Luis Fernando Lara: La facultad del lenguaje

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Una exploración de la facultad del lenguaje

Hace ya varios años que Luis Fernando Lara se atrevió a abordar uno de los problemas más espinosos de la lingüística: ¿qué es una palabra? No es que no lo supiera, desde luego, pues todos los que hablamos una lengua sabemos de algún modo qué es una palabra. Pero saberlo así, de algún modo, no parece suficiente si uno tiene como profesión el estudio de la lengua (Lara es lingüista) y se dedica en particular a definir palabras (Lara es lexicógrafo; director del Diccionario del español de México). Que el libro donde aborda este problema (el Curso de lexicología) haya aparecido en 2016, cuando el diccionario que dirige llevaba ya muchos años circulando, prueba que es posible responder a la pregunta “¿Qué significa tal palabra?” sin antes responder a la pregunta “¿Qué es una palabra?” Digamos que en este caso ocurre algo como aquello a lo que apuntaba san Agustín cuando decía que, si le preguntaban qué es el tiempo, no lo sabía; pero, si no se lo preguntaban, lo sabía. Para la vida diaria, ni falta que hace, desde luego; nadie necesita saber qué es el tiempo para poner el despertador o llegar a tiempo al dentista (aunque casi siempre nos haga esperar). Después de todo, ni siquiera los físicos pueden dar hoy una definición incontestable de tiempo, por más que se trate de una magnitud que aparece en casi todas sus fórmulas.

Esto significa que, en la práctica, podemos echar mano de cosas que no podemos definir con precisión o cuyo funcionamiento interno no conocemos. Usamos un coche sin saber nada de mecánica, como usamos el antepospretérito del indicativo (yo habría amado) sin jamás hacer conciencia de que “indica —como dice el Diccionario del español de México— que la acción sucede después de otra pasada y antes de una que, para el pasado, sería futura”. Y así como la mayoría de los hablantes de una lengua la hablamos fluidamente sin poder explicar cómo lo hacemos —es decir, sin saber gramática—, así mismo la lingüística ha trabajado durante siglos sin tener una buena definición de palabra. A lo más, se ha conformado con una especie de “hipótesis de trabajo” que le ha bastado para no estorbar sus otras exploraciones. Esta hipótesis dice que una palabra es aquello que en la escritura aparece entre dos espacios en blanco. Esto parece suficiente, en efecto, para el lexicógrafo, cuyo trabajo consistiría, entonces, en definir esas cosas que en la escritura aparecen entre dos blancos. Pero las cosas se complican casi inmediatamente, pues resulta que, así como la palabra amar aparece entre dos blancos, así también aparece entre dos blancos la palabra amábamos, que el lexicógrafo no va a definir aparte de amar, pues considera que son “la misma palabra”; o, dicho en términos algo más técnicos, el mismo vocablo. Lo que en un procesador de palabras cuenta como dos palabras (amar y amábamos), un diccionario lo cuenta como un solo vocablo (amar). Ahí se ve ya cómo el asunto comienza a complicarse; y, créanme, se complica mucho más; tanto, que llega a involucrar ya no sólo a la lingüística sino a la psicología y las neurociencias, que a su vez llaman a cuentas a la física y la química. Por eso —y por una increíble curiosidad, tal vez innata— Luis Fernando Lara les plantea la pregunta por la palabra a todas las ciencias y disciplinas que tengan algo que decir sobre ella. Su Curso de lexicología describe la imagen que resulta de coordinar todas esas respuestas.

