Ramón López Velarde en la Ciudad de México

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Una prueba infalible de hasta dónde López Velarde sigue siendo un tema vivo de nuestra literatura es Un acueducto infinitesimal. RLV en la Ciudad de México (1912-1921), el libro de Ernesto Lumbreras publicado en agosto de 2019 por Calygramma. No hay capítulo donde el autor no ofrezca una opinión matizada o distinta o contraria a lo establecido con anterioridad, lo mismo en cuestiones literarias que biográficas, ya sea con respecto a la datación o exégesis de un poema, su división estrófica o la identidad de la mujer o mujeres que están detrás de algunos de sus versos.

De la carta del niño Ramón, de paso por vez primera en la Ciudad de México, encantadora por su torpe escritura y sus faltas de ortografía, hasta la crónica de su muerte y funerales armada con retales periodísticos por Luis Mario Schneider, Lumbreras levanta una suerte de acueducto cronológico para conducir por sus arcadas los nueve años que corrieron en tanto López Velarde se relacionó en persona con la Ciudad de México, habitándola durante la mayor parte de ese tiempo: desde su primera llegada con la intención de establecerse en la capital de la República en 1912, hasta la definitiva segunda, que empieza en enero 1914 y concluye con su deceso en junio de 1921, siete años y medio más tarde. Eso, sin dejar de señalar el arco ciego que se extiende al parecer desde poco después de la Decena Trágica, febrero de 1913, momento aproximado en que el poeta se ausenta, hasta enero del año siguiente, cuando da señales de estar de regreso en ella.

Si Lumbreras lamenta la pérdida de los epistolarios amorosos de López Velarde, de los cuales dice que hubieran sido, por intención, temas, acaso tono, consanguíneos de los de Franz Kafka, aventura también la posibilidad de que aparezcan algunos documentos importantes alrededor de junio de 2021, cuando conmemoremos los cien años de su fallecimiento (y el centenario de la publicación, por esos mismos días, de “La suave Patria”). A la luz de lo dado a conocer en 1971 y 1988 (y aun en años anteriores, no por fuerza señalados por la efemérides), el poeta y crítico jalisciense tiene toda la razón. ¿Podría reaparecer, por poner un ejemplo, el original de la carta a María Nevares, al parecer la única que sobrevivió al indudable epistolario mantenido por el poeta con su antigua novia potosina durante los años que se mantuvieron en contacto? Aquella carta, según explica Lumbreras, fue publicada por Luis Noyola Vázquez sin que el historiador diera más detalles del hallazgo o aclarara si existían otras, de todo lo cual quisiéramos saber más, en especial cuando nos enteramos de que conservaba el espejo donde la muchacha se había mirado y algunos telegramas del poeta.

El autor de Un acueducto infinitesimal discute quién puede ser la mujer que está detrás de “Tu palabra más fútil…” y aprovecha para lanzar la razonable posibilidad, contraria a la de algún comentarista (Phillips), de que hayan sido dos, y no solamente una, las inspiradoras del poema.

Recapacita sobre las razones que hicieron que López Velarde no publicara La sangre devota en 1910, e intenta precisar quién es la Angelita Díaz de León mencionada en un borrador de prólogo para la hipotética segunda edición de ese libro, la mujer retratada por Saturnino Herrán para figurar en la portada de la primera. El asunto interesó a tal grado a Lumbreras que el artículo donde expuso su teoría inicial (Tiempo en la casa, núm. 42-43, UAM, julio-agosto de 2017) terminó siendo el punto de partida del libro que tenemos en las manos. En efecto, tal como concluye después de reflexionar sobre el caso, la Angelita prima de Herrán que admiramos en el libro de Felipe Garrido (Saturnino Herrán, Fondo Editorial de la Plástica Mexicana, 1988, pág. 133), es muy parecida a la joven que el artista de Aguascalientes colocó frente al templo de San Diego Churubusco y terminó viviendo de ese modo, tal como deseaba Ramón, todo lo que sus versos han conseguido “defenderse de la capa del polvo del tiempo”.

