keats La hubiera recibido, sólo habría profundizado su sensación de que “la desesperación cae sobre mí como un hábito”. Brown lo sintió así y le envió un resumen a Severn describiendo a George como “un hipócrita estafador egoísta a quien habría que responsabilizar por la muerte de su hermano, si esto último llegara a ocurrir”.

Severn siguió empeñado en sostener, con debilitadas esperanzas, que no ocurriría tal cosa. Conforme el vettura subía desde la planicie costera y el sol permitía por fin ver las vaporosas colinas que los rodeaban, veía cómo Keats se deterioraba. Los esperaba una jornada de 140 millas, una semana de comida rústica y alojamientos pueblerinos. Severn trataba desesperadamente de hacer las cosas más fáciles; para distraerlo le mostraba los búfalos de agua que pacían en los campos, los viñedos y los blancos poblados. Algunas veces le dejaba más espacio, apeándose para caminar y recoger flores silvestres que arrojaba al carruaje.

Cuatro días después llegaron a Terracina, cruzando sus puertas entre la catedral medieval y las columnas de la deteriorada villa romana. Adelante se extendía el campo llano infestado de malaria, sus perezosos riachuelos flanqueados de espadañas, sus ondulados eriales punteados con rebaños de cabras. Era un lugar que abrumaba por su brutal pobreza. Más adelante se toparon con un cardenal de capa roja que le disparaba a aves canoras: como señuelo había atado un búho a un garrote y le había colgado un espejo en el cuello. Severn comentó que “era asombroso el número de pájaros que había matado”, aunque precisó que la auténtica destreza era no darle por error al búho. Aquí y allá vieron la osamenta de caballos y horcas balanceando los cuerpos de bandidos ajusticiados.

Comparado con esto, Roma sería una salvación. Pero el 15 de noviembre, cuando Keats y Severn finalmente vieron la desmoronada muralla aureliana levantarse frente a ellos, la muerte siguió atosigándolos. La última milla de la Vía Appia estaba flanqueada por postes de los que colgaban los cuerpos de más criminales llevados fuera de las murallas de la ciudad para ajusticiarlos. Cuando cruzaron la puerta Latera, el “estupendo” Coliseo surgió ante ellos cubierto de maleza: un gigante emblema resquebrajado de crueldad y de poder.

Keats y Severn pidieron que los llevaran a la Piazza di Spagna, el centro de la “colonia inglesa”, donde Clark esperaba en sus habitaciones. No había recibido la carta de Keats y estaba pidiéndole a un amigo de Nápoles noticias sobre su paciente cuando oyó la llegada de un carruaje. La primera impresión de Severn fue ambigua. Supo que era “observador”, pero también quisquilloso e inseguro. “Supongo –le dijo pesaroso a un amigo poco después– que el pobre de Keats no tiene alternativa.” Sus sentimientos sobre Keats fueron mixtos. Se sintió impresionado por su inteligencia y aguante, y más tarde lo describió como un “noble…animal”. Al mismo tiempo, pudo ver que estaba gravemente enfermo, aunque no –así lo creyó inicialmente– de consunción. Doce días más tarde le escribió a un amigo: “La parte principal de su enfermedad, hasta donde puedo ver, parece residir en su estómago. Tengo alguna sospecha de su corazón y posiblemente de sus pulmones… Su esfuerzo mental y su excesiva aplicación han sido, pienso, la fuente de su enfermedad. Si pudiera poner su mente a descansar se repondría.”

Aunque Clark estaba profundamente interesado en Keats. Fue tan impotente para ayudarlo como Rodd, Bree, Lambe y Darling lo habían sido en Inglaterra. Le dijo que lo haría sangrar con regularidad, lo pondría a dieta (algunas veces una anchoa y un pedazo de pan al día) y lo protegería de preocupaciones innecesarias. El cambio de clima, pensaba, haría el resto.

Las habitaciones que Clark contrato para Keats y Severn estaban en el número 26 de la Piazza di Spagna, una casa de cien años de antigüedad que estaba a los pies de la amplia escalinata de mármol que conducía a la iglesia de Trinità dei Monti y sus torres gemelas. La blanca piedra de los escalones atrapaba reflejos rojizos de las casas circundantes. Débiles sonidos del campo abierto llegaban de más allá de la iglesia. Las casas vecinas eran elegantes –varias estaban divididas en departamentos, excepto la del número 30, que era fábrica de sillas de montar, y la del 33 que era un pequeño establo para caballos y carruajes–. La plaza era ocupada por puestos de venta de flores traídas de la campiña y por modelos de artistas, vestidas con sus trajes típicos y dispuestas a alquilarse. En el centro se levantaba la fuente de Pietro Bernini: “La barcaccia”, un bote hundido que incesantemente absorbía agua para derramarla después. Aquí, por fin, estaba la Italia que Keats había imaginado. Volvió a sus habitaciones más convencido que nunca de que el viaje, el entero viaje de su vida, no había sido en vano.

