Traducción de Esteban Pollito
Era de esperarse, a finales del siglo XVIII y bien entrado el XIX, que un caballero estuviera al tanto de sus gastos domésticos ordinarios. Lord Byron, cuando estaba viviendo en Italia, tenía un administrador, Antonio Lega Zambelli, cuya obligación era escudriñar y liquidar los adeudos a los comerciantes, pagar los salarios de la servidumbre, repartir limosnas, y mantener una contabilidad eficiente. La gente que tenía que lidiar con él lo consideraba impertinente, pero era un hombre honrado y Byron le confiaba grandes sumas de dinero. Mantenía un detallado registro de gastos, incluso los más insignificantes, y en general cuidaba de los intereses de su noble empleador con un celo que bordeaba lo ridículo. A principios de la larga aventura de Byron con la condesa Guiccioli, la amante de Lega, madre de los dos hijos de éste, sirvió de recadera, pero su efusiva personalidad le atacaba los nervios a Byron y le dijo a Lega que la mantuviera alejada. Aunque sin duda eso hirió sus sentimientos no afectó en lo más mínimo su lealtad.
Desde la muerte de Byron, en 1824, hasta la suya propia, en 1847, Lega vivió en Londres. Durante este tiempo, no bien la sensación causada por un libro sobre Byron comenzaba a menguar cuando otro era anunciado, provocando un nuevo furor. La “brillante” pero socialmente inaceptable Condesa de Blessington publicó su Journal of the Conversations of Lord Byron, basada en una amistosa conversación con él de dos meses de duración en Génova, en la primavera de 1823. El Conde Pietro Gamba, el galante hermano de Teresa Guiccioli, publicó A narrative of Lord Byron’s Last Journey to Greece; Leigh Hunt publicó Lord Byron and Some of His Contemporaries, en la cual tanto Shelley como el autor son continuamente alabados a costa de Byron; Thomas Medwin, un militar retirado que logro hacer una carrera gracias a ser primo de Shelley y que nunca vivió bajo el mismo techo que Byron, publicó su Journal of the Conversations of Lord Byron Noted During a Residence with His Lordship at Pisa in the Years 1821 and 1822; el poeta irlandés Thomas Moore, quien fue amigo íntimo de Byron, publico las Letters and Journals of Lord Byron with Notices of His Life; James Kennedy, un joven médico de barco, que había tratado de convertir a Byron al metodismo, publicó Conversations on Religion with Lord Byron and Others Held in Cephalonia a Short Time Previous to His Lordship’s Death; William Parry, un ex artificiero –es decir, un oficial que supervisaba la manufactura de explosivos– de la Armada Británica y miembro del entorno de Byron en Missolonghi, publico The Last Day of Lord Byron with His Lordship’s Opinions on Various Subjects. Ninguno de estos autores se tomó la molestia de consultar al hombre que había sido el administrador doméstico de Byron durante el periodo sobre el que estaban escribiendo.
La cantidad de evidencia documental sobre Byron que ha sobrevivido es asombrosa; incluso cuando la gente miente sobre él, no consigue destruir la evidencia que eventualmente desaprobaría sus afirmaciones. Los libros de contabilidad de Lega pasaron cuidadosamente, a través de su hija, quien se casó con un ayuda de cámara de Byron, Fletcher, y luego mediante la hija de ambos, quien se casó con un tal Mr. Anson Weekes, de Mattapoisett, Massachussets, llamada a sí misma Mrs. Lega-Weeks, quien desarrolló una afición por la genealogía que la hizo descubrir que descendía de una reina de Chipre, hasta, finalmente, su hija, una tal Miss Ethel Lega-Weeks, quien murió en 1949, a los 88 años de edad. El Museo Británico adquirió los documentos de Zambelli de sus herederos, y constituyen la principal fuente del segundo libro de Doris Langley Moore sobre Byron [Lord Byron Accounts Rendered]. El primero, The Late Lord Byron, publicado catorce años antes, trata de las supresiones, distorsiones, e incluso invenciones por las que su ya escandalosa reputación fue, después de su muerte, apuntalada por sus amigos o ennegrecida por sus enemigos o detractores.