Lo mismo ocurre en su libro más reciente, Una explotación de la facultad del lenguaje, en cuya primera parte Lara expone sucintamente lo que las distintas ciencias tienen que decirnos hoy sobre sobre las condiciones que hacen posible la aparición de las lenguas humanas. Antes que nada, Lara llama a declarar a la lingüística, desde luego —y en especial la de los padres fundadores, Saussure y Hjemslev—, pero además a la psicología —especialmente la de Piaget, que se ocupa de la manera en que los niños adquieren la lengua materna, aunque también a la de la Gestalt, que nos ayuda a comprender la manera en que el cerebro reconoce y clasifica formas—; llama igualmente a la biología, a la genética y a la antropología —la física y la social, pues entre ambas pueden ofrecernos una imagen tanto de la evolución natural de los homínidos como de las condiciones sociales que hicieron posible la aparición de las lenguas humanas; por último, reseña lo que dicen las neurociencias sobre los procesos cerebrales que dan lugar a los fenómenos relacionados con los lenguajes en general y las lenguas en particular.

Lara no es el primer investigador que convoca todos estos saberes para tratar de imaginar cómo apareció el lenguaje humano. Lo han hecho también, por ejemplo, Steven Mithen en The Singing Neanderthals, Dereck Bickerton en Adam´s Tongue y, en especial, Alison Wray en The Transition to Language, un libro que reúne 18 escritos de especialistas en muy diversas disciplinas. Todos estos libros —y el de Lara no es una excepción— dedican buena parte de sus páginas a exponer de manera concisa y clara las ideas que han aportado las distintas teorías que se han ocupado del tema y, trenzándolas en una sola cuerda, se sirven de ella para amarrar sus especulaciones. Aunque la parte medular de estos libros es la especulativa, casi siempre es posible adivinar qué camino seguirá su autor con sólo ver a qué teorías científicas se refiere preferentemente en la primera parte. Por ejemplo, Lara, como buen lingüista que es, expone con cierto detenimiento la teoría lingüística de Hjemslev, mientras que casi todos los demás autores echan por delante la de Chomsky. Y así, al llegar a la segunda parte, confirmamos nuestras sospechas: lo que Lara aporta a la discusión es una visión lingüística no chomskiana. Aunque planteada repetidamente aquí y allá, siempre con serenidad e incluso con suavidad, su objeción a la teoría de Chomsky es tan grave que yo me atrevería a resumirla, con cierta brutalidad, diciendo que, según Lara, no avanzaremos gran cosa en este tema si los investigadores siguen sin entender de veras algunos conceptos básicos de la lingüística y se conforman con recurrir sólo a la lingüística de Chomsky (que es la dominante en las universidades), sin tomarse el trabajo de criticarla ni de ver cómo y por qué padece ya el asedio de muchos lingüistas.

Para empezar, Lara señala dos confusiones generalizadas entre los investigadores que se ocupan del origen del lenguaje: una, la de llamar signo, indistintamente, a lo que los lingüistas clasifican como tres cosas distintas; a saber, y siguiendo la terminología de Peirce: indicio, señal y signo (signo propiamente dicho); y otra, aunque relacionada con la anterior, la de no distinguir entre un código y una lengua. En cuanto a lo primero, Lara hace una precisión que sorprenderá a muchos: “el signo —dice— no representa la cosa sino que la significa”. Él mismo explica esto:

 

El signo es representación de la cosa únicamente en el plano psicológico, en donde la percepción e interpretación de la cosa supone una evocación de las experiencias previamente adquiridas en forma de esquemas complejos de conocimiento [tal como los describe Piaget]; sólo en ese sentido el signo re-presenta la cosa. Pero en el plano lingüístico y semiótico el signo no es una representación, no es una imagen mental, no es la correspondencia verbal de un concepto alojado en la mente y correspondiente unívocamente a la cosa.