Un inglés, de nombre Thomas Gibson vivía con su valet francés en el primer piso del número 26 de Piazza di Spagna; en el tercero, un joven irlandés, James O’Hara y su sirviente, en un departamento, en el otro, Giuseppe d’Alia, un oficial italiano. El segundo piso, que Keats iba a compartir con Severn, había sido ocupado con anterioridad por un médico inglés; la casera, una veneciana de 43 años, puntualizó que era suficientemente grande para dos personas y estaba bien amueblado. Un diminuto vestíbulo se abría desde el rellano a una brillante sala de quince pies cuadrados que daba paso, en la esquina, a una habitación de sólo ocho pies de superficie con doble ventana, la cual, a su vez, daba a un anexo todavía más pequeño que sobrevolaba la escalinata. Severn dijo que el podría improvisar su cama en la sala y ocupar el anexo para pintar. El cuarto de la esquina sería el dormitorio de Keats. Desde ambas ventanas podría abarcar la vista completa de la Piazza y la escalinata. Echado en la cama, observando el cielo raso de madera con margaritas grabadas o el hogar de piedra gris con sus grotescas caras de demonios, podía escuchar el chapoteo de la fuente y el rumor de las voces de la plaza.

La renta era más alta de lo que habían supuesto, casi cinco libras al mes. Pero Keats no tenía el deseo ni la energía para trasladarse a otro lugar. De cualquier modo, le confió sus preocupaciones a Clark, quien a su vez le dijo a un amigo suyo que “la idea de sus gastos obra sobre su mente y algún plan debe concebirse para eliminarla”. De acuerdo con ello, Clark delineó una rutina diaria, la cual esperaba que pudiera distraerlo sin agotarlo. El turismo intensivo estaba descartado, era demasiado gravoso, pero Keats fue alentado a pasear por la colina Pinciana, inmediatamente al norte de la Trinità. Clark también alquiló un “caballo pequeño» –para desmayo de Severn: costaba 6 libras mensuales– con la creencia de que cabalgar le haría bien al estómago de Keats. En unos pocos días, los dos prudentes turistas hicieron varios amigos en sus excursiones, entre ellos el teniente Isaac Elton de los Ingenieros Reales, quien era también tísico. En una de sus excursiones conjuntas a la colina Pinciana, se toparon con la princesa Pauline Bonaparte; cuando ella puso sus ojos en Elton, Keats “hizo una sátira muy severa de la famosa coqueta”. Fue igualmente mordaz cuando vio la estatua, debida a Canova, de la princesa medio desnuda en Villa Borghesse; la llamó “arpa eolia” porque “cualquier viento podía tocarla”.

Keats y Severn pronto se adaptaron a una modesta rutina. Por recomendación de Clark, Severn rentó un piano (por treinta chelines al mes) y pidió prestadas numerosas partituras, las cuales incluían arreglos para piano de las sinfonías de Haydn. Éstas complacían en particular a Keats, quien le dijo a Severn que el compositor era como un niño “pues uno no adivinaba lo que haría después”. En ocasiones visitaba a sus nuevos conocidos para cenar. Más a menudo comían en sus propias habitaciones los platillos ordenados en una trattoria cercana (después de que Keats arrojó por la ventana uno de los platos en señal de disgusto, la calidad de la comida mejoró dramáticamente). Algunas veces se sentaban a charlar. Otras veces tomaba cada quien su camino. Keats vagaba lentamente por las calles. Severn entregando sus cartas de presentación, haciendo bosquejos de las ruinas del foro, visitando las galerías del Vaticano o trabajando en la pintura que sería su acceso a la beca para viajar de la Royal Academy: “La muerte de Alcibiades”.

Poco a poco también Keats comenzó a trabajar. Leyó Don Quijote, los poemas de Shakespeare, y las novelas de Maria Edgeworth que había traído de Londres. Renovó su estudio de italiano concentrándose en Tasso y Alfieri. Incluso comenzó a pensar en un nuevo poema –sobre Sabina, la ninfa del río y diosa tutelar del rio Severn–, afirmando que pronto estaría lo suficientemente bien como para enfrentar la excitación de la composición. Su tema, que contiene cierta broma (Keats había escrito antes, en el ejemplar de sus Poems dedicado a su compañero: “el autor confía de todo corazón este ejemplar a Severn”), también le permitía explorar sus sentimientos de nostalgia, patriotismo y amor desterrado.