La curiosidad condujo a Mrs. Moore a los papeles de Lega en el Museo Británico, los cuales habían sido puestos en orden y encuadernados, pero hasta ese momento no examinados por ningún estudioso de Byron. Fue una tarea formidable. Los registros estaban, por supuesto, en italiano, y requirieron cierto conocimiento de los métodos italianos de contabilidad, y de varias monedas, todos obsoletos. “Pero después de un laborioso día o dos, llegó un momento que me recordó uno de mi niñez en el que había estado viendo imágenes en un estereoscopio sin esperar que difirieran de ninguna manera de las imágenes sin él, y de pronto saltaron ante mí en tres dimensiones. Esos pagos en busca del costo de Livorno a Lerici, esas jornadas en caballos de posta a lugares cuyos nombres son poco familiares pero no desconocidos, la Bocca del Serchio, la Torre de Migliarino, las propinas a los oficiales de sanidad, el vino y el sahumerio comprado en camino a Viareggio ––estos ítems salpicados aquí y allá en el libro diario de Julio y Agosto de 1822 fueron todos ellos ocasionados por la búsqueda de los cuerpos de Shelley y Williams y sus exequias. Esas cinco camas extras, rentadas urgentemente al “judío De Montel”, porque ese día fue el de la llegada de Leigh Hunt con sus cinco hijos que él no esperaba que trajera consigo de Inglaterra… Esa carta a Mr. Beyle, cuyo franqueo costó cinco libras y diez soldi en mayo de 1823, puede haber sido la única que le escribió a Stendhal para reprocharle amablemente que denigrara a Walter Scott. Los libros, además, resultan estar llenos de la más evocativa información, tenía notas, cartas, y todo tipo de facturas y recibos. Gracias a la capacidad de Lega para salvaguardar memorandos aparentemente triviales, tenemos la economía doméstica de Byron tan minuciosamente aunque inconscientemente reflejada que difícilmente hay algo comparable en los anales de otros hombres famosos. Por los papeles de Zambelli podemos saber cuánto gastaba en su mesa, cuánto pagaba a sus criados y a su marchante de vinos, cómo mantenía sus animales, a qué gente ayudaba, qué ropa ordenaba y cuántas sábanas mandaba lavar. Registros similares iluminan, aunque bajo una luz pálida, su vida en Grecia, e, igualmente, su muerte. El hecho que me impactó más curiosamente fue que ninguno de los primeros biógrafos hubiera usado más que una pequeña fracción de esa información, incluso si estaba disponible, porque, casi hasta el pasado siglo, era considerado vulgar para todos, excepto para un administrador o profesional, entrar en detalles de dinero. Grandes sumas podían ser consideradas ––deudas en una escala importante, herencias, dotes de novias ricas, pero no el costo de una comida, un traje, una libra de velas de cera.
Buena cantidad de más información fue preservada en la oficina de John Murray, el tataranieto del editor de Byron.
Los problemas financieros de Byron comenzaron mucho antes de que naciera. El quinto Lord Byron (tío abuelo del poeta, de quien heredó el título), por simple y fantástica extravagancia, despilfarró un muy considerable patrimonio. Cuando murió apenas había dinero para enterrarlo. La factura de £11 para la ropa de luto de los sirvientes se le envió a Catherine Byron, la madre del poeta ––Byron tenía 10 años en ese momento–– y ella los pagó con sus escasos medios. La Court of Chancery le concedió a Byron £500 anuales para su educación. Obstaculizada por un abogado que no contestaba sus cartas y era tan lento para responder que casi parecía inerte. Mrs. Byron, no obstante, se las arregló para pagar los gastos de su hijo en Harrow y otros lados y así mantener un hogar para él. Sus libros de contabilidad fueron pobremente utilizados (“Pago de diferentes cosas”, “Diversos gastos,” etc.), pero dan una idea de ––cito a Mrs. Moore–– “lo cuidadoso, pero no carente de generosidad, del manejo con el cual la casa de su hijo y las tierras de Nottinghamshire fueron rescatadas de un estado de extrema y casi deliberada depredación a uno de confort y prometedora abundancia.” Cuando Byron fue a Cambridge, a los 17 años y medio, ella transfirió los fondos de la cancillería directamente a su cuidado. Fue equivalente a entregarle a un niño pequeño una caja de cerillos de cocina. Dispersó el dinero insensatamente, y cuando ya no pudo echarle la mano a más, encontró la ayuda de los prestamistas, y llegó a la mayoría de edad debiendo casi £12000.
