Hace unas semanas, un amigo me reveló que estaba algo preocupado, porque percibía cierta chatura en su vida, sus intereses, sus conversaciones. Lo vinculó a que, desde hace unos años, ya no lee como antes, su tiempo muerto lo pasa frente al celular o la computadora, mirando videos de su interés, pero que a la larga son bastante parecidos. Confesó envidiar mi capacidad de concentración y lectura que, admito, forjé por gusto pero también por mi actividad profesional. Rápidamente, como tantos otros, dedujimos que es el signo de los tiempos: eso que procuramos combatir en nuestros hijos, las horas abducidas por las pantallas en detrimento de la experiencia directa, nos afecta igualmente a nosotros y es preciso no dejarse ganar por la satisfacción sin esfuerzo, inmediata y en gran parte irreflexiva que ofrecen las redes sociales. Hablamos también de la facilidad de esas prácticas, de la falta de jerarquización que supone el trabajo editorial que selecciona y examina lo que da a conocer, de la falta de espesor de juicio en la cultura actual, incluso entre nuestros conocidos en Argentina.
En los días siguientes, mi amigo procuró volver a la lectura, resistiendo las notificaciones, que insisten con la obstinación que solo un bot puede tener. Su éxito está por verse, pero en mí la conversación sembró la inquietud acerca de la modificación de las prácticas intelectuales; no sólo los hábitos de lectura, sino también de reflexión y debate. Las nuevas generaciones no conocen la complejidad de una discusión sin maniqueísmos ni injurias, frecuentes en las publicaciones del siglo pasado. Pero leen, leen mucho, nosotros también, aunque ya sin linealidad. Por todo esto resulta notable, aunque no inesperado, que todavía haya gente que se proponga mantener vivas esas productivas prácticas. Es esperable porque estamos en una época híbrida, donde conviven los usos nuevos con los que todavía persisten. Pero es singular que un escritor plantee esto como una resistencia, como una supervivencia. Tal es el caso de Pablo Sánchez, cuyo abultado volumen titulado Yo no he muerto en México llegó a mis manos al mismo tiempo que esta inquietud.
Montado en una suerte de cruzada, moldea su propio heroísmo al afirmar que es un escritor de 500 páginas, que su producción es y será en el futuro así, porque apuesta a la linealidad y la extensión, y a los que estén dispuestos a atravesarla. Es posible que esa sea una de las definiciones de la escritura. De acuerdo con Walter Ong, cuando la escritura se impuso a la oralidad, la estructura de pensamiento humano abandonó la recursividad que supone la oralidad primaria y que requería de la repetición para ser fijada, y se dejó llevar por la sucesión en el espacio y el tiempo de lo que no se pierde gracias al registro gráfico. Sánchez entonces apuesta por esta sucesión de hechos y de reflexiones que implica la novela, tal vez con la convicción de que no toda novedad es mejor y de que, como advertía Adorno, lo nuevo no es más que el retorno de lo arcaico.
A pesar de esa posible premisa, Yo no he muerto…no propone una historia envejecida. Los problemas del cambio de milenio en el que está ambientada recomponen una continuidad con temas actuales y por eso mantienen la vigencia de la turbadora posmodernidad en la que todavía estamos fatalmente inmersos. Y esos temas están expuestos en conflictos dinámicos. En un tiempo en que la experiencia vital ha perdido heroicidad en función de la monotonía burguesa –tal como padece el personaje principal– y de la impotencia de las luchas en un mundo de poder reticular y de dispersión de fuerzas a causa de la hiperconexión, Sánchez propone una novela donde suceden cosas, con personajes tan bien constituidos que hacen dudar sobre su existencia real, pero siempre dentro del pacto ficcional que entabla con el lector. Porque Yo no he muerto en México es una novela realista, que no problematiza directamente la relación entre realidad y ficción, sino a partir de una manifiesta desconfianza de la literatura. De otro modo, no podría mantener a lo largo de sus páginas una mirada algo distante y sarcástica sobre lo que relata. No obstante, el objeto de su representación es un mundo real cercano, reconocible, desarrollado a través de un conflicto que se gesta de a poco, con un tempo adecuado, que llega a un clímax y un desenlace.