Como lo venía haciendo en las últimas semanas, al mundo le mostraba un rostro valiente mientras continuaba pasando penas que permanecían dolorosamente vivas. Por donde quiera que volteara, algo le hablaba de injusticia y remordimientos. Al ver a Severn que comenzaba a trabajar en “La muerte de Alcibiades”, por ejemplo, lo conminó a “no perder tiempo contendiendo con… enemigos artísticos y a confrontarlos… antes de que pudieran hacer más daño”. Luego le habló de la comida con Hilton y de Wint en la que había defendido el premio de la medalla de oro. Severn se alarmó, aunque entendió que decía más de Keats que de él mismo. Sin mencionar Blackwood’s, Keats mostraba que el regreso de su apetito por el trabajo removía los resentimientos que lo habían acosado en Londres y confirmaban sus sentimientos de impotencia. Una carta escrita a “Mi querido Brown” el 30 de noviembre, dos semanas antes de llegar a Roma, lo confirma con desgarradora claridad. “Escribir una carta es para mí la cosa más difícil del mundo”, comenzaba. “Mi estómago sigue tan mal que siento que empeora al abrir un libro, si bien estoy mucho mejor que durante la cuarentena. Temo enfrentar los pros y los contras de cualquier cosa que me interesa en Inglaterra y tengo el sentimiento constante de que mi vida real ha pasado y de que estoy llevando una vida póstuma.”

Ésta era la nota que lo había afectado en las semanas recientes. Conforme continúa escribiendo proporciona un sumario bello y conmovedor de su ambición poética, sólo para insistir que estaba más allá de su alcance. Al recordar lo mucho que había echado de menos a Brown en Gravesend y Bedhampton, admite que “no puedo soportar la vista de la escritura de un amigo al que quiero tanto como a ti”. Agrega: “hay un pensamiento suficiente para matarme: he estado bien, sano, alerta, caminando con Fanny, y ahora, al conocer el contraste, al buscar el claroscuro, toda esa información necesaria para un poema, se convierte en el gran enemigo para el restablecimiento de mi estómago.” Termina con su típica preocupación pasando a su familia y a sus amigos. “Severn está muy bien, aunque lleva una vida demasiado triste conmigo. Dale mis recuerdos a todos mis amigos y dile a Dilke que no debí partir de Londres sin haberme despedido de él, pero estoy reducido de mente y cuerpo. Escríbele a George en cuanto recibas ésta, y también una nota a mi hermana, quien ronda mi mente como un fantasma, ella es como mi Tom.” Las oraciones no eran tanto una súplica como un adiós, y él lo sabía. “Es muy difícil decir adiós, incluso en una carta.” Termina: “Siempre hago una torpe reverencia. ¡Dios te bendiga!” Fue la última carta que escribió. De aquí en adelante la historia de su vida dependerá de las impresiones de otras personas, de las palabras de otros escritores.

La carta de Brown, a la cual Keats contestaba, no ha sobrevivido. Por ello es imposible juzgar la medida en que los pensamientos de Keats fueron provocados por las noticias de Brown. Por ejemplo: ¿alabó Brown a Severn para disculpar su propia renuncia a viajar a Roma? A fin de año todavía luchaba para racionalizar su decisión, y aunque le había dicho a Taylor que se estaba “preparando para seguirlo a principios de la primavera (de 1821) y no regresar si Keats prefería vivir allá”, no menciona planes precisos. ¿Dijo que ese otoño había decidido desposar a Abigail O’Donaghue? ¿Añadió que al ser una boda católica, que en esa época no tenía carácter legal, pretendía únicamente ganar la custodia de su hijo y pedirle a Abigail que se marchara después de un tiempo razonable? Cuando después, el 21 de diciembre, Brown le escribió a Keats, fue despiadadamente gracioso sobre su nuevo compromiso, pero cuidadoso en señalar que “Abby” no estaba “viviendo” con él en la “misma calidad” que en el pasado, lo cual prevenía que “dicho asunto provoque dolor aquí junto”. A su modo fanfarrón, Brown comprendió que su propia situación podía torturar a Keats. Brown estaba casado con una mujer a la que no amaba y seguía conservando su independencia. Keats estaba separado de una mujer a la que adoraba, y hundido en su “póstuma existencia”.