El quinto Lord Byron había arrendado, por una renta anual de £60, canteras de pizarra y minas de carbón de una propiedad que había sido de la familia desde la época de Eduardo I, y que ahora estaban produciendo, para alguien más, un ingreso anual de quizá £4000. El arreglo era ilegal, y no parecía haber razón por la cual las canteras y las minas de carbón no fueran recobradas fácilmente. Byron hubiera sido uno de los hombres más ricos entre sus pares en Inglaterra en lugar de uno de los más pobres. Pero se llevó años y años de litigios, durante los cuales las canteras y las minas fueron explotadas en perjuicio de Byron. Bajo la persistente creencia de que el asunto estaba a punto de solucionarse, gastaba dinero como ––bueno, no como un marinero borracho porque ningún marinero borracho podría ir al paso de él. “Un fino abrigo de Corbo de pieles ribeteado completamente con trenzas y las mangas y la falda forrados con seda £18. Cuello y puños recortado de piel de cibelina £8.4s.” Ocho meses después ordenó otro, pero ahora café en vez de azul obscuro. Y cinco meses más adelante ordenó otro exactamente como el primero.
Ítem: sesenta pares de pantalones nankeen o blancos de mezclilla.
Ítem: veinticuatro chalecos blancos acolchados. £31.4s.
Ítem: (antes de embarcarse al Grand Tour): cesto cantina equipado, una mesa de campo, dos sillas, dos catres de 4 postes completado con colchones y pabellones para mosquitos, almohadas, sábanas y colchas, fundas y correas £42.10s.
Ítem: ocho baúles sólidos de cuero £65,12s.
Ítem: un carruaje (ordenado y entregado en 1816 y no pagado hasta 1823) que requería de cuatro a seis caballos, inspirado en uno hecho para Napoleón £500.
Ítem: (como parte de la remodelación de la abadía de Newstead, en la que no pretendía vivir): una espléndida cama de seis pies, de cuatro postes, elevada en ruedas francesas, los pilares lacados y profusamente dorados, con tapizado escarlata, con pliegues de terciopelo, cortinas y colgaduras carmesí, con domo en la parte superior, ricamente adornado, rematado con una corona, y las cortinas bordeadas con escarlata y franjas francesas negras, con borlas, apoyadas en águilas esculpidas, soberbiamente doradas.”
Todo esto inmerso en agudas dificultades financieras, las cuales estaban compuestas por grandes préstamos a sus amigos, quienes no hacían ningún esfuerzo por pagarle; por su vulnerabilidad ante cartas de perfectos desconocidos solicitando limosnas; por tonterías (a un tal Thomas Ashe, quien había publicado algunas cartas fraudulentas de la Princess of Wales a su hija. Byron le dio 150 guineas, resaltando que era probable que nadie más complaciera a ese charlatán); y, finalmente, por un desventajoso acuerdo matrimonial. Que él fuera un marido imposible no lo dudaba nadie, pero Mrs. Moore resulta convincente al pensar que este muy desafortunado matrimonio nunca hubiera tenido lugar si no fuera por la pésima gestión de las propiedades de Byron por ese terrible abogado, John Hanson, que se inmiscuyo de tal forma en los asuntos de Byron que no había forma de sacarlo. Tan grande era el embrollo y la desesperanza que apenas se pueden imaginar. Byron, por supuesto, pensaba mucho en eso. Con el tiempo incluso se las arregló para hacer algo. Con la ayuda de un amigo, Douglas Kinnaird, quien actuaba como su banquero y consejero financiero mientras él estaba en el extranjero, fue capaz de eludir a Hanson cuando no lograba ponerlo en acción. También cambió su concepción sobre la impropiedad de que un escritor con medios privados (i.e., un caballero) aceptara dinero por su trabajo. Y bajo la influencia de Lega Zambelli comenzó a interesarse no sólo en la procedencia de su dinero sino también en su destino ––con el resultado de que al fin se sintió libre de la ansiedad de las deudas, y fue incluso capaz de financiar, de su propio bolsillo, la guerra de Grecia por su independencia que por siempre quedó asociada a su nombre.
En cuanto a la información oculta en esos libros de contabilidad italianos, cuánto pagó el Noble Lord a sus sirvientes, cuánto le dio el 5 de marzo a tres ancianos y a una mujer coja, qué exactamente mandó a lavar (“6 camisas, 10 pañuelos de bolsillo, 6 pares de medias de seda, 2 chalecos, 4 pares de pantalones, una gorra de dormir”) es interesante hasta cierto punto. También lo que gastaba en vino, ginebra y brandy, pues prueba que no era un borracho. Es más interesante saber que en su último encuentro, el 7 de julio, Shelley le pidió prestados £50 a Byron. El día siguiente, navegando de Livorno a Lerici, Shelley fue, como todo mundo sabe, sorprendido por una tormenta en el Golfo de La Spezia y se ahogó.