Lanza la posibilidad de que el robo del reloj, delante del Cine Palacio, por los días del cuartelazo de febrero de 1913, no sea un episodio real (López Velarde no solía usar reloj, según su amigo Pedro de Alba), sino una metáfora de un tiempo robado por la criminal interrupción de la presidencia de Madero, a cuya figura pública e ideales se mantuvo fiel a toda costa.

Concluye que debe haber sido en ediciones sueltas donde López Velarde leyó con entusiasmo a Anatole France, y no (como dejó escrito ese mismo amigo) en las obras completas del novelista francés, que no habían sido reunidas todavía.

Se pregunta si habrá pasado por la cabeza de López Velarde, autor de tres cuentos, la redacción de una novela, y lanza la posibilidad de que pudo haber terminado escribiendo piezas dramáticas dada su enorme pasión por la escena (por cierto, no sólo teatral).

Recoge las precisiones de Alfonso García Morales, el mejor editor de López Velarde de los tiempos actuales, como cuando concuerda con él respecto a la época de la escritura de un poema tan importante como el que figura en la primera página de Zozobra, “Hoy como nunca…”, no cuando Fuensanta agonizaba, como se daba por supuesto, sino algo antes.

Resalta el dato de la ubicación de la vivienda de Margarita Quijano en la calle de Córdoba número 87, colonia Roma, esto es a sólo unas calles del domicilio de la familia López Velarde en Avenida Jalisco 71, y también el hecho francamente curioso de que aquella dirección estuviese en contra esquina de la Farmacia Berumen, Córdoba 96, propiedad de los tíos maternos del poeta, a donde llegó a morir Josefa de los Ríos, Fuensanta, en 1917.

Señala la ceguera crítica, acaso no ajena a cierta cicatería, de Enrique González Martínez, quien encajó una reseña “escéptica y puntillosa” de Zozobra, pero luego, a la muerte de su joven colega, con quien había dirigido la revista Pegaso, intentó resarcirse con un elogioso comentario póstumo que no vuelve sino más feo el asunto.

Hace lo mismo con las desafortunadas palabras de Vasconcelos, redactadas también después del fallecimiento de López Velarde, en su opinión mezquinas y soberbias, que nos obligan a poner bajo sospecha el discurso dirigido por el Maestro de América al poeta cuando quiso atraerlo a la causa y hacerlo aceptar un trabajo remunerado, discurso del que tenemos noticia nuevamente por Pedro de Alba y que quizás no fue sino una invención con una parte de verdad embellecida por el amigo entusiasta.

Intenta penetrar en el sentido de las extrañas palabras utilizadas por López Velarde para dar cuenta de la única vez que estuvo con Amado Nervo, una noche de octubre de 1918, unos siete meses antes de la muerte del nayarita: dice nuestro poeta que el trato se verificó “solamente por causa insuperable”, en una reunión donde también estuvo presente “una magnética señora” a la que Nervo “monopolizó” privando de ella al resto de los invitados.