En su carta final, Keats le dijo a Brown que “el doctor Clark es muy solícito conmigo; dice que en mis pulmones no hay gran cosa, pero mi estómago está muy mal.” Durante las dos primeras semanas de diciembre, se aferró a sus rituales y rutinas –exteriormente optimista, interiormente desesperado–. Siempre que se sentía lo suficientemente fuerte, caminaba por la colina Pinciana. La mayor parte de los días se quedaba dentro, platicando, dormitando, mirando trabajar a Severn, y leyendo. Cierta vez, después de traducir dos líneas de Alfieri como “¡Infeliz de mí! Mi único consuelo es llorar, y llorar es un crimen”, se derrumbó e hizo el libro a un lado. La violenta oscilación de su humor le dijo que el alivio comparativo de sus primeras semanas en Roma se acercaba a su fin. Terminó el 9 de diciembre. Severn dejó su habitación temprano por la mañana para echar al correo una carta para Haslam. Poco después de regresar, Keats comenzó abruptamente a toser sangre, “extremadamente oscura y espesa”. Severn recogió dos tazas y luego mandó por Clark, quien de inmediato hizo lo que pensó que era lo mejor: le extrajo todavía más sangre (ocho onzas) y le dijo que reposara. Tan pronto como se marchó, Keats salió tambaleante de su pequeño cuarto, con los ojos extraviados y el corazón destrozado, murmurando “Este será mi último día”. Severn, quien ya una vez había alejado a Keats de sus pensamientos de suicidio, luchó por devolverlo a la cama y con rapidez recorrió el departamento escondiendo todos los cuchillos, tijeras, navajas y se guardó el láudano en el bolsillo para, más tarde, dárselo a Clark.

Durante las siguientes 24 horas, Keats continuó con sus desvaríos. Tiraba la comida y la bebida que Severn le llevaba; y a Clark, cada vez que éste lo visitaba, le rogaba que le dijera “cuánto más durará mi póstuma existencia”. Clark, quien había sido sorprendido por la rapidez del colapso, no encontraba nada qué decir que le diera “alguna esperanza contra la gran lucidez que Keats tenía de su propio caso”. Al igual que Severn, miraba desesperado como Keats gritaba su deseo de morir, se sumergía en el ñ

 

silencio y luego, lleno de pánico, discutía otra vez. A la mañana siguiente, Keats tuvo otro ataque de tos y perdió tanta sangre como la ocasión anterior. Una vez más, Clark extrajo otras ocho onzas de sangre de su brazo y le ordenó que se quedara en cama. Para el mediodía del 10 de diciembre, Keats no tuvo alternativa. Estaba demasiado débil para hacer otra cosa.

Severn lo devolvió con lentitud a la razón, trajo periódicos para leérselos. Keats seguía debilitándose. A pesar de que su fiebre era alta y su sistema digestivo estaba casi destruido se quejaba de un hambre perpetua y le rogaba a Severn que le llevara algo más que anchoas y un pedazo de pan.

Severn no tenía motivos para dudar de los consejos de Clark y gentilmente lo desoyó. Keats le imploró y luego cedió gradualmente, mostrando una vez más “generosa preocupación” por Severn en su “desolada posición”. Era también preocupación de que su “muerte retardada” pudiera “arruinar” la perspectiva de Severn para establecerse como pintor en Roma. Keats estaba determinado a que Severn estuviera preparado para lo que las próximas semanas pudieran traer. Explicó que le haría grandes exigencias a su paciencia, que sufriría “diarreas continuas”, que había riesgo de que le contagiara la enfermedad con su “aliento de muerte”. Severn le escribió “temblando” a Brown: “Soñé muy poco de esto en Londres”, pero nunca le falló a su amigo. Como los sirvientes rehusaban atenderlos por miedo al contagio, él se convirtió en burro de carga además de compañía. Noche y día escuchaba los incoherentes delirios de Keats, afligido por sus arrebatos de manía persecutoria, sobre Fanny y su familia. Sólo se apartaba de la cama para preparar magras comidas, recoger leña para el fuego, ordenar sábanas frescas y consultar en privado a Clark.

Una semana más tarde aún no había mejoría: Keats seguía tosiendo “grandes cantidades” de sangre, “por lo general en la mañana y casi todo el tiempo mezclada con su saliva”. Severn le escribió a Brown el 17 de diciembre: “Él se lamenta conmigo de toda la situación mientras yo enfrío su frente que arde hasta que cada una de mis venas tiembla por el esfuerzo de ocultar mis lágrimas a sus ojos desorbitados.” Para entonces Severn estaba seguro de que sólo podía haber una salida y convenció a Clark de que suavizara su régimen. Clark dijo que tenía que soportar la “terrible tortura del hambre” “dado que no puede digerir “ni una sola cosa”. Como para demostrar su afirmación Clark “recorrió toda Roma” en busca de una especie particular de pescado que Keats quería, pero mientras Severn lo recibía “deliciosamente preparado de manos de la señora Clark, Keats vomitaba sangre”.

