Traducción de Roberto Bernal
“¿Conoces las serpientes de cascabel del Mojave?”, me interpela Cormac McCarthy. La pregunta surge durante el almuerzo en Mesilla, Nuevo México, porque el hermético autor, que quizá es el mejor novelista desconocido de Estados Unidos, pretende alejar la conversación de sí mismo, y parece convencido de que el relato sobre un viaje reciente que realizó cerca de la frontera entre Texas y México le ofrecerá algún camuflaje. McCarthy es un escritor que describe las acciones brutales de los hombres con una minuciosidad insoportable y rara vez aplica la anestesia de la psicología; además, es un tipo de narrador tan persuasivo que disfruta con giros muy peculiares. Se inclina sobre su plato y narra en voz baja —con su acento apacible de Tennessee— los detalles.
“Las serpientes de cascabel del Mojave tienen un veneno neurotóxico, casi como el de las cobras”, explica, ofreciendo una lección de historia natural sobre las dos fases de color del animal y su mapa de distribución en el oeste. Se topó con esta criatura mientras viajaba por una carretera desierta en su camioneta Ford 78, cerca del Parque Nacional de Big Bend. McCarthy jamás escribe sobre lugares que no conozca, y ha realizado decenas de incursiones exploratorias en Texas, Nuevo México, Arizona y a través del Río Bravo hasta Chihuahua, Sonora y Coahuila. La inmensidad del desierto del sudeste sirvió como metáfora de la violencia nihilista de su última novela, Meridiano de sangre, publicada en 1985. Y este mismo terreno desolado y áspero vuelve a dominar el fondo de Todos los hermosos caballos, que aparecerá el próximo mes.
“Es muy interesante ver en la naturaleza un animal capaz de matarte”, dice, mostrando una sonrisa. “Lo único que había atestiguado que respondiera a esa descripción fue un oso pardo en Alaska. Y es una sensación extraña, porque no hay vallas y sabes que cuando se canse de perseguir marmotas se irá en otra dirección, que podría ser la tuya”.
Manteniendo una distancia respetuosa con la serpiente de cascabel, la tomó con un palo y la introdujo cuidadosamente entre los matorrales, y se marchó. Dos guardas del parque con los que se reunió más tarde ese mismo día parecían reacios a hablar de víboras letales con los mochileros. Pero otro, claramente del tipo de McCarthy, relativizó el asunto. “No sabemos lo peligrosas que son”, dijo. “Nunca han mordido a nadie. Simplemente suponemos que no sobrevivirían”.
Concluida con una de sus carcajadas, esta anécdota a la hora del almuerzo tiene un tono más alegre que la venenosa narrativa de McCarthy, aunque los mismos elementos están ahí: el encuentro tenso dentro de un paisaje amenazante, el humor negro frente a los incidentes, la posibilidad de una muerte dolorosa. Cada una de sus cinco novelas anteriores ha estado marcada por una intensa observación natural, como una especie de realismo mórbido. Sus personajes son casi siempre seres marginados: indigentes o delincuentes, o ambas cosas. Sin hogar o en chozas que no cuentan con electricidad, sobreviven en los bosques del este de Tennessee o a caballo en los espacios áridos y vacíos del desierto. La muerte, que se presagia en todo momento, llega desde el cielo abierto, bruscamente, con una cuchillada en la garganta o una bala en el rostro. El abismo se abre ante cualquier paso en falso.
McCarthy aprecia lo salvaje —en animales, paisajes y personas—, y, aunque es un hombre de cincuenta y ocho años que creció en el seno de una buena familia, culto y que se expresa correctamente, ha pasado la mayor parte de su vida adulta fuera del círculo de la hoguera. Sería difícil pensar en algún otro escritor estadounidense importante que haya participado menos en la vida literaria. No enseña ni escribe periodismo, nunca ofrece lecturas, jamás reseña libros, ni tampoco concede entrevistas. Ninguna de sus novelas ha vendido más de cinco mil ejemplares. Ni siquiera tuvo agente durante la mayor parte de su carrera.
