La voz, ese desierto

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Imagínese un pueblo solitario. Un bar en donde el abandono se arrastra entre las sillas y en el cual los pocos parroquianos que se reúnen lo hacen más por la costumbre de estar ahí congregados, casi encerrados, que por la auténtica diversión que el lugar ofrece. En ese pueblo los amaneceres no son más que el preludio de la caída hacia la noche y los atardeceres se parecen todos. El sol se inclina sobre los objetos sin alumbrar nada distinto, salvo el cansancio que permanece callado hasta que la reyerta levanta el polvo.

Gritos, armas de fuego, metrallas, balas atravesando el aire y la madera, los cuerpos… Poco después del asesinato, una cabeza humana entra a través de una de las ventanas del bar. Cae entre un pequeño grupo de personas cuyos nombres importan muy poco a lo largo de la historia, pues todos ellos se saben tan insignificantes como el dueño de esa cabeza que entró con asombrosa naturalidad. Nadie se mueve, esperan que en cualquier momento los matones entren para aniquilar lo que sobra. Sin embargo, el ruido de las camionetas en la lejanía indica que se van.

Es en este punto en dónde la historia cobra realidad a través de los indicios: sin que se nos diga en qué lugar se ubica la narración que leemos o el país en el cual se encuadra geográficamente, reconocemos con facilidad nuestro propio país, cualquiera de sus rincones. Este país en el que los pueblos se desplazan porque la violencia los amaga, y en el que gestos tan deshumanizados como arrancar una cabeza o desollar un rostro se integran en la cotidianidad de los días. Tantos muertos como ocasos o lluvias, tanta muerte sucediendo a diario.

Si bien Alejandro Badillo, en su más reciente novela: Por una cabeza, nos invita a esta latitud imaginaria, interpola en ella los detalles necesarios para universalizar el escenario. Esos detalles convierten el espacio en «cualquiera» de esos pueblos de México que las noticias nos describen como territorios sin ley y cuyos habitantes, poco a poco, dejan casas, oficios, tierras… Lo dejan todo con tal de sobrevivir a la violencia.

Además, el protagonista de Por una cabeza es alguien que huye por partida doble: por un lado es un profesor que perdió su empleo debido a las bajas en la escuela y que, obligado por el ocio, frecuenta el bar como un horizonte de dispersión, de olvido; por otra parte, es sólo un hombre que está en el lugar equivocado en la hora incorrecta y que se ve obligado a tomar una serie de decisiones que vertebran una historia en la que abunda el monólogo. Forma narrativa que funge como metáfora insistente de la soledad que habita al personaje.

Tal como ya lo hemos anticipado, se trata de una novela que descansa en una voz interior que va narrándonos lo que sucede a su alrededor mientras huye. El personaje que narra las vivencias, el profesor sin alumnos, se nos entrega como un hombre lleno de paradojas, que oscila entre el miedo, el pesimismo, la esperanza y las ganas de reconocer en el «otro» a un «interlocutor». Si nos narra con tanta precisión lo que piensa y lo que siente, lo que recuerda de su madre o de los vecinos con los que compartió parte de su existencia, es porque a pesar de la promiscuidad de la muerte, sigue reconociendo al «otro» como una posibilidad de encuentro con lo humano. Así lo atestigua el desenlace de la novela. Ese fragmento iluminador en el que Badillo desarrolla imágenes terribles debido a la descripción de páramos lúgubres; pero entrañables gracias a la pujanza con la que el personaje se empeña en dialogar con «seres humanos», aunque éstos no puedan responderle.

Lo siniestro y silencioso de la atmósfera se refuerza por el hecho de que son muy contadas las ocasiones en las que el narrador habla con otros personajes. De tal suerte que el silencio en el que viaja es tal, que la novela de Alejandro Badillo se convierte en un túnel que devora los sonidos, las voces. Un hueco en el que el silencio se vuelve angustia, porque en todo su recorrido late siempre la sospecha de que todo lo que lo rodea está aniquilado: «El mundo —declara el narrador— era una gruta inmensa que se tragaba los sonidos. Podría gritar mi nombre cientos de veces, como un náufrago que combate, en una isla desierta, el silencio». De ahí la absoluta irrelevancia de los nombres, si el personaje habita un mundo en el que los cuerpos pierden identidad, sustancia, poco o nada importa darles un sonido permanente.

¿De quién es la cabeza y por qué fue arrancada? ¿Qué deudas está pagando el decapitado? ¿Qué errores cometió o debido a qué error fue confundido con otra persona y asesinado de manera tan brutal siendo inocente? La multiplicidad de puntos de vista que se desdoblan a partir de la perspectiva del narrador es, entre otros, uno de los rasgos de mayor interés de la novela. Sin importar que la primera persona narrativa lo abarque todo, su propia narración se pone en entredicho al resaltar rasgos misteriosos: como la posibilidad de que esté viajando con su propia cabeza o que se camuflajee con el muerto y le reconozcan en una casa de seguridad cual si realmente se tratara de otra persona: un criminal. Alguien en quien el narrador no se reconoce a pesar de que los demás atestigüen con sus acciones que lo es. Ya en las primeras líneas de la obra se nos anticipa esta posibilidad, cuando el narrador decide comenzar su relato del siguiente modo: «Verá usted: no sé cómo empezar. Una historia se cuenta de muchas formas».

Sin embargo, decíamos que una de las vertientes por las cuales transita la historia que nos ocupa, es la de la identidad y los conflictos que conlleva. Grandes problemas se anudan en torno a la identidad cuando hay que reconocer cuerpos. Más grandes aún cuando los cuerpos de los muertos son tantos que los huesos de unos se confunden con los de otros, creando identidades nuevas. Más aún, ¿cuántos de nosotros nos reconocemos en ellos, como personajes que huyen y temen, que abandonan?

Como si se tratara de carne procesada, Por una cabeza nos muestra, sin concesiones, cómo se diluye la identidad humana en ese enorme torbellino que azota el mundo en el que nuestro narrador se hunde. Hacia el final, cuando los cuerpos de todos los muertos forman un solo cuerpo. Un cuerpo combinado con los restos de innumerables individuos. Emerge de ellos una especie de Frankestein gigantesco: los huesos de uno en la piel de otro; y la alfombra de cabezas (ese símbolo de dominio, de racionalidad o de medida) desprendidas de sus cuerpos, concretan un mundo alucinante en el que ponemos en duda la propia lucidez de esa cabeza que nos habla. No obstante, por debajo de todas esas redes que nos mantienen en vilo mientras la lectura de Por una cabeza se desarrolla, uno como lector nunca deja de pensar en la cabeza escurriendo, atrayendo moscas, apestando autobuses, dibujando un arco que la acerca o la aleja, que trastorna. En suma, una cabeza que flota en el enigma.

 

Badillo, Alejandro, Por una cabeza, Editorial Ficticia, México, 2017, pp. 123. ISBN 978-607-521-079-7