Siguieron así las cosas hasta Navidad: Clark visitándolo cinco o seis veces al día. Severn cuidándolo, preparando la comida, descansando por breves momentos, y escribiendo lloroso a algunos amigos de Londres cuando pensaba que Keats no podía ver lo desesperado que se sentía. El 24 de diciembre, a las cuatro treinta de la mañana, fue sorprendido. Mientras comenzaba una carta para Taylor, Keats se irguió de pronto y comenzó a hablar del cristianismo. “Creo –le dijo a Severn– que un ser maligno, sobre el cual el Altísimo tiene poca o ninguna influencia, debe haberse apoderado de nosotros. Ya tú sabes, Severn, que no creo en tu libro –la Biblia–.” En anteriores conversaciones con Hunt y Shelley, y en poemas como el soneto “Escrito en repudio de la superstición vulgar”, Keats había denunciado con orgullo la religión organizada. Ahora, la ausencia de “este fácil alivio que cualquier pícaro y tonto tiene”, parecía otra señal de su pérdida, pero también de su independencia. Ello lo hacía vacilar entre su desafío a Severn y un callado respeto por sus creencias, y le pedía buscar ejemplares de Holy Living and Holy Dying, de Jeremy Taylor; la traducción de Dacier de Platón, y The Pilgrim’s Progress de Bunyan. Todos estos libros probablemente revivían ideas que alguna vez discutió con Bailey y despertaba sus pensamientos sobre el alma; ninguno de ellos lo convencía de que podía esperar la “inmortalidad de alguna u otra naturaleza”. Antes de que Severn terminara de escribir la carta a Taylor, Keats le ordenó que le dijera a su editor: “pronto estaré en una segunda edición, con sábanas y prensa fría”. Y añade que, después de su muerte, no debe hacerse ninguna referencia a él en ningún periódico ni grabados de su retrato. Durante sus días finales con Fanny en Inglaterra, “su más ardiente deseo” había sido “vivir para redimir su nombre de las calumnias levantadas contra él. Agonizando en Roma, alega querer sólo lo que siente ha sido su destino : recibir nada, su vida y sus esfuerzos por fin aniquilados.

Desconcertado todavía por su veloz debilitamiento, Clark le pidió a un colega italiano que examinara a Keats y le diera una segunda opinión. El médico diagnosticó “malformación del pecho” y estuvo de acuerdo en que no había ninguna posibilidad de recuperación. Keats no supo que le quedaba muy poco tiempo de vida. El día de navidad, que Severn llamó “el más extraño y triste que haya pasado”, demostró una vez más que su vida podía ya haber acabado. Tres cartas llegaron de Londres. Una era de Hessey, llena de solemnes consejos religiosos. Otra, de Brown. Ellos le recordaron que sus amigos seguían en voz baja cada etapa de su enfermedad. Hessey copiando y haciendo circular las cartas de Severn, Brown difundiendo noticias cuidadosamente editadas a los Brawnes, Haslam visitando a Fanny Keats. Su lealtad era superior a lo que Keats podía tolerar. La tercera carta era sencillamente insoportable. Era de Fanny, y la vista de su escritura en el sobre lo “afectó amargamente.” La devolvió sin abrir a Severn.

Su pesar se agravó al saber lo mucho que Fanny debía estar sufriendo. Cuando Brown la visitó, ella estaba decidida a parecer estoica. Nunca habló de su compromiso con Keats, pero no pudo ocultar que estaba “un poco desilusionada por no recibir una carta”, y le exigió a Brown que no fuese demasiado delicado. “Cuando sepas de su muerte, dímelo de inmediato. No soy una tonta.” En sus primeras cartas a Fanny Keats, ella intentó parecer no más que una correcta vecina preocupada. Conforme el tiempo pasó, su entereza se hizo añicos; confesó: “Si lo pierdo, pierdo todo.” Era una horrible preparación para el pesar que se desplegaba en frente: una vigilia llena de sospechas y silencios, además del conocimiento de que cualquier noticia que llegara de Italia caducaría inevitablemente. A finales de diciembre conoció el reporte favorable que Severn le envió a Haslam a principios de mes; luego, a principios de enero, llegó la carta describiendo su recaída. Como era obvio que Severn no podía predecir el giro que tomaría la enfermedad, ella no tuvo más opción, con el temor incrementado por la incertidumbre, de encerrarse en sí misma.