Pero, entre una pequeña fraternidad de escritores y académicos, McCarthy goza de un prestigio sin parangón, muy superior al reconocimiento de su nombre o a sus ventas. Figura de culto, reconocido como autor de escritores, especialmente en Estados Unidos e Inglaterra, en ocasiones McCarthy ha sido comparado con Joyce y Faulkner. Saul Bellow, que formó parte del jurado que, en 1981, le concedió la beca MacArthur —la llamada beca de los genios— habló sobre su “uso absolutamente sobrecogedor del lenguaje, con frases vivificantes y mortíferas”. El historiador y novelista Shelby Foote afirmó que “McCarthy es el único escritor joven que ha logrado entusiasmarme. Les mencioné a los de MacArthur que les honraría tanto como ellos a él”.
McCarthy, un novelista cuya visión apocalíptica rara vez se centra en las mujeres, no escribe sobre sexo, amor o asuntos domésticos. Todos los hermosos caballos, una historia de aventuras sobre un muchacho de Texas que viaja a México con su amigo, es inusualmente dulce para él, como un Huck Finn y Tom Sawyer a caballo. La seriedad de los jóvenes personajes y la agilidad y brevedad del relato, que recuerda a los inicios de Hemingway, deben atraer hacia McCarthy un público más amplio, a la vez que afianzarán su masculinidad mística.
No obstante que le ha faltado amplitud temática, la prosa de McCarthy restituye el terror y la grandeza del mundo físico con una gravedad bíblica capaz de estremecer al lector. Una página de cualquiera de sus libros —puntuada mínimamente, sin comillas, evitando apóstrofes, los dos puntos o el punto y coma— tiene una parquedad estilizada que incrementa la fuerza y la precisión de sus palabras. La crueldad inimaginable y las cosas más sencillas coexisten —de uno y otro lado— en el sonido de un golpecito en la puerta, como en este pasaje tan común en Meridiano de sangre sobre la muerte sin duelo de un animal de carga:
“A la tarde siguiente, mientras cabalgaban hacia el límite occidental, perdieron una de las mulas. Se fue derrapando por el desfiladero del cañón con el contenido de las alforjas explotando sin hacer ruido en el aire caliente y seco y cayó a través de la luz del sol y en medio de las sombras, girando en aquel vacío solitario hasta que desapareció de la vista hundiéndose en un frío espacio azul que la absolvió para siempre de los recuerdos en la mente de cualquier ser vivo que haya existido.”
Heredero legítimo de la tradición gótica sureña, McCarthy es un conservador radical que sigue creyendo que la novela todavía tiene la capacidad de “abarcar todas las diversas disciplinas e intereses de la humanidad”. Y, con sus recientes incursiones en la historia de Estados Unidos y México, abrió un camino solitario en el corazón violento del Viejo Oeste. No hay nadie ni remotamente parecido a él en la literatura norteamericana contemporánea. Una unidad compacta de uno ochenta metros de estatura, McCarthy camina con brío, incluso con botas de vaquero, como alguien que también es buen bailarín. De aspecto pulcro y apuesto a medida que envejece, tiene los ojos azul verdoso de un celta, que se hunden en una frente de cúpula alta. “Da una impresión de fuerza, vitalidad y poesía”, dijo Bellow, que lo describió como alguien “metido en su propio personaje”.
Para ser un solitario tan empedernido, McCarthy es una figura cautivadora, un charlatán de primer orden: divertido, obstinado, de sonrisa rápida. A diferencia de sus personajes analfabetos, que tienden a ser escuetos y hoscos, él habla de forma divertida e irónica. Su complicada sintaxis contiene una elegancia calmada, como si controlara fácilmente la dirección y la concordancia de sus pensamientos. Una vez que ya accedió a una entrevista —tras largas negociaciones con su agente en Nueva York, Amanda Urban, que le prometió que no tendría que conceder ninguna más en muchos años—, parece contento porque estará acompañado durante varios días.