La particular resistencia de Mrs. Moore (y lo que hace su libro persistentemente interesante) le permite ingeniárselas, ejerciendo una profunda paciencia al abordar cuestiones de hecho, para introducir en muchos momentos cuestiones de carácter. Su recuento de la relación de Byron y Shelley en tres páginas es magistral. “Byron fue, escribe, un hombre de caprichos, pero con una fundamental constancia en sus amistades que las hacía durar. Shelley sufría violentas oscilaciones de opinión.”
Shelley admiraba la poesía de Byron más que cualquier otro de sus contemporáneos, y se sintió muy satisfecho de encontrarse en tan íntima relación con él. Pero también había ocasiones en que no podía soportar a Byron debido a sus hábitos mundanos, su escepticismo de la perfectibilidad humana y su resistencia al proselitismo de Shelley contra la religión. El “bello e ineficaz ángel” no era nada tolerante con quien no pensaba como él. Sus cartas están llenas de juicios contradictorios, y Byron no era el único amigo cuyo valor subía y bajaba. Además “yo detesto todas las sociedades ––o por lo menos casi todas–– y Lord Byron es el núcleo de todo lo que es odioso y aburrido de ellas.” Debemos incluir una descripción de una visita a Ravenna: “Lord Byron se levanta a las dos. Yo me levanto, contra mi costumbre habitual, pero uno debe dormir o morir… a las doce. Después del desayuno nos sentamos a charlar hasta las seis. De seis a ocho galopamos por los bosques de pino que separan a Ravena del mar; luego regresamos a casa a cenar, y nos quedamos chismeando hasta las seis de la mañana ––lo que no sugiere que la compañía de Byron fuera odiosa o aburrida, aunque al final podría resultar agotadora. En otra carta, escrita el mismo día, dice, “El demonio de desconfianza y orgullo se agazapa entre dos personas en nuestra situación, emponzoñando la libertad de su relación.” La desconfianza y el orgullo de quién es la cuestión.
Hay que recordar que había una diferencia de edad de cuatro años y medio entre ellos. Shelley tenía sólo 29 años cuando su bote desapareció en la bruma de ese cálido, apacible, día fatal. Y una gran diferencia en sus reputaciones literarias. Aunque tendemos a agrupar a Byron, Shelley y Keats a la ligera, la edad los separa. A su amigo John Gisborne, Shelley le escribió, “He recibido Hellas, que está bellamente impreso y con menos erratas que cualquier otro poema que haya publicado. ¿Tengo que agradecerte por la revisión? O a quien actuó como comadrona del último de mis huérfanos, sometiéndolo al olvido, y a mí y mi acostumbrado fracaso.”
Por añadidura, los Shelley creían que Byron era tan rico como Creso (sus ingresos en esa época eran de poco menos de £4,000, de los cuales aún estaba pagando deudas que contrajo antes de ser mayor de edad, más los inmensos gastos del litigio para recobrar las minas de carbón de las que dispuso sólo el último año de su vida), y se asombraron de que un hombre de tales riquezas revisara las cuentas de su administrador y se mostrara muy atento al costo de las cosas. Shelley mismo debía £22,500 y su único recurso era pedir prestado con un interés del cien por ciento, garantizado por la herencia que recibiría de su padre, el cual lo sobrevivió. Una parte substancial de su agobio financiero se debía a otra gente. Al paso de los años su sinvergüenza suegro, William Godwin, le había cargado £4,500, y en una sola ocasión Shelley le había dado a Leigh Hunt £1,400.
Byron y Shelley habían planeado pasar el verano en la costa italiana y navegar mucho a vela. Con esto en mente, Shelley tomó una casa en Lerici, que los Shelley compartieron con Edward Williams y su esposa. Williams era un joven oficial que se había retirado del servicio en la India, A mediados de junio, la goleta de Byron y el velero de Shelley de 24 pies, construidos en Génova al mismo tiempo, en el mismo astillero, habían arribado y estaban dándoles problemas a los propietarios. El de Byron había costado diez veces más de lo previsto. Y Shelley, después de que decidió llamar a su bote Don Juan, el constructor pintó el nombre no sólo en el casco sino en la vela principal, como si fuera una barcaza de carbón. Parece claro a partir de una entrada en el diario de Williams que él y Shelley creían que había sido hecho por instrucciones de Lord Byron, pero el astillero fue contactado mediante un intermediario, el capitán Trelawny; no hay evidencia de que Byron diera órdenes directas sobre nada al constructor. Y en cambio es improbable que Byron haya interferido en los asuntos del bote de alguien más; pertenece más al carácter del intermediario haber pensado esa vulgar idea y mentir después sobre ello. En cualquier caso, tanto Williams como Shelley estaban furiosos. ¿Pretendió Byron pintar Bolivar en su propia vela mayor? Cuando ninguna cantidad de lavados logró borrar el letrero, el constructor cortó el nombre de la vela y, tomando dos trozos de la vela de popa, la parchó de tal forma que la juntura no fuera visible. Con dos toneladas de lastre de acero para asentarla en su quilla, el Don Juan era aún inestable en el viento. Los dos marinos ingleses que la llevaron de Génova informaron que el bote era difícil de gobernar y advirtieron consecuentemente de ello a los caballeros. Shelley y Williams se las arreglaron para bloquear la escota y poner el timón en estribor en vez de a babor.