De hecho, la información sobre el último colapso de Keats llegó a Londres mientras Severn trataba, por última vez, de convencerse de que había motivos para mantener la esperanza. En las tranquilas semanas que siguieron a la Navidad, sin hemorragias y con una dieta ligeramente mejorada, Keats pareció recobrar sus fuerzas, algunos días saliendo de su cuarto para recibir el débil sol invernal. Pero el 3 de enero, Clark le escribió a Taylor para decirle que Keats estaba “en un estado más deplorable; su estómago está arruinado y su estado mental es el peor posible para alguien en su condición, lo cual inevitablemente apresurará el evento que temo no está muy distante”. Al decir eso, Clark se refería más que a la debilidad física de Keats. Estaba preocupado por el surgimiento de repentinas preocupaciones financieras. Cuando Keats y Severn llegaron a Roma, retiraron de inmediato 120 de las 150 libras que Taylor y Hessey habían depositado en forma de carta de crédito en Torlonia, la famosa casa bancaria. Se les explicó que si retiraban el dinero en pequeñas cantidades, tendrían que pagar una comisión por cada transacción. Taylor no sabía esto. Tan pronto como recibió el documento por 120 libras, le escribió a Torlonia para detener todo pago futuro, en parte porque creía que sus amigos estaban viviendo más allá de sus posibilidades y en parte porque esperaba que George le enviara dinero a Keats en cualquier momento. Cuando Severn descubrió que no podía recibir las restantes treinta libras se aterró. ¿Cómo iban a vivir?, más aún, ¿cómo iba a arreglárselas si Keats moría? Su casera le había dicho que, como Keats era tuberculoso, todos los muebles del departamento debían ser destruidos y tendría que pagar por ellos.

Severn decidió que una carta de Clark a Taylor tendría más autoridad que cualquier cosa que él mismo pudiera decir, y persuadió al médico para que lo hiciera. Él lo hizo de inmediato y con éxito. Taylor escribió a Torlonia para que reanudara el pago y comenzó a organizar una colecta en casa. Cinco amigos prometieron diez libras cada uno. Woodhouse hizo un cheque a su nombre, rechazando con modestia que se mencionara su contribución de 50 libras. Otras 50 libras fueron donadas por el conde Fitzwilliam, amigo de Taylor. Fue una respuesta generosa, pero Severn no supo de ella sino hasta finales de febrero cuando Keats ya había muerto. Mientras tanto, tuvo que improvisar con lo que quedaba del adelanto original.

Tal vez por esa razón, durante el comienzo del nuevo año, las cartas de Severn a casa se hicieron cada vez más preocupantes.

No lo he dejado durante tres semanas –le escribió a Mrs Brawne el 11 de enero–. Permanezco levantado en las noches, le leo casi todo el día e incluso en la noche, enciendo el fuego, hago su desayuno, y algunas veces me veo obligado a cocinar, hago su cama y aseo el cuarto. Hago todas estas cosas, pero nunca cuando deben ser hechas. ¿Puede ver cuál es mi alternativa? Lo que más me enfurece es tener que encender el fuego. Soplo y soplo durante una hora y el humo ahúma todo, la olla cae sobre los leños ardientes –no hay hornillo–, Keats me reclama a su lado, el fuego me quema las manos, suena la campanilla de la puerta. Todo eso para alguien no acostumbrado y quizás incapaz. Con la falta de cada material aparece una nada pequeña herida.

Cuando, posteriormente, Isabella Jones leyó esa carta, ridiculizó a Severn “por darse importancia y por su egoísmo”. Y uno puede ver el porqué. Al mismo tiempo comete una injusticia al sugerir que Severn sencillamente se ensimismó durante el último mes de la vida de Keats. La carta de Severn a Mrs Brawne contiene elementos irónicos y de autocompasión, y es conmovedoramente reveladora de su lealtad, miedo y agotamiento.

En realidad era más práctico de lo que admitía. Siguiendo el consejo de Clark (que Keats debía tener su cama en la estancia más grande, pero al darse cuenta de que ello supondría destruir los caros muebles que contenía) ideó una forma de realizar el movimiento sin que se enterara Anna Angeletti. Para hacer las cosas aún más complicadas, tenía que evitar también que Keats supiera por qué la casera debía ignorar los arreglos: decírselo era admitir que su fin estaba próximo. Por lo tanto bloqueó la puerta de su departamento antes de arreglar una cama en el sofá, luego dijo a Keats que la nueva disposición había sido hecha por el sirviente. Keats sospechó, pero no dijo nada. Se sintió agradecido por el cambio de escenario y admiró la ingenuidad de Severn, como había admirado su artilugio para asegurarse de que siempre hubiera una luz cerca de su cama. Severn unió los pabilos de varias velas con hilo de algodón, de modo que cuando una se apagaba otra se encendía automáticamente. “¡Severn, Severn! –le dijo cuando por primera vez vio cómo funcionaba– hay un pequeño duende que acaba de encender la otra vela.”