Desde 1976 radica principalmente en El Paso, Texas, que se extiende a lo largo del canal del Río Bravo hasta al otro lado de la frontera con Ciudad Juárez, México. McCarthy, un gregario solitario, tiene muchos amigos que saben que le gusta estar solo. Hace unos años, el periódico El Paso Herald-Post organizó una cena en su honor. Él les advirtió educadamente que no asistiría, y no lo hizo. Ahora la placa cuelga en el despacho de su agente.
Durante muchos años no tuvo paredes donde colgar nada. Cuando se enteró de que la beca MacArthur sería para él, vivía en un motel de Knoxville, Tennessee. Este tipo de hospedajes han sido su hogar de forma tan rutinaria que aprendió a viajar con una bombilla de alto voltaje dentro de un estuche de lentes, para asegurarse una mejor iluminación al momento de leer y escribir. En 1982 compró una pequeñita casa de piedra revocada detrás de un centro comercial en El Paso. Pero no me permitió entrar. La renovación, que comenzó hace unos años, se detuvo por falta de presupuesto. “Apenas es habitable”, dice. Se corta el cabello él mismo, come en cafeterías y lava la ropa en la lavandería.
McCarthy calcula que posee unos siete mil libros, casi todos guardados en armarios. “Tiene intereses intelectuales como nadie más que haya conocido”, dijo el cineasta Richard Pearce, que se encontró con McCarthy en 1974 y sigue siendo uno de sus pocos amigos del medio “artístico”. Pearce le pidió que escribiera el guión de The Gardener’s Son, un drama televisivo sobre el asesinato del dueño de un molino de Carolina del Sur en el año de 1870 a manos de un joven perturbado que tiene una pata de palo. Dentro del estilo característico de McCarthy, la amputación de la pierna del muchacho y su lenta ejecución en la horca son los momentos de la obra que perduran en la mente.
McCarthy nunca mostró interés por un trabajo estable, rasgo que parece haber exasperado a sus dos ex mujeres. “Vivíamos en la pobreza total”, recordó la segunda, Annie DeLisle, ahora restauradora en Florida. Durante casi ocho años vivieron en un establo lechero a las afueras de Knoxville. “Nos bañábamos en el lago”, agregó con cierta nostalgia. “Alguien le llamaba y le ofrecía dos mil dólares para que fuera a hablar en una universidad sobre sus libros. Y él les respondía que todo lo que tenía que decir ya estaba ahí, en la página. Así que comíamos frijoles una semana más”.
McCarthy prefiere hablar de serpientes de cascabel, computadoras moleculares, música country, Wittgenstein, es decir, de cualquier cosa que no sea de sí mismo o de sus libros. “De todos los temas que me interesan, sería muy difícil encontrar uno que no haya practicado”, masculla. “Escribir está muy, pero muy abajo en esa lista”.
Su hostilidad hacia el mundo literario parece muy natural (“enseñar a otros a escribir es una estafa”), pero también una táctica para evitar distracciones. En las asambleas de la Fundación MacArthur pasa más tiempo con científicos —como el físico Murray Gell-Mann y el biólogo ballenero Roger Payne— que con otros escritores. A uno de los pocos que reconoce haber tratado fue al novelista y activista ambiental Edward Abbey. Poco antes de la muerte de Abbey, en 1989, hablaron de una operación encubierta para reintroducir el lobo en el sur de Arizona.
El silencio de McCarthy sobre sí mismo ha dado lugar a un sinfín de leyendas sobre su pasado y su paradero. La revista Esquire publicó recientemente una lista de rumores acerca de su biografía, entre ellos, uno que lo situaba viviendo bajo una torre petrolífera. Durante mucho tiempo, toda la información relevante sobre sus primeros años de vida figuraba en una nota que el propio autor redactó para su primera novela, El guardián del vergel, publicada en 1965. En ella dijo que nació en Rhode Island en 1933 y creció en la periferia de Knoxville, donde asistió a escuelas parroquiales. Más tarde ingresó en la Universidad de Tennessee, que abandonó en seguida. En 1953 se alistó en las Fuerzas Aéreas y permaneció allí durante cuatro años. Después reingresó a la universidad, que abandonó de nuevo, y empezó a escribir novelas en 1959. Si añadimos las fechas de publicación de sus libros y premios, los matrimonios y divorcios, un hijo nacido en 1962 y la mudanza al sudeste en 1974, los datos relevantes de su biografía están completos.
