Confesiones de un reseñista

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En un frío pero sofocante cuarto de estar con una cama, repleto de colillas y tazas de té medio vacías, un hombre con una bata carcomida por la polilla se sienta en una mesa desvencijada, tratando de hacer espacio para su máquina de escribir entre los polvorientos papeles que la cubren. No tira los papeles porque el cesto está ya desbordado y, además, entre las cartas sin contestar y facturas por cobrar es posible que haya un cheque que olvidó ingresar al banco. Hay también cartas con direcciones que debe apuntar en su libreta de direcciones. Ha perdido su libreta de direcciones, pero el pensamiento de buscarla, o de buscar cualquier cosa, lo agobia con agudos impulsos suicidas.

Es un hombre de 35 años, pero parece de 50. Es calvo, tiene venas varicosas y usa anteojos, o debería usarlos si no fuera porque su único par está crónicamente perdido. Si las cosas son normales en él, sufrirá de malnutrición, pero si recientemente ha tenido una buena racha estará sufriendo una resaca. En este momento son las once y media de la mañana, y de acuerdo con su programa debería haber comenzado a trabajar hace dos horas; pero incluso si hubiera hecho un esfuerzo serio para comenzar se habría sentido frustrado por el continuo repiqueteo del teléfono, por los gritos del bebé, el traqueteo del taladro eléctrico en la calle, y las pesadas botas de sus acreedores subiendo y bajando las escaleras. La interrupción más reciente es la segunda llegada del correo, que trajo dos circulares y una exigencia de pago de impuestos impresa en rojo.

No es necesario decir que esta persona es un escritor. Podría ser poeta, novelista, guionista de cine o libretista de radio, pues toda la gente de letras es muy parecida, pero digamos que es un reseñista de libros. Medio oculto entre la pila de papeles hay un voluminoso paquete con cinco libros que le mando su editor con la sugerencia de que “debían ir juntos”. Llegaron hace cuatro días, pero durante 48 horas el reseñista fue incapaz por una parálisis moral de abrir el paquete. Ayer, en un momento de resolución rompió la cuerda y encontró cinco volúmenes, a saber: Palestine at the cross roads, Scientific dairy farming, A short history of european democracy (éste de 680 páginas y un peso de cuatro libras), Tribal customs in portuguese east Africa, y una novela, It’s nicer lying down, probablemente incluida por error. Su reseña –800 palabras, digamos–-, debe entregarse mañana a medio día.

Tres de estos libros tratan de temas de los que él es tan ignorante que deberá leer cuando menos 50 páginas si quiere evitar alguna pifia que lo traicione no sólo ante los ojos del autor (quien, por supuesto, conoce las costumbres de los reseñistas), sino incluso ante los del lector en general. Para las cuatro de la tarde habrá sacado los libros de su envoltura, pero estará sufriendo todavía de una incapacidad nerviosa para abrirlos. La perspectiva de tener que leerlos, e incluso de oler el papel, lo afecta como la posibilidad de comer arroz con leche condimentado con aceite de ricino. Pero, curiosamente, su texto llegará a la redacción a tiempo. De algún modo siempre consigue llegar a tiempo. Cerca de las nueve de la noche su mente se hará relativamente clara, y hasta la madrugada estará sentado en un cuarto que se hace cada vez más frío, mientras el humo de los cigarrillos se hace cada vez más denso, brincando con pericia de un libro a otro y poniendo a un lado cada uno con el comentario final: “¡Dios, qué de tonterías!” En la mañana, con los ojos empañados, malhumorado y sin afeitar, observará durante una hora o dos la blanca hoja de papel hasta que las amenazadoras agujas del reloj lo empujen a la acción. De súbito empezará a trabajar. Todas las rancias frases –“un libro que nadie debe perderse”, “algo memorable en cada página”, “especialmente valiosos son los capítulos que abordan, etc., etc.”– caerán en su lugar como limaduras de hierro atraídas por un imán, y la reseña terminará exactamente en el tamaño pedido y con sólo unos tres minutos para salir. Mientras tanto un montón de libros mal elegidos y poco apetecibles habrán llegado por correo. Y así en adelante. Y con cuántas esperanzas esta criatura nerviosa, atormentada, comenzó su carrera apenas hace unos pocos años.