El 11 de enero le había dicho a Mrs Brawne que aún tenía esperanzas de volver a Inglaterra con Keats en la primavera. Antes de una semana tuvo que admitir que era imposible: el rostro de Keats estaba “hundido y pálido” y “sus ojos avellanados cada vez más prominentes y menos humanos”. Severn permanecía junto a su lecho día y noche, escuchando cómo los dientes le castañeaban de un modo incontrolable, limpiando las espesas expectoraciones de sus labios, trayéndole sábanas limpias, tranquilizándolo cuando era atormentado por la dura tos. Algunas veces hablaba de sus propios planes para pintar, y una vez hizo un boceto de Keats mientras éste dormía, en el cual mostraba su rostro sombrío, con ojeras, su cabello enmarañado y despeinado sobre su frente. (Al pie del dibujo anotó la fecha y la hora: 28 de enero, tres de la mañana.) Algunas veces lo oye delirar que las “muchas causas de su enfermedad residían en la excitación y frustración de sus pasiones”. En ocasiones le leía Holy Living and Holy Dying, de Taylor, que Hazlitt una vez describió como “poéticamente más fino que cualquier otra prosa”.

A Keats le complacía la sonoridad de Taylor, pero no lo persuadía de que tuviera esperanzas de salvación. A lo largo de su vida adulta había rechazado la religión ortodoxa para construir una alternativa, una filosofía secular que reconocía que el placer y el dolor eran inseparables. Ahora acababa sufriendo “solo”. Nada de lo que había hecho parecía valioso. Ningún sistema de creencias, ninguna literatura, ningún individuo, podía competir con el hecho bruto de la extinción. Desde el punto de vista cristiano de Severn, Keats iba a morir con horror.

Hacia el 25 de enero, cuando Keats había vuelto a su pequeño cuarto de la esquina y yacía en lo que Severn francamente le dijo a Taylor que era su “lecho de muerte”, su depresión era imperturbable. Su pesar bordeaba la locura. “Deseaba su muerte con espantosa seriedad”. Pequeños gestos de amabilidad lo exasperaban: dos veces arrojó la taza de café que Severn le había llevado. Vislumbrar una segunda carta de Fanny lo hizo agonizar. No podía “soportar ningún libro”. “El hecho –dijo Severn– es que no tolera nada; su estado es de una irritación extrema, es desafortunado en todos los sentidos.”

Piadosamente, Clark insistió en que alguna ayuda externa sería necesaria. Al principio Severn se resistió, pues “su deber” era permanecer junto a su amigo, Pero estaba agotado y no insistió demasiado. A partir del 26 de enero una enfermera inglesa comenzó a acudir diariamente y Severn aprovechó para descansar y para recordar su otra vida. Dormía en el sofá de la sala. Continuaba con los dibujos de “La muerte de Alcibiades” en su apretado anexo. Continuó los limitados contactos que había hecho en Roma y ocasionalmente traía uno a visitar a Keats: el joven escultor inglés llamado William Ewing.

Conforme enero llegaba a su fin, el carácter de Keats comenzó a alterarse. Estaba demasiado enfermo para seguir con su “ferocidad”, y algo parecido a la aceptación apareció en su rostro. Sus pesadillas cesaron y pudo dormir con mayor facilidad. Su “deseo de libros” regresó de pronto y, cuando Severn le “puso todos ellos en la mano”, incluyendo la edición en siete volúmenes de Shakespeare, Keats los apiló a un lado de la cama como si fueran un amuleto. Su conversación se hizo más calmada también y comenzó a discutir los arreglos de su funeral. Sabía que al no ser católico sería enterrado en el cementerio protestante, más allá de la muralla aureliana que rodeaba Roma, cerca de la pirámide de Cestius, y le pidió a Sever que fuera a echarle un vistazo. Cuando Severn regresó y le dijo que había cabras y corderos paciendo entre las tumbas, y que proliferaban las violetas y las margaritas, se sintió satisfecho. Sólo un poco antes, viendo los árboles florecer en la Colina Pinciana, le había dicho a Severn: “La primavera siempre me ha resultado encantadora, tal vez la única felicidad que he tenido en el mundo ha sido el silencioso crecimiento de las flores.” A principios de febrero insistió en que las violetas eran sus flores favoritas y dijo, mientras miraba las flores blancas y amarillas grabadas en el cielo raso de su cuarto, que ya podía sentir las margaritas crecer sobre él. Tranquilo y firme, dio instrucciones para su funeral. Las cartas sin abrir de Fanny, lo mismo que un mechón de su cabello, debían ser enterrados con él, así como un monedero hecho por su hermana Fanny. A su debido tiempo la lápida debía ser grabada con una lira rota y el epitafio: “Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua.”