Hijo mayor de un eminente abogado, antiguo miembro de la Tennessee Valley Authority, McCarthy es Charles hijo y tiene cinco hermanos. Cormac, el equivalente gaélico de Charles, se refiere a un antiguo apodo familiar que las tías irlandesas le pusieron a su padre.
Parece haber tenido una crianza cómoda que no se asemeja en nada a las miserables vidas de sus personajes. La enorme casa blanca de su juventud tenía hectáreas de bosques aledaños, y contaba con empleadas domésticas. “Nos consideraban ricos porque toda la gente a nuestro alrededor vivía en chozas de uno o dos cuartos”, dice. Lo que ocurría en esas chozas, y en el mundo subterráneo de Knoxville, parece haber alimentado su imaginación más que cualquier cosa que ocurriera dentro de su propia familia. Sólo su novela Suttree, con un paralizante conflicto entre padre e hijo, parece tener una carga fuertemente autobiográfica.
“Yo no era lo que ellos tenían en mente”, dice McCarthy sobre las desavenencias con sus padres durante la infancia. “Sentí muy pronto que no iba a ser un ciudadano respetable. Odié la escuela desde el primer día que puse un pie en ella”. Arrinconado para que explique su concepto de la rebeldía, tiene un extraño momento de acalorada introspección: “Recuerdo que en la escuela primaria el profesor preguntó si alguien tenía aficiones. Yo era el único que poseía aficiones, y las tenía todas. No había afición que no tuviera, cualquier cosa —por esotérica que resultara— la había hallado y me había sumergido en ella. Podría haberle dado un pasatiempo a todo el mundo y todavía me quedaban cuarenta o cincuenta para llevarme a casa”. Escribir y leer parecen ser los únicos intereses que el McCarthy adolescente nunca se planteó. Hasta los veintitrés años, durante su segunda ruptura con la escuela, no había descubierto la literatura. Para matar el tedio, cuando las Fuerzas Aéreas lo enviaron a Alaska, comenzó a leer en los cuarteles. “Leía mucho y muy deprisa”, dice, impreciso sobre su método de autoformación.
El estilo de McCarthy le debe mucho al de Faulkner —el vocabulario secreto, la puntuación, la retórica portentosa, los localismos y el sentido concreto del mundo—, una deuda que McCarthy no discute. “Lo cierto es que los libros están hechos de otros libros”, afirma. “La novela depende, para su creación, de las novelas que ya se escribieron”. Su lista de los que llama los “buenos escritores” —Melville, Dostoievski, Faulkner— excluye a cualquiera que no “contenga como temas la vida y la muerte”. Proust y Henry James no entran en esta selección. “No los entiendo”, dice. “Para mí, eso no es literatura. A muchos escritores respetados yo los considero ajenos”. El guardián del vergel, por muy faulkneriano que resulte en sus temas, personajes, lenguaje y estructura, no es un pastiche.
La historia de un niño y dos ancianos, quienes se entremezclan en su joven vida, contiene una turbulencia y una oscuridad propias. Ambientada en la región montañosa de Tennessee, la sinuosa narración rememora, sin rastro de sentimentalismo, una forma de vida en los bosques que está desapareciendo. El afecto por los perros de caza une el destino de los personajes, que deambulan inconscientes de cualquier parentesco. El niño nunca se entera de que un cuerpo en descomposición que descubrió en una fosa cubierta de hojas podría ser el de su padre.