¿Parece que exagero? Le pregunto a cualquier reseñista regular –cualquiera que reseñe, digamos, un mínimo de 100 libros al año– si puede negar honradamente que sus hábitos y carácter son como los he descrito. Todo escritor, en cualquier caso, es esta clase de persona, pero la prolongada, indiscriminada reseña de libros es una tarea excepcionalmente ingrata, irritante y agotadora. No sólo implica alabar basura –aunque la implica, como lo mostraré en un momento–, sino inventar constantemente reacciones ante libros que no nos provocan ningún sentimiento espontáneo. El reseñista, hastiado como debe estar, está profesionalmente interesado en los libros, y de los miles que aparecen cada año, probablemente disfrutaría escribir sobre cincuenta o cien de ellos. Si es uno de los de arriba en su profesión, podría recibir diez o veinte: más probable es que reciba dos o tres. El resto de su trabajo, por consciente que pueda ser en alabar o condenar, es en esencia embuste. Él echa su espíritu inmortal al drenaje, media pinta cada vez.

La gran mayoría de las reseñas dan un balance inadecuado o engañoso del libro que abordan. Desde la guerra las editoriales son menos capaces que antes de torcerle el rabo a los editores literarios y exigirles un himno de alabanza para cada libro que publican, pero por otro lado la calidad de las reseñas ha declinado debido a la carencia de espacio y otros inconvenientes. Al ver los resultados, la gente algunas veces sugiere que la solución reside en sacar la reseña de libros de las manos de los escritorzuelos a sueldo. Los libros de temas especializados deben ser abordados por expertos y, por otro lado, una buena parte de las reseñas, en especial de novelas, podría ser hecha por amateurs. Casi todos los libros son capaces de despertar sentimientos apasionados, aunque sólo fuera de aversión apasionada, en este o aquel lector, cuyas ideas sobre él libro podrían seguramente ser más valiosas que las de un profesional aburrido. Pero, desafortunadamente, como todo editor sabe, esa especie de textos son muy difíciles de organizar. En la práctica, el editor siempre se encuentra regresando hacia su equipo de escritorzuelos –sus “regulares”, como él los llama.

Nada de esto se puede remediar mientras se considere que todos los libros merecen ser reseñados. Es casi imposible mencionar libros en masa sin alabar groseramente a la mayoría de ellos. Mientras no tiene uno alguna clase de relación profesional con los libros no descubre lo malos que son la mayoría de ellos. En muchos más casos que nueve de cada diez el único juicio objetivamente verdadero es “este libro es infame”, mientras que la verdad acerca de la reacción del reseñista probablemente sería: “Este libro no me interesa en absoluto, y no voy a escribir sobre él a menos que me paguen.” Pero el público no pagará por leer ese tipo de cosas. ¿Por qué tendría que hacerlo? Los lectores quieren una especie de guía sobre los libros que se les pide que lean, y quieren algún tipo de evaluación. Pero tan pronto como el valor se menciona los patrones colapsan. Pues si uno dice –y casi todos los reseñistas lo dicen por lo menos una vez por semana—que King Lear es una buena obra y The four just men es un buen thriller, ¿qué significa la palabra “bueno”?

La mejor práctica, siempre lo he creído, sería simplemente ignorar la mayoría de los libros y dedicar largas reseñas –1000 palabras sería el mínimo promedio– a los pocos que parecen importar. Pequeñas notas, de una línea o dos, sobre libros recientes pueden ser útiles, pero la media acostumbrada de unas 600 palabras está destinada a ser inútil incluso si el reseñista quiere genuinamente escribirla. Normalmente no quiere escribirla, y los fragmentos producidos semanalmente pronto lo reducen a la figura abatida en bata que describí al principio de este artículo. Sin embargo, todos en este mundo tienen a alguien a quien mirar sobre el hombro. Y tengo que decir, por mi experiencia en ambos negocios, que el reseñista de libros es mejor que el crítico de películas, quien ni siquiera hace su trabajo en casa sino que tiene que asistir a funciones a las once de la mañana y, con una o dos notables excepciones, se espera que venda su honor por un vaso de sherry de baja calidad.