“Hunt no llega todavía,” le escribió Shelley a Gisborne, pero lo espero cada día. Veré un poco a Lord Byron, no permitiré que Hunt se convierta en el intermediario entre él y yo.” Y luego Hunt llegó con su familia, aunque Shelley le había advertido que no la trajera. Y esperaba ser alimentado por los cuervos, como siempre. Shelley tuvo que ir a pedirle £50 a Byron pues no tenía a nadie más para conseguirlas.
Byron no tenía idea de que algunas veces Shelley lo odiaba. Le escribió a su editor después de la muerte de Shelley. “Está usted brutalmente equivocado sobre Shelley, quien sin excepción era el mejor y menos egoísta de los hombres que he conocido. Nunca conocí a nadie que no fuera una bestia en comparación.”
Considerando la expresión “rendición de cuentas” aplicable más allá de los confines de las entradas y los gastos a hechos por los que se ha de pagar un precio, “Mrs. Moore se mueve dentro y fuera de los episodios de la vida de Byron, deteniéndose para completar en detalle circunstancias que otros biógrafos han rasurado, relatar algo poco conocido, o refutar con persuasiva nueva evidencia alguna opinión largamente aceptada. Por ejemplo, el convento capuchino de San Giovanni, en Bagnacavallo, donde Byron metió a su hija de 4 años, Allegra, y donde ella murió de fiebres hemorrágicas, no era el espantoso lugar que dice la leyenda, sino un internado al que asistían los hijos de las mejores familias de la zona. Y, además, los Shelley aprobaron los términos del acuerdo. Durante el muy breve periodo de la enfermedad de Allegra, casi nada le fue comunicado directamente a Byron; incluso las cartas dirigidas a él eran filtradas por Lega, quien como intermediario era bien intencionado pero a veces de poco criterio. “Sin soñar que podía ser comparado con un verdugo por instalar a su hija en un bien recomendado internado, Byron escribía, charlaba, cabalgaba, salía de caza en Pisa, e intercambiaba correspondencia con su encargado de negocios en Inglaterra sobre la resolución del testamento de su difunta suegra. La carta anunciándole la muerte de Allegra llegó antes de la que le avisaba que la enfermedad era seria, la cual fue enviada por correo ordinario.
Nadie, antes de Mrs. Moore se molestó en adentrarse por completo en la miserable vida del “loco Jack” Byron, el padre del poeta, o incluso tuvo acceso al material que hizo eso posible. Los Nobles eran inmunes al arresto por deudas, pero los sobrinos de los nobles no. Jack Byron, después de haber dilapidado las fortunas de dos esposas, fue llevado a la prisión de la Corte del Rey y, rescatado por una fianza pagada por su sastre, huyó a Francia. Las cartas que escribió a su hermana en Londres sugieren una relación incestuosa. También constituyen una descripción de los últimos días de Hogarth’s Rake––acosado por sus acreedores, aprovechándose de sus inferiores, lanzando a su sirvienta por las escaleras, alardeando de jamás dar dinero a las actrices de provincia con las que se acostaba y aceptar, por el contrario, regalos de ellas, despojado de 17 pares de medias de seda por su criado, comiendo con las cucharas y tenedores que le prestaban los alguaciles, tosiendo sangre. En su testamento, dictado seis semanas antes de morir, encargó a su hijo, de diez años, que pagara sus deudas y los gastos de su funeral. Jamás, en su corta vida, había tenido nociones reales de nada.