McCarthy comenzó a escribir esta novela en la universidad y la concluyó en Chicago, donde trabajaba medio tiempo en un almacén de refacciones para autos. “Nunca dudé de mi capacidad”, dice. “Sabía que podía escribir. Sólo tenía que averiguar cómo comer mientras lo hacía”. En 1961 se casó con Lee Holleman, a la que había conocido en la universidad; tuvieron un hijo, Cullen (ahora estudiante de arquitectura en Princeton), y se divorciaron rápidamente. El escritor, que aún no había publicado nada, se marchó a Asheville, en Carolina del Norte, y después a Nueva Orleans. Al preguntarle si alguna vez había pagado la pensión alimenticia, McCarthy resopla. “¿Con qué?”, dice. Recuerda que lo desalojaron de una habitación de cuarenta dólares al mes, dentro del Barrio Francés, porque no pudo cubrir la renta.
Después de tres años de redacción, envió el manuscrito a Random House: “Era la única editorial de la que había escuchado hablar”. Finalmente llegó a la mesa del legendario Albert Erskine, que fue el último editor de Faulkner, así como el mecenas de Bajo el volcán de Malcolm Lowry y de El hombre invisible de Ralph Ellison. Erskine reconoció a McCarthy como un escritor del mismo calibre y, en un tipo de relación que apenas sobrevive en el mundo editorial estadounidense, lo editó durante los siguientes veinte años. “Hay un sentimiento de padre e hijo”, dijo Erskine, a pesar del hecho, como admitió tímidamente, de que “nunca vendimos ninguno de sus libros”.
Durante años, McCarthy parece haber subsistido con el dinero de los premios que obtuvo por El guardián del vergel, incluyendo los que otorgan la Academia Americana de las Artes y las Letras, la Fundación William Faulkner y la Fundación Rockefeller. Parte de estos ingresos se destinaron a un viaje por Europa en 1967, donde conoció a DeLisle, una cantante pop inglesa, que se convirtió en su segunda esposa. Se instalaron durante varios meses en la isla de Ibiza, en el Mediterráneo, donde escribió Oscuridad exterior, publicado en 1968, un retorcido relato navideño sobre una muchacha que busca a su hijo recién nacido, producto del incesto con su hermano. Al final, después de deambular separados por el sur rural, el hermano presencia, en una de las escenas más atroces de McCarthy, la muerte de su hijo a manos de tres misteriosos asesinos alrededor de una fogata: “Holme vio la hoja parpadear a la luz como un largo ojo de gato oblicuo y malévolo y una oscura sonrisa brotó en la garganta del niño y recorrió toda su frente. El niño no emitió ningún sonido. Quedó allí colgado con su único ojo vidrioso como una piedra mojada y la sangre negra corriendo por su vientre desnudo”.
Hijo de Dios, publicado en 1973, después de que él y DeLisle regresaran a Tennessee, revela excesos insólitos. El protagonista, Lester Ballard, asesino en serie y necrófilo, vive con los cadáveres de sus víctimas en una sucesión de cuevas subterráneas. Está basado en informes periodísticos sobre una personalidad semejante en el condado de Sevier, Tennessee. De algún modo, McCarthy encuentra compasión y humor en Ballard, sin pedir nunca al lector que perdone sus crímenes. No ofrece ninguna teoría social o psicológica que pueda explicarlo.
En una larga reseña que abordó esta novela, publicada en el The New Yorker, Robert Coles calificó a McCarthy como un “novelista de sensibilidad religiosa”, comparándolo con los trágicos griegos y los dramaturgos medievales. Y, en una observación premonitoria, señaló la “obstinada negativa del novelista a someter su escritura a las exigencias literarias e intelectuales de nuestro tiempo”, calificándolo de escritor “cuyo destino es ser relativamente desconocido y, muchas veces, malinterpretado”.
“La mayoría de mis amigos de aquel entonces están muertos”, dice McCarthy. Estamos sentados en un bar de Ciudad Juárez, hablando de Suttree, su novela más larga y divertida, que celebra a los desequilibrados y delincuentes que conoció en los sucios bares y billares de Knoxville. McCarthy ya no bebe —lo dejó hace dieciséis años en El Paso, animado por una de sus jóvenes amigas— y Suttree se lee como una despedida a esa vida. “Los amigos que mantengo son simplemente los que dejaron de beber”, dice. “Si existe un riesgo profesional en la escritura, es la bebida”.
