Conocí a David Espino allá por 2002. En ese tiempo, él dirigía un pequeño diario en Chilpancingo, Guerrero, donde intentaba nadar a contracorriente contra el periodismo rural de esos días. Del boom de la crónica, ni sus luces.
Me invitó a apoyarlo en la redacción y acepté porque atravesaba una compleja crisis por desempleo (un mal demasiado frecuente en el diarismo). Decir que David Espino era el director solo es un decir, porque en realidad diseñaba, corregía y escribía en las 16 planas de aquella publicación diaria.
Por aquellos días, los reporteros se dedicaban a llenar una especie de formato, de lo cual surgía “su nota”. Se trataba de un esquema, quizá copiado o forjado por la monotonía laboral, que les permitía tener notas casi iguales: mismo número de caracteres, mismos verbos al comienzo del segundo y tercer párrafo. La mayoría ejercía el oficio más por resignación, que por gusto. Varios de ellos aspiraban algún cargo público; varios lo han conseguido.
Mi ingreso al periódico sirvió para desfogar nuestras inquietudes: escribíamos crónicas, columnas y reproducíamos reportajes de medios nacionales, porque creíamos en el poder del buen periodismo. Sentíamos que existía la necesidad de contar historias más allá de la nota del día.
Con el tiempo me di cuenta del origen de esta apatía reporteril a practicar otros géneros: los reporteros leen poco. Y si lo hacen, se leen ellos mismos.
No miento si digo que la crónica, prácticamente no existía en las páginas del periodismo guerrerense (y muy poco a nivel nacional), enclavado en un vicioso círculo de columnas chayoteras, notas a modo y chicas desnudas en la página editorial.
Cuando salimos de aquel pasquín, obviamente, no movimos un ápice en el modo de hacer periodismo, en cambio, nosotros ya no éramos los mismos. Ambos sabíamos lo que queríamos y sabíamos que no estaba en la capital guerrerense.
Espino es un soldado de la reporteada. Su pluma se ha forjado a punta de desvelos, café y lecturas. Desde 2009, David tomó distancia del diarismo para dedicarse a textos de largo aliento. Me vienen a la mente las palabras de Jack London: “Hubiera podido trabajar mucho como reportero, pero tuve el suficiente sentido común para no ser esclavo de ningún periódico”.
Gracias a este desmarque, Espino se dio a la tarea de escribir algunas crónicas y reunirlas en un volumen: Acapulco dealer. Antes de eso, Espino asistió a cursos de la Fundación para el Nuevo Periodismo (esto es meritorio porque después de los 30, ningún reportero irá a curso alguno. Sienten que lo saben todo) y también, fue protagonista del virtuality literario Caza de letras, convocado por la UNAM, donde obtuvo un honroso segundo lugar. Los jurados que respaldan el adjetivo que uso: Santiago Gamboa, José Luis Martínez y J.M. Servín. Además, las crónicas con las que participó, y que permanecen en línea, deberían ser de lectura obligada en la facultad de comunicación de la Universidad Autónoma de Guerrero, pero ¡oh sorpresa!, los maestros de la facultad tampoco leen mucho.
En Acapulco dealer, Espino decidió lanzarse a hacer el recuento de la narcoviolencia en Guerrero, una de las entidades más golpeadas por este fenómeno, con un promedio mínimo de 2 mil asesinatos anuales desde 2010. La decisión de indagar más sobre el tema, me dijo, obedecía a la autocensura a la que se han sometido casi todos los medios de comunicación guerrerenses: la investigación sobre el narcotráfico no va más allá de una nota policiaca y en varios periódicos, ni siquiera llega a eso.
Este libro es un referente en cuanto al tema de la inseguridad. Al revisitarlo, descubrimos el embrión del enorme monstruo en que se ha convertido la narcoviolencia y que fue conocido en todo el mundo a raíz de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
El volumen incluye auténticas joyas del periodismo, como la crónica-entrevista que le hizo al Nene Granados, en agosto de 2008, durante el velorio de su familia en San Luis La Loma. Espino (quien viajó a la comunidad junto con el fotógrafo Pedro Pardo, galardonado en el World Press Photo 2012), quizá no lo sabía, pero estaban dejando un precedente en el tema. Primero, por haber llegado hasta ese lugar (un bunker del grupo delincuencial más poderoso en ese momento) y conversar con quien en ese momento era el protagonista de la narcoviolencia en Guerrero. Segundo, porque casi nadie se ha animado a seguir sus pasos, quizá por la falta de olfato periodístico o también, por la total ausencia de garantías para ejercer el oficio en un estado como Guerrero.