Byron idealizó a su padre, a quien vio por última vez cuando tenía dos años y medio, y en cambio «no podía respirar” bajo el mismo techo que su madre. “Con una apariencia poco atractiva, un entendimiento en el que la naturaleza no había sido generosa, una mentalidad que apenas si había sido cultivada, y la peculiaridad de las actitudes del norte, hábitos del norte y acento del norte” ––esta descripción de ella está basada en lo que un maestro escocés que era un esnob le contó a Thomas Moore, quien era un arribista. Reforzada por las tempranas cartas de Byron a su media hermana, es el retrato que ha persistido de ella a lo largo del tiempo. Mrs. Moore piensa que es extremadamente injusta. Catherine Byron era de baja estatura, gruesa, muy irritable, atolondrada, emparentada con algunas de las familias más nobles de Escocia, y descendiente en línea directa, a través de Annabella Stuart, de James I. La mujer que escribió: “Tiene buen corazón, grandes talentos y no tengo duda de que es un gran hombre. Dios permita que pueda ser también prudente y feliz”, no era poco inteligente. O vulgar. Pero cuando era provocada, tenía poco, si acaso, control de su lengua y fue (cito a Mrs. Moore) “más franca de lo que la sociedad podía permitir ––una tendencia que ella transmitió a sus descendientes–– y tenía un mal modo de tener razón que no la favorecía con quienes tenían que tratar con ella.” Tenía peleas con maestros y abogados, y con el tutor de su hijo, Lord Carlisle. En un ataque de furia llamó a su hijo “desgraciado cojo”. Si él jamás la perdonó por eso, tampoco ella, tal vez, se perdonó a sí misma. Su devoción por él no tenía límites. Ya sea que peleara con él o por él, siempre fue en interés de su hijo. Byron no la encontró insoportable hasta que comenzó a ser insensatamente extravagante.
“Su fracaso como madre,” Mrs. Moore insiste, “debe mucho tanto a sus virtudes como a sus defectos y fue la repetición de su fracaso matrimonial. Era incapaz, incluso a costa de la autoinmolación, de negarle nada tanto al marido como al hijo, y esa magnanimidad llamaba al abuso. La verdad habla en cada línea de ella que sobrevive, y su valor nunca flaqueó. Si fue osada, también fue belicosa, al mismo tiempo que su franqueza era llevada al borde de la rudeza bochornosa. Sufrió también por su carencia de modales ––no porque ignorara los buenos. Todas sus cartas están en concordancia con la etiqueta de la época, y si su apariencia era vulgar pudo haberse debido a que no era fácil para una mujer obesa parecer refinada con prendas de estilo neoclásico.”
Mrs. Byron tenía sólo veintiséis años cuando enviudó. Ella llevó a su hijo a Aberdeen, no por miseria o pobreza, sino por simple respetabilidad. La familia de su esposo podría haberla ayudado, pero no lo hizo. Después de un tiempo dejaron de contestar sus cartas. No se preocuparon ni de avisarle que el nieto del quinto Lord Byron había muerto en combate, de modo que su hijo era ahora el siguiente en la sucesión. Ella vivió con £35 anuales, sin deudas, y con un ama y una sirvienta. Después de que su hijo heredó el título, trató de vivir de una forma que no reflejaba su situación, pero nunca se vio libre de preocupaciones financieras, y gastaba menos en ella, en vestidos y gozos femeninos, que lo que le daba a su hijo de doce años para gastos de bolsillo.
“Cuanto, más la veo,” le escribió él a su media hermana, “más aumenta mi disgusto, ni puedo dominar lo suficiente su aparición como para evitar que ella perciba mi opinión, esto lejos de calmar el temporal, explota en un huracán, que amenaza con destruir todas las cosas hasta que, exhausta por su propia violencia, se adormece en un malhumorado sopor, el cual, después de un corto periodo, se despierta de nuevo en un fresco y renovado frenesí, más terrible para mí, e impresionante para cualquier otro espectador.”
Si era provocada era gritona y abusiva. Pero seguramente Byron pretendía exasperarla cuando escribió que como que había “algunos cientos disponibles para él” encontraba poco práctico permanecer en Cambridge y prefería pasar un par de años en el extranjero. La carta termina: “Presentaré este plan a Hanson y Lord Carlisle. Presumo que estarás de acuerdo, y si no, me iré, si es posible, sin tu consentimiento, aunque lo disfrutaría más de forma normal y con un tutor que tu designaras… Dame a conocer tu respuesta, pretendo permanecer en la ciudad un mes más, cuando tal vez lleve a mis caballos y yo mismo a tu residencia en esa execrable perrera [Newstead Abbey había sido abandonado y Mrs. Byron había tomado una casa cerca de ahí]. Espero que hayas conseguido un sirviente ––de otra forma me sería imposible visitarte, pues el mío debe cuidar principalmente los caballos, al mismo tiempo debes dejar un número justo con sólo sirvientas en tu habitación. Tuyo, Byron.”