El título ya anticipa la acción. Si el narrador que lo enuncia no ha muerto, es porque alguien más lo ha hecho. En la primera página afirma y a la vez desestima esa hipótesis al señalar la generalidad del título: «… he visto muertes (demasiadas) en México y he pensado mucho sobre ese país y todo lo que lleva a su espalda, esa carga de mitos y metáforas con las que se ha creado la fama que ahora tiene y que, en cierto modo, pero sólo en cierto modo, es lo que me atrajo para vivir allí una temporada y me quedé mucho años». Así empieza a narrar Alejandro Ramírez, un catalán renegado, hastiado del estado de bienestar del aznarismo y el euro, «la paz horrible», como lo llama. Ya desde ese inicio uno empieza a odiar un poco a ese personaje, sobre todo si el lector es latinoamericano.
Es que su capricho contra esa vida cómoda y desahogada que en América Latina se nos está escapando siempre de la punta de los dedos (en el mejor de los casos), sus berrinches porque añora un poco de acción, de injusticia y de exotismo, que va a buscar a México, a sabiendas que corre riesgos pero que puede retirarse a la tranquilidad de su spleen europeo cuando guste, lo convierten en un auténtico maldito. Auténtico, porque a medida que la historia avanza a través de un lenguaje que fluye claro, el personaje se deja apreciar al exponer cada una de sus miserias, muchas producidas por el propio retorcimiento de su psiquis y por sus opiniones políticas, manifestadas con la espontaneidad de una mesa de café. A pesar de todo esto, no se trata del relato de un sobreviviente. O sí, pero no con ese tono, porque la tragedia forma parte del transcurrir de la vida en ese México cautivante. Y ese es el rasgo anti-exótico de un narrador que hace el mismo viaje hacia América que sus antepasados, pero que se deja colonizar por una lógica menos cómoda, más injusta y, por eso, más viva. España entonces es vista a través del cristal mexicano.
Yo no he muerto…es también una novela académica o de campus, ese subgénero que escenifica las relaciones sociales universitarias y también sus discusiones intelectuales. Alex –ya podemos nombrarlo en confianza– se instala como profesor de Literatura no en una universidad estadounidense, potente y de prestigio, tampoco en la reconocida UNAM, sino en la Universidad de Cholula. Es decir, en una periferia académica, una institución privada, donde la carrera de Letras está en permanente peligro de extinción y subsiste gracias al dinero espurio de los padres de unos alumnos criados en el ambiente ficticio de una riqueza obscena frente a tanta injusticia. Nada más contradictorio para el biempensante progresismo burgués que se cree justo por contrarrestar los males del capital y del racionalismo al enseñar humanidades. Aquello que la novela propone como alternativa al bienestar europeo como condición para la reproducción de la literatura es un sistema académico sustentado por los recursos de la corrupción y los carteles de drogas, que se cobran tantas o más vidas que el capitalismo. Paradojas de la literatura, que siempre ha necesitado de algún sustento material para reproducirse.
La distancia mordaz se multiplica en su mirada sobre el mundo académico, sobre sus contradicciones y también sobre sus extravagancias. En un capítulo deliciosamente hilarante, ridiculiza la soberbia de quienes imponen un lenguaje críptico por sobre el conocimiento y también la condescendencia de los que la alimentan sin cuestionar, sin esforzarse por discernir el sentido oculto de lo que se expone con opacidad y que obstruye toda práctica pedagógica. Un retazo actualizado de la comedia humana, donde todos juegan un rol a sabiendas del sinsentido que los moviliza. Y Sánchez lo expone con humor, con crítica y autocrítica inteligente, desde que él mismo es profesor titular en la Universidad de Sevilla.
Las críticas a la política española y las menciones a los productos culturales más extravagantes de su país se le escapan un poco al lector extranjero, pero todo eso se encuentra contrapesado con el sagaz recurso de referirse en la misma medida a una cultura mundializada, a los elementos igual de estrafalarios de una industria cultural globalizada por la televisión desde los años ochenta. De modo que el lector se reconoce en ese mundo compartido y distingue también la pátina de bizarría que el tiempo añade a la mayor parte de las modas.
En fin, Yo no he muerto en México combina lo mejor de la literatura: un lenguaje claro y divertido, personajes bien conformados, un tono hilarante que se sostiene, acción y aventuras, incorrección política y, como si fuera poco, una desconfianza en la literatura, que la convierte en su propia crítica, todos elementos que obligan a leerla sin respiro. Se la recomendaré sin dudas a mi amigo, porque todos estos elementos la vuelven el antídoto perfecto para la hiperconexión que nos aqueja.
Pablo Sánchez, Yo no he muerto en México, Algaida editores, España, 2021, 336p.