Escrita a lo largo de unos veinte años y publicada en 1979, Suttree tiene como protagonista a un hombre sensible y maduro, distinto de cualquier otro en la obra de McCarthy, que habita una casa flotante y vive al día pescando en el río contaminado de la ciudad, desafiando a su severo y exitoso padre. Un personaje literario —entre Stephen Daedalus y el Príncipe Hal— que es también McCarthy, un terco marginado. Muchos de los bravucones y borrachos que aparecen en el libro son antiguos amigos suyos en la vida real. “Siempre me atrajo la gente que disfruta de un estilo de vida peligroso”, afirma. Se dice que los habitantes de la ciudad compiten por encontrarse a sí mismos en el relato, que ya desplazó —como la novela de Knoxville— a Una muerte en la familia de James Agee.
McCarthy comenzó a redactar Meridiano de sangre después de haberse trasladado al suroeste, ya sin DeLisle. “Él siempre creyó que escribiría el gran western americano”, dice una DeLisle muy inteligente, quien mecanografió Suttree para McCarthy “dos veces las ochocientas páginas”. Contra todo pronóstico, siguen siendo buenos amigos. Si Suttree se esfuerza por ser Ulises, Meridiano de sangre tiene claros ecos de Moby Dick, la novela preferida por McCarthy. Un gigante desequilibrado, sin cabello, llamado Juez Holden, pronuncia discursos elocuentes no muy distintos de los del Capitán Ahab. Basado en hechos históricos ocurridos en el suroeste en 1850 (McCarthy aprendió español para documentarse), el libro sigue la vida de un personaje mítico llamado “el muchacho” mientras cabalga con John Glanton, líder de una banda feroz de cazadores de cabelleras. La colisión entre la prosa ampulosa de la novela decimonónica y la repugnante realidad confiere a Meridiano de sangre su extraño e infernal carácter. Puede que sea el libro más sangriento desde La Ilíada.
“Siempre me interesó el sudeste”, dice McCarthy, impasible. “No hay lugar en el mundo al que puedas ir donde no sepan de vaqueros e indios y del mito del oeste”.
En lo más profundo, esta novela explora la naturaleza del mal y la inclinación por la violencia. Página tras página, presenta las matanzas periódicas y, en muchas ocasiones, sin sentido que se producían entre grupos de blancos, hispanos e indios. No hay héroes en esta visión de la frontera estadounidense. “No existe la vida sin derramamiento de sangre”, dice McCarthy, filosóficamente. “Creo que la idea de que la especie puede mejorar de algún modo, de que todo el mundo podría vivir en armonía, es una idea realmente peligrosa. Quienes están aquejados de esta noción son los primeros en renunciar a su alma, a su libertad. El deseo de estas personas por que las cosas sean de esa manera, los esclavizará y hará sus vidas vacías”.
Esta visión de la realidad, con dientes y garras, parece no aceptar el altruismo filantrópico. Pero McCarthy no es el típico reaccionario. Como Flannery O’Conner, se coloca del lado de los inadaptados y anacrónicos de la modernidad que se oponen al “progreso”. Su obra de teatro The Stonemason, escrita hace unos años y que se representará este otoño en el Arena Stage de Washington, está basada en una familia negra sureña con la que trabajó durante muchos meses. La desintegración de la familia refleja la reciente desaparición del oficio de cantero.
“Apilar piedras es el oficio más antiguo que existe”, afirma, dando un sorbo a una Coca-Cola. “Ni siquiera la prostitución puede acercarse a su antigüedad. Es más antiguo que todo, más antiguo que el fuego. Y, en los últimos cincuenta años, con el cemento hidráulico, está desapareciendo. Lo encuentro bastante interesante”.