Había pasado el tiempo en el que pudo haberle dado una bofetada. Ni siquiera estaba ahí para gritarle. Desesperada, le escribió al abogado. “¿Dónde puede conseguir cientos?, ha tenido que caer en manos de prestamistas, no tiene sentimientos, ni corazón. Se comporta conmigo desde hace años tan mal como le es posible, no puedo ocultar más esta amarga verdad. Me provoca una agonía desgarradora… Él sabe que hago todo lo que puedo para pagar sus deudas y me habla de contratar sirvientes y la última vez que me escribió me pidió £25 para pagar sus estropicios, lo cual hubiera hecho si tuviera tanto como él tiene ––esos cientos… Sólo Dios sabe lo que ha hecho de él. Me temo que ya está arruinado, ¡a los dieciocho!
No es verdad que Byron no tuviera corazón. Pero era, como dice Mrs. Moore, demasiado joven para saber lo que le convenía y demasiado cabezadura para que le importara. Cuando el dinero se agotó, volvió a casa y ella lo perdonó. Más aún, logró conseguir prestadas £1000 de parientes, dando la mayoría de su capital como garantía. Poco después, él le pidió que le diera la mayor parte de lo que restaba, en forma de préstamo, de modo que pudiese ir al extranjero, y ella estaba dispuesta a hacerlo, pero requería seguridad, pues la iba a dejar sin nada para sostenerse. La correspondencia con los abogados de Escocia que atendían sus asuntos se prolongó tanto que Byron se impacientó y consiguió prestado el dinero de un compañero de parranda de Cambridge, Scrope Davies, quien lo consiguió de prestamistas, y en consecuencia Byron quedó en una situación difícil de evitar su ruina. Otro amigo murió en un duelo después de un pleito de borrachos dejando a su familia en la miseria, y Mrs. Byron oyó que, en tanto padrino de su hijo póstumo, Byron dejó discretamente £500 en una taza de té. Respecto al dinero, en esa etapa de su vida, era un puro y simple idiota y debió haber sido declarado legalmente incompetente ––es esa una forma de verlo. Pero había otra forma. “Una manía de imprudencia lo poseía,” Mrs. Moore dice, “y sin embargo, “la vida se entreteje de un modo tan caprichoso que difícilmente ninguna de estas insensateces dejaron, a largo plazo, de justificarse. Los libros de viajes que compró estimularon su sensible, gratificante interés en los escenarios que visitó; el Naufragio del Falconer a una guinea estuvo entre las fuentes para las vívidas escenas del naufragio en Don Juan; el retrato de Sanders, ahora en la Colección Real, ha pasado a la posteridad como la mejor imagen de Byron como joven romántico y, única ilustración de la primera edición de la biografía de Moore, fue una importante contribución visual al Movimiento Romántico; en tanto que la mayor extravagancia de todas, la acumulación de grandes deudas para viajar, resultó en la escritura de Childe Harold y las narraciones orientales en verso que le produjeron una fama desmesurada.”
El préstamo que Mrs. Byron había conseguido la atormentaba, e hizo que su hijo le prometiera que se ocuparía de eso antes de salir de Inglaterra. Él se fue dejando la deuda todavía a cargo de ella y sin hacer ningún arreglo para el pago de intereses. Se suponía que Hanson se ocuparía de todo. ––Hanson, quien no levantaba un dedo a menos que alguien lo amenazara, y la mayoría de las veces ni siquiera así. Habiéndole depositado £3000 en el Hammersley Bank, Byron ignoró las instrucciones de dónde y cuándo las transferencias alcanzarían al cliente, y así Byron, viajando por Asia Menor, se quedó sin dinero o crédito.
Durante los dos años que Byron estuvo fuera de Inglaterra, le escribió a su madre varias largas y divertidas cartas, que le encantaron, y también mostró cierta preocupación por ella. “Por favor, usa mis fondos conforme lleguen sin reservas,” le escribió. Y a Hanson le dijo, “Si Mrs. Byron necesita recursos, por favor hágaselos llegar a mi costa y en caso de que algo sucediera conmigo no permita que sufra ninguna privación desagradable.” Cuando el contrato de arrendamiento de Newstead Abbey expiró, Mrs. Byron regresó ahí, y una mañana encontró una citación judicial clavada en la puerta del gran salón. Un tapicero de Nottingham, a quien Byron había firmado un pagaré, ahora vencido, por £1600, había enviado dos alguaciles a la abadía. La ejecución, de llevarse a cabo, significaría no sólo que los muebles de Byron, libros, ropa y demás serían embargados, sino también que su madre sería arrestada. El guardabosques no había recibido su paga durante un año, y Mrs. Byron le pidió prestadas £10 a su sirvienta para evitar que su familia muriera de hambre. También mantuvo a uno de los acreedores de Byron fuera de la prisión recogiendo ella misma las rentas ––lo que Hanson había prohibido expresamente que hiciera–– de cuatro de los más prósperos inquilinos. Ella le escribió al abogado sobre eso una y otra vez, pero ni una palabra de ello en sus cartas a su hijo. O sobre el hecho de que estaba seriamente enferma. Al acento escocés que el maestro deploraba se añadía el orgullo escocés.