 

Si el signo correspondiera unívocamente a la cosa, no habría polisemia, ni metáforas, y las palabras no tendrían más que una acepción en los diccionarios. Pero no es eso lo que vemos en la realidad, por lo que Lara nos propone ver el significado de un signo como “un horizonte de interpretación”. Esto nos permite comprender que la palabra hoja remita tanto a las del árbol como a las del libro. Podemos ver en ello la metáfora inicial y, luego, su lexicalización. Asistimos así a un proceso temporal; o, mejor dicho, histórico. En cierto sentido, lo que Lara propone es, pues, que las palabras, más que nombrar cosas, nombran experiencias de las cosas. Y esta expresión, aunque determinada por las condiciones biológicas comunes a todos los seres humanos, sólo adquiere pleno sentido dentro de una comunidad, con una cultura y una lengua propias. Pero Lara no se conforma con atestiguar esta diversidad en los hechos sino que la extiende hasta hacerla parte del origen mismo de la lengua. ¿O debo decir, mejor, el origen mismo de las lenguas? Dice Lara:

 

Me atrevo a suponer […] que muy temprano en la vida del Homo sapiens hubo lenguas; no habrá habido una monogénesis, no un “protolenguaje” único, no una lengua originaria, no una lengua adánica.

 

En cuanto a lo segundo, podría yo simplificar mucho los argumentos de Lara y decir que la distinción entre código y lengua no resulta pertinente en la teoría de Chomsky porque a ésta no le interesa que las palabras tengan significado y signifiquen algo en una comunidad de hablantes. Y así, si las lenguas humanas no se distinguen en nada del código que usan las abejas, entonces podemos describir la facultad del lenguaje prescindiendo de su dimensión social e histórica, como hace en efecto la teoría de Chomsky al suponer la existencia (no probada) de una gramática universal encriptada en los genes de la especie. Se entiende, por eso, que muchos investigadores consideren que las condiciones necesarias para la aparición del lenguaje humano están dadas de antemano por los genes, y no que se construyen —sobre esa base biológica, sí, pero— en una dimensión social e histórica, como propone Lara.

Éste es, me parece, el meollo del libro. Y no es poca cosa, pues se trata de una postura rara y novedosa en el campo de las especulaciones sobre el origen del lenguaje humano: la visión de un lingüista que, enfocada por la lexicografía, critica la concepción inmanentista de Chomsky que ha dominado hasta hoy. Para Lara, el significado de las palabras se construye en el ámbito de una comunidad y en él se modifica a lo largo del tiempo, lo cual viene a decir que su condición no sólo es social y cultural: también es histórica. Se trata de algo que la teoría chomskiana nunca encuentra.

Para Lara, lengua y sociedad son, en los seres humanos, dos términos que se sustentan mutuamente: no hay sociedad humana sin lenguaje humano, ni lenguaje humano sin sociedad humana. Cuando a los investigadores les parece que hay lenguaje humano sin sociedad humana, es que confunden lenguaje con código y por eso no ven en las palabras sino una suerte de etiqueta que se pone sobre las cosas para… —no, no para nombrarlas sino sólo para— designarlas… ¡No —dice Lara—, las palabras hacen mucho más que eso! ¡Las palabras significan!

Sí, éste es el meollo del libro. Pero hay en él mucho más; tanto, que sería un exceso tratar de comentarlo aquí, por fascinante que resulte, como las consideraciones del capítulo final, donde Lara se ocupa de la poesía y, en especial, de la música, para proponer, finalmente, que la facultad del lenguaje es también la facultad de la música. No entraré en ese tema, desde luego, pero antes de terminar quisiera atreverme a señalar que, puesto a reflexionar sobre los grandes temas (¿qué es una palabra? ¿qué hace posible el lenguaje?), Lara se allega una gran variedad de saberes, a todos los cuales les pregunta de algún modo qué entienden por forma. Ojalá sea ése otro de los grandes temas que algún día decida explorar en un ensayo largo y sabroso como el que forma este libro.

 

 

Luis Fernando Lara, Una exploración de la facultad del lenguaje, El Colegio de México, Estudios de Lingüística y Literatura, 72, 2022, ISBN 978-607-564-306-9

 

 

—FS

Chiconcuac, 14/01/2022

Presentación del libro

en El Colegio Nacional

el 22/02/2022