La frase ha sido tomada por lo general como signo de que Keats murió sin ninguna esperanza en la fama póstuma, especialmente porque no fue acompañada por su nombre y porque fue antecedida por una sentencia ideada por Brown –quien finalmente llegó a Roma en 1822– que decía: “Esta tumba contiene cuanto había de mortal en un joven poeta inglés, quien en su lecho de muerte, amargado el corazón por el malicioso poder de sus enemigos, deseó que estas palabras fueran grabadas en su lápida.” La verdad es más complicada, como incluso Brown comprendió: más tarde se refirió a su inscripción como “una especie de profanación” y quiso que fuera borrada. Aunque Keats a menudo había denostado a sus “enemigos” durante sus últimos meses, no compuso su epitafio “amargado”. De hecho, y con las últimas onzas de su energía, había ideado una inscripción que adaptaba la traducción de un proverbio griego y que era característicamente ambiguo. Al escribir “en” en vez de “sobre”, su nombre parece destinado a desaparecer de inmediato, sin dejar nada que pudiera ser asido. Por otra parte lo vuelve permanente. Su poesía había llegado con tanta naturalidad como “las hojas a los árboles”, ahora era parte de la naturaleza, parte del curso de la historia.

Durante la segunda semana de febrero, Keats se mantuvo estable, aferrado a las cosas familiares que le agradaban. Severn le llevaba un vaso de leche fresca cinco o seis veces al día, y el aroma y sabor lo deleitaban. Hora tras hora manoseaba la fría cornalina que le obsequiara Fanny. Miraba cómo la línea del sol marcaba el tiempo en la pared de su cuarto. Escuchaba la fuente de la plaza y el sonido de las voces de los extranjeros. En ocasiones llegaban algunos visitantes, no sólo Ewing, sino también un joven novelista español llamado Valentín Llanos y Gutiérrez [quien más tarde, en 1828, se casaría con Fanny, la hermana de Keats], a quien Severn conoció en una de sus excursiones. El 20 de febrero, Clark le advirtió a Severn que tal calma no podía durar; aun así, Keats siguió mostrando chispas de su vieja consideración para con los demás. Hizo prometer a Severn que escribiría a Hilton para pedirle una ampliación de la fecha límite de la beca. Le dijo lo que podía esperar cuando su muerte llegara finalmente. “¿Has visto morir a alguien?” preguntó. “No”, respondió Severn. “Te compadezco, entonces, por todos los problemas y peligros que has tenido que correr por mí.” Recurriendo a su experiencia como médico, y a sus recuerdos de Tom, dijo que no esperaba sufrir convulsiones en su momento final.

Severn pensó que ese momento llegaría la noche del 21 de febrero. Keats comenzó a toser dolorosamente, las flemas gorgoteaban en su garganta, y le pidió a Severn que lo apoyara en los cojines. Cuando la primera “pálida luz del día” se coló por la ventana, estaba aún vivo, apenas era capaz de hablar y su rostro demacrado adquirió un aire “fantasmal”. Todo el día siguiente retardó su muerte. Pudo reconocer a la enfermera que relevó a Severn. Severn, mientras esperaba en la sala, le escribió a Haslam. “Pobre Keats, me retiene junto a él… abre sus ojos llenos de terror y duda, pero cuando me descubre los cierra dulcemente, los cierra y abre hasta que cae de nuevo en el sueño. Sólo de pensar en eso me mantendrá a su lado hasta que muera.”

El día siguiente, 23 de febrero, fue igual. Cuando la enfermera regresó, Severn aprovechó para descansar brevemente; al atardecer retomó su lugar junto a Keats. Cuando comenzó a oscurecer, Keats se agitó de pronto y se agarró a Severn. “Levántame, me estoy muriendo, no te asustes, gracias a Dios que el momento ha llegado.” Severn se reclinó en la cama y tomó a Keats en sus brazos. Pero como los estertores persistían, lo soltó con suavidad y lo enderezó nuevamente. Mantuvo su mano izquierda entre las suyas. Permanecieron en silencio hasta que el último rayo de luz dio paso a la de las velas, el moco hervía en la garganta de Keats pues la debilidad le impedía incluso toser. En cierto momento, un sudor frío y pesado brotó de todo su cuerpo y murmuró: “No me eches tu aliento, lo siento como hielo.” Severn, al borde del sueño, se mantuvo inmóvil. Al acercarse las 11 de la noche, se despertó sobresaltado y miró a su amigo. Keats estaba muerto. Su faz, tan sosegada hizo pensar a Severn que aún dormía.

 

El 17 de septiembre, John Keats, enfermo de tuberculosis y en busca de un clima más favorable, salió de su casa hacia Tower Dock, donde, acompañado por su amigo Joseph Severn, abordó el Maria Crowther, el buque que lo llevaría a Nápoles. Tras la espera de mareas adecuadas, una tormenta y calmas chichas, finalmente llegó al punto donde comienza esta historia.