El periodismo chayotero está condenado al olvido. Quienes lo practican, quizá vivan bien. Quizá llenen su oficina con fotografías con funcionarios. Quizá vistan ropa cara y manejen autos lujosos. Aún así, el tiempo se encargará de enterrar cualquier vestigio de su paso por estas tierras.
En cambio, el buen periodismo, ese que se logra con dolor de cabeza, con desafíos morales, con decisiones complejas, con desvelos y muchas lecturas, ese puede trascender al tiempo. A veces, incluso, sin llegar a ser libro.
David Espino sabe de lo que hablo. Porque lo hemos conversado una y cien veces. Porque hemos visto cómo algunos talentos sucumben a las delicias del cochupo.
Como bien menciona José Eduardo Mora: “El periodismo está podrido. Por los muchos imbéciles que hay en las redacciones. Por los analfabetos funcionales. Por los que nunca han oído, ni oirán, hablar de ética. Porque al periodismo se lo tragó la tierra con el advenimiento supremo de la corrupción y la estupidez. Y, finalmente, por la falta de compromiso con la sociedad a la que sirve”.
En su disco Naturaleza sangre, Fito Páez aclara: “no creo en casi nada, que no salga del corazón”. Para hacer periodismo de a de veras es necesario un poco de técnica, un montón de lecturas y mucho corazón. Se deja un pedazo de alma en cada página, no importa si eres el autor o el lector. No sé si el periodismo sea el mejor oficio del mundo, lo que sí sé es que es necesario, casi tan necesario como el derecho a la alimentación o a una vivienda digna.
Con Aunque perdamos la vida, David Espino nos entrega un texto atemporal, sumamente periodístico, cuya lectura conmueve, indigna y desafía. Justo lo que el verdadero periodismo consigue, de ahí su cercanía con la literatura.
En el diario acontecer se ha hablado hasta la náusea de las autodefensas en el sur de México. Sin embargo, en Guerrero, pocos se han preocupado por ir más allá de la nota informativa. Por fortuna, David se anima a ir tras bambalinas, subir a la Montaña, a patrullar con comunitarios, a acompañar a líderes, a recorrer las calles, para traernos una historia en la cual veremos nuestro reflejo.
Porque este libro es un espejo en el cual veremos reflejados nuestros miedos, nuestra indignación, nuestro coraje y nuestros sueños.
Es de ese periodismo que cala, porque está hecho sin amiguismos y sin más interés que el de contar.
La de David es una prosa diáfana, requisito indispensable del reportero de tiempo completo. Con diferentes planos, diversas fuentes y desde varios tiempos narrativos, Espino nos lleva a varias comunidades guerrerenses que se hartaron del acoso del narco y decidieron defenderse por si solos.
Mas no crean que se trata de periodismo fácil que aplaude sin ton ni son. No. En Aunque perdamos la vida, Espino expone el tema, con sus claroscuros, sus fortalezas, sus aciertos y sus muchas debilidades. No hay juicios, ni porras. Eso correrá a cargo del lector (y de la historia), quien definirá si armarse contra los narcos habrá sido el mejor camino.
No sé si la autodefensa sea la solución al grave problema de inseguridad por el que atraviesan estas tierras. Pero como miembro de una comunidad se alzó en armas, sé que la autodefensa es mejor, mucho mejor, que dejar el cuidado de nuestros hijos en las manos de cuerpos policiacos oxidados de corrupción, de funcionarios ineptos y gobiernos indolentes.
Aunque perdamos la vida quedará como el registro de un hombre que abrazó a la crónica como una religión periodística. Que asumió la nacionalidad de cronista. Aunque para ello, haya tenido que pisar casi todas las redacciones del estado. Como la de aquel pequeño periódico donde lo conocí, hace 16 años.
@balapodrida