Byron regresó a casa con la resolución de portarse mejor con ella, y llevaba en Londres quince días cuando recibió una carta del boticario que había estado cuidando a su madre, una carta que comenzaba:
Mi Lord
Con preocupación tengo que informarle que en mi última visita a su madre esta mañana, la encontré considerablemente peor, como para preocuparme más por el desarrollo ––ella está perfectamente consciente y pregunta por usted–– estoy esperando cada minuto al Dr. Manden de Nottingham…
Byron estaba totalmente quebrado y tuvo que sacarle £40 a Hanson antes de que pudiera ponerse en marcha. En el camino fue alcanzado por un mensajero con la noticia de que su madre había muerto. Le escribió a un amigo, desde la posada en Newport Agnell, “¡Mi pobre madre murió ayer! Y estoy en camino para llevarla a la bóveda familiar… Gracias a Dios, sus últimos momentos fueron tranquilos. Me dijeron que tuvo poco dolor, y no estaba consciente de la situación.” En suma, lo tomó con tranquilidad. Pero la noche después de su llegada a Newstead Abbey, la dama de compañía de Mrs. Byron, al entrar a la habitación donde estaba el ataúd, lo encontró sentado en la obscuridad, llorando. En la mañana del funeral no se unió a la procesión a la iglesia de Hucknall Torkard, pero permaneció en la puerta de la abadía hasta que la perdió de vista. Luego se volvió hacia su paje, la única persona que permanecía en la casa aparte de él, y le pidió que trajera los guantes de boxeo, y procedió a sus ejercicios acostumbrados con el muchacho, pero estaba silencioso y abstraído y puso más violencia en sus golpes que de costumbre. Pronto arrojó los guantes y se retiró a su cuarto.
Accounts Rendered y The Late Lord Byron tendrían que leerse juntos, pues son complementarios. El núcleo del libro anterior es la reducción a cenizas del manuscrito y única copia de las memorias no terminadas de Byron en la oficina de su editor, poco después de que las noticias de su muerte llegaran a Inglaterra. La persona principalmente responsable por este acto espantoso fue su ejecutor, John Cam Hobhouse, quien, aunque honorable y devoto de Byron, era algo estirado. Él no rompió personalmente las páginas y las echó al fuego, pero sin sus resueltas maniobras eso no habría sucedido. Dado que había aconsejado enérgicamente la total supresión de Don Juan, es razonable pensar que no tenía la menor idea del valor literario del manuscrito de Byron. De hecho no había leído las memorias; no le hacía falta, tenía la certidumbre de que contenía indecencias. Y como resultado de esta arbitraria conducta fue que la evidencia que habría podido refutar muchos de los cargos que más tarde iban a ser achacados a Byron fue destruida. Lo que Hobhouse temía era que una pobre estimación del carácter de Byron pudiera dañar su reputación como poeta. El conciso Oxford English Dictionary define profligate como “licencioso, disoluto, insensatamente extravagante,” y Byron era ciertamente todas esas cosas, pero nunca he leído algo confiable sobre él que me llevara a rechazarlo. El retrato de él que permanece en mi mente es el testimonio de Thomas Moore de que mientras cenaba en Newstead Abbey Byron le pasó sobre el hombro una copa de vino a su anciano mayordomo que estaba parado detrás de su silla.
Considerando que Byron fue un hombre comunicativo y abierto como tal vez nadie más, y un copioso escritor de cartas, tanto sus amigos como sus detractores tienen hecho su trabajo. Era más que igual para ellos. Mientras que un vengativo, desconfiable, equívoco libro de conversaciones y recuerdos tras otro es sometido al esmerado, irónico, informado escrutinio de Mrs. Moore, al lector difícilmente se le escapara la triste conclusión de que los vivos no son para nada tan vulnerables como los muertos.