En comparación con la sonoridad y las matanzas en Meridiano de sangre, el mundo de Todos los hermosos caballos es menos arriesgado, incluso contenido, pero sensato. El protagonista, un adolescente llamado John Grady Cole, abandona su hogar en el oeste de Texas, en 1949, tras la muerte de su abuelo y durante el divorcio de sus padres, convenciendo a su amigo Lacey Rawlins de que deben cabalgar hasta México.
Predomina más el diálogo que la descripción, y la cómica interacción entre los jóvenes contiene una música sombría, como si sus palabras hubieran sido cortadas por el viento en la llanura: Cabalgaron. ¿Alguna vez te has sentido incómodo?, dijo Rawlins. ¿Por qué? No lo sé. Por nada. Sólo que, en algunas ocasiones, me siento incómodo. Si estás en un lugar donde no deberías estar, supongo que te sentirás incómodo. Debería estarlo. Bueno, supón que estás incómodo y no sabes por qué. ¿Eso significaría que podrías estar en un lugar donde no deberías estar y no lo sabes? ¿Qué demonios te pasa? No lo sé. Nada. Creo que cantaré. Y así lo hizo.
Un relato lineal acerca de acontecimientos juveniles: conocen a unos vaqueros, se les une un compañero desventurado, doman caballos en una hacienda y son encarcelados. La novela tiene una inocencia sostenida y una lucidez nueva en la obra de McCarthy. Incluso hay una incipiente historia de amor.
“Todavía no llegas al final”, dice McCarthy cuando lo interrogo acerca del escaso número de muertos. “Puede que todo no sea más que una trampa y un engaño para atraerte, pensando que todo irá bien”.
De hecho, esta novela es el primer volumen de una trilogía; la tercera parte existe desde hace más de diez años como guión. Él y Richard Pearce estuvieron a punto de realizar la película —Sean Penn estaba interesado en ella—, pero los productores todo el tiempo se mostraron recelosos con la trama, que tiene como relación central el amor de John Grady Cole por una joven prostituta mexicana.
Una tarde, en un establecimiento ruidoso y juvenil situado en uno de los omnipresentes centros comerciales de El Paso, McCarthy ignora los videojuegos y el rocanrol y se acerca pacientemente a la mesa de billar. Hábil jugador, llegó a formar parte de un equipo en este mismo establecimiento, un entorno incongruente para un hombre de su porte conservador. Pero más de uno de sus amigos describe a McCarthy como un “camaleón capaz de adaptarse fácilmente a cualquier entorno y compañía, porque parece muy seguro de lo que hace y lo que no”.
“Todo es interesante”, dice McCarthy. “Creo que no me he aburrido en cincuenta años. Hasta olvidé cómo era yo mismo”.
Trabaja en su pequeña casa de piedra o en moteles con una máquina de escribir Olivetti. “Es un trabajo desordenado”, dice acerca de la construcción de sus novelas. “Acabas con cajas de zapatos llenas de papel inútil”. Le gustan las computadoras, “pero no para escribir”. Eso es todo lo que tiene que decir sobre su proceso de escritura. No menciona quién mecanografía ahora sus borradores finales.
Tras haber ahorrado lo suficiente para dejar El Paso, McCarthy podría volver a mudarse pronto, probablemente a España durante varios años. Su hijo, con el que últimamente restableció un fuerte vínculo, se casará allí este año. “Tres mudanzas son tan buenas como un incendio”, dice, elogiando la falta de hogar.
El costo psíquico de una vida tan independiente, para sí mismo y para los demás, resulta complicado de evaluar. Consciente de que los escritores estadounidenses con talento no tienen por qué soportar el tipo de abandono y penurias que han sido las suyas, McCarthy ha optado por ser obstinado en cuanto a las condiciones de su éxito. Mientras conmemora lo que está desapareciendo de la memoria —la tradición, la gente y el lenguaje de una época premoderna—, parece inmensamente orgulloso de ser el tipo de escritor que casi ha dejado de existir.
(19 de abril de 1992)