Pasa sobre puntillas sobre la posibilidad de que López Velarde hubiera padecido una enfermedad venérea, pero en cambio se solaza redactando unas páginas bastante conseguidas para imaginar las actividades del poeta el día mismo de la salida de imprenta de Zozobra. Me parece encomiable que el crítico velardiano se haya resistido a la reelaboración literaria de cuanto ignoramos de la vida del poeta; es fácil echar a volar la imaginación, con el resultado casi invariable del detrimento de personajes, circunstancias, hechos. Ése es un fenómeno al que asistimos con frecuencia en México, con el resultado de que nos hemos llenado de imaginaciones ociosas donde tenía que haber esfuerzos por fijar e interpretar las cosas con toda la claridad y el sentido común posibles (y no me refiero, conste, a la “vida” contada por Guillermo Sheridan, la cual, al menos en los casos donde yo he profundizado, está basada en documentaciones rigurosas o fructíferas intuiciones). Aquel día, según la página imaginativa de Un acueducto infinitesimal, López Velarde está presente en el funeral de Nervo; de ahí se dirige a la imprenta donde recoge los diez primeros ejemplares de su segundo libro, una de las cumbres de la poesía mexicana del siglo XX; a continuación, preguntándose a quién dedicará el primero de esos ejemplares, acude con decidida parsimonia a un burdel en la esquina de San Juan de Letrán y Donceles, donde los obsequia, dedicados a las prostitutas “con la estilográfica de firmar acuerdos en el Ministerio”. Es difícil negarse a la tentación de la novelización, en especial de los pasajes biográficos que no están claros, y Lumbreras cede con fortuna en un par de ocasiones excepcionales en un libro cuyo objetivo es intentar aclarar cuanto permanece indefinido o brumoso de la vida y la obra del poeta (el otro pasaje es la llegada del primogénito a la casa familiar de Avenida Jalisco 71, después de su ausencia de la Ciudad de México posterior a la Decena Trágica).

Insiste en desechar febrero de 1919 como fecha de aparición de Zozobra, como al parecer ha afirmado algún historiador, y vuelve a probar que el volumen fue publicado en diciembre de ese año y empezó a leerse a principios del siguiente, basándose para ello en la información del colofón del libro, las primeras reseñas y una dedicatoria autógrafa.

Propone, aprovechándose de una carta a Margarita González, una primera datación aproximada para el poema “Mi villa” (sin fecha en José Luis Martínez) y reseña la entrevista que hizo en 1991 el crítico Ernesto Flores a aquella muchacha, convertida en una anciana de noventa y cinco años. La joven alteña, a quien Ramón llama afectuosamente “perlita de Lagos”, es la destinataria del mayor número de cartas conservadas de López Velarde, sólo por detrás de las dirigidas a Eduardo J. Correa que descubrió Sheridan en el sótano de una vieja casa de la colonia San Rafael cuando se aproximaba el centenario del nacimiento del poeta.

Critica la rigidez y el conservadurismo de la crítica nacional, incapaz de dejar de considerar invariablemente por separado los poemas y los poemas en prosa, y se pregunta si “Rigoletto”, apenas un borrador casi ilegible entre los papeles póstumos, pero enlistado en una nómina de poemas que han llegado a nosotros, pudo haber sido concluido y pasado en limpio en una cuartilla que se ha extraviado.

Repasa las dos tendencias valorativas que esa misma crítica ha sostenido respecto a “La suave Patria”, la que sostiene que el poema es la culminación de una obra y la que afirma que representa una suerte de retorno enriquecido al estilo de La sangre devota, y señala una tercera vía, propuesta por Víctor Manuel Mendiola en el extenso prólogo a su edición del poema (El Tucán de Virginia, 2013).

Defiende la división original de 33 estrofas del poema, número que “empata” con los años por cumplir de su autor en el momento de escribirlo, las que tuvo “La suave Patria” cuando apareció originalmente en la revista El Maestro y no ha sido respetada por sus editores, ni por Villaurrutia en El león y la virgen (1942), ni Pacheco en Antología del modernismo (1970), ni Zaid en Ómnibus de poesía mexicana (1972).

Compara las llamativas afinidades entre un par de poemas de Rafael López (“Guadalajara” y “Chapala”) y el gran poema final de López Velarde.

El libro de Lumbreras es un acueducto atravesado por las aguas que corrieron mientras el poeta vivió y murió en la Ciudad de México; desde lo alto de su arcada, en tanto conversamos, y el agua lo atraviesa llevándose esta vez consigo nuestras especulaciones, podemos apreciar la majestuosidad de cuanto permanece.

 

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Ernesto Lumbreras, Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México (1912-1921), Calygramma / FONCA, 2019.