Jorge Esquinca, Nueve pájaros en una esfera de cristal, Mano Santa Editores, Guadalajara, 2022, 44 pp.
En algún lugar que mi memoria quiere impreciso, Christopher Domínguez Michael aseveró que en el pasado los libros eran más reseñados que en nuestros días. Y no obstante que su comentario tendría que estar respaldado por algo más que el ojo clínico del observador para ser verdad, debido entre otras circunstancias a la cuantía y la dispersión de lo sitios en los cuales se alojan reseñas, artículos y notas, me obstino en suponer que en medio de esa proliferación ––en medio de esa basura electrónica, dirían otros–– conviven lo realmente valioso y lo prescindible. Otro tanto podría decirse de los libros surgidos en la era de la pandemia, que es sólo una fase ––imprevista, sí––de un proceso que amenaza con mayor incertidumbre. Ya desde antes de su aparición, el bosque impedía calibrar lo singular de algunos árboles. Muchos libros, más de los que imaginamos, pasaron en silencio. Otros, con sus respectivos quince minutos de fama, engrosaron el olvido. Algunos más, bendecidos por el consenso momentáneo, deberán esperar todavía el variante humor de los futuros lectores.
Paso ahora a lo verdaderamente importante.
Nueve pájaros en una esfera de cristal, de Jorge Esquinca, se distingue por su apariencia franciscana. Breve de páginas y de materialidad notoriamente modesta, diríase que doblemente franciscana, sobre todo si uno se detiene en el sello editorial. Mano Santa, guiño aparte, es una pequeña casa que patrocina publicaciones híbridas: impresiones de evidente magrez y tiraje reducido que, al cabo de algún tiempo, circulan en la web como archivos electrónicos gratuitos. Su política editorial, en una época que sólo agudizó la pandemia al castigar cada vez más el sector de la sociedad que consume libros de poemas, es altamente estratégica: ni demasiados libros circulantes ni bodegas repletas.
Los poemas incluidos en Nueve pájaros en una esfera de cristal parecen no recurrir sino a pocos elementos porque en ellos, en la mayoría de ellos, la búsqueda de cierta musicalidad organiza el conjunto. Los lectores que se hayan remontado hasta La noche en blanco (1983) saben que la poesía de Esquinca, sin ser precisamente exuberante pese a la notoria empatía con Saint-John Perse, guarda tanta distancia del minimalismo como de lo prosaico. Desde su primer libro, escrito muy probablemente antes de alcanzar los 25 años, Esquinca fue seducido por una visión del mundo enraizada en el romanticismo. No podía ser de otra manera, sin éste no sería posible el culto a la libertad ni habrían escrito Baudelaire ni Rimbaud, ni Jim Morrison sería, para muchos, una suerte de poeta pop emparentado con los dos anteriores. La noche en blanco, decía, asume que la verdadera vida reside justamente allí donde otros encuentran sólo las horas destinadas al reposo.
Amparado en la sinécdoque, Nueve pájaros en una esfera de cristal le anuncia al lector que en sus páginas no encontrará otra cosa sino el canto. No serán el vuelo ni la simbólica representación de la libertad que se le atribuye a los pájaros (o a las palomas, que es lo mismo) lo sustancial. Lo que ofrece Esquinca, con al menos cuatro décadas de ejercitarse en la escritura, radica en lo primario y puro que emana de los pájaros: el canto, la melodía. Las palabras de la cuarta de forros, por si las dudas intranquilizaran en exceso, lo remarcan con dos palabras caras a Octavio Paz: cantar y contar. Sutil, tímidamente si se quiere, es un tema que ya aparece en Alianza de los reinos y que, años después, encuentro también en Teoría del campo unificado, su libro de 2013: un pájaro “canta/ Está ahí/ solo y su alma/ sin nombre/ cantando/ sin paraqué”.
Nueve pájaros en una esfera de cristal está compuesto por nueve poemas de su autoría y un bonus bird, el encabezado bajo el cual Esquinca incluyó su versión de “Cómo ser perfecto”, un artefacto firmado por el ahora célebre Ron Padgett. Subrayo su condición de celebridad ya que, al igual que para otros poetas ––Eugenio Montejo, por ejemplo, en 21 gramos, la película de Alejandro González Iñárritu––, el cine significó un salto cuantitativo para Padgett. De él son los poemas que, en Paterson, el filme de Jim Jarmuch, transcribe en su cuaderno el conductor de autobuses, también llamado Paterson e interpretado por el actor Adam Driver. Salvo estas palabras, en adelante me abstendré de comentar la traducción no porque carezca de valor sino porque me interesa más lo que es, propiamente hablando, la construcción poética que en este volumen entrega el autor de Vena cava.
Antes escribí que el de Esquinca es un libro franciscano por su mera apariencia, pero habría que precisar que lo es también, en su intención ––en la temperatura que introduce––, al haber colocado en primer lugar un poema que “representa”, de manera sintética, aquello que entendemos como característico de Francisco de Asís, aquel santo de quien Rubén Darío dijo que tenía “alma de querube, lengua celestial”. Dicho de otra manera, es un libro cálido por la musicalidad que se aloja en sus versos, en combinación con una economía verbal sostenida apenas por lo indispensable. “Sucedió en Asís” establece un tono, no el único, de Nueve pájaros en una esfera de cristal: cierto toque hagiográfico (“Allí viene el padre Francisco,/ el pobrecillo,/ rota la sandalia,/ roto el hábito,/ colina abajo viene/ entre los cardos”) enunciado por un “nosotros” que no es imperativo pero que bien pudo serlo: “Vamos a encontrarlo,/ vamos a darle/ una moneda/ aunque él no quiera,/sólo para oírlo/ decir que no,/ que con el sol nos basta”.
No exento de epítetos como recurso principal, “Conjuro de la bailarina” muestra las habilidades de Esquinca al travestirse, por denominar de alguna forma este procedimiento, en tanto le otorga voz a la bailarina que habla en el poema: “Sólido muro”, “dura piedra”, “pared intraspasable” o “aire dócil”. Al sugerir que el obstáculo podría ser casi infranqueable, el ruego vuelve enorme el contraste con lo que se desea: “deja que el aire sea siempre// lo que siempre ha sido,/ aire de naderías respirables”. Si no bastara el pequeño despliego de epítetos, sería suficiente con pensar que “Conjuro de la bailarina” vale la pena sólo por un endecasílabo que habrían envidiado ––excúseme el lector la hipérbole–– tanto López Velarde como Borges: “que fragmentado el múltiple tobillo”.
Esquinca, todo parece indicarlo, es un poeta pródigo en devociones que lo conducen inevitablemente a la hagiografía. Hagiografías laicas, se entiende. En Cámara nupcial, su libro de 2015, por ejemplo, en cuyo altar se le rinde pleitesía a Emily Dickinson. Cosa más o menos parecida podría decirse de ese retablo que es “Cristóbal y el niño”. Vastamente frecuentada su figura en las artes visuales, la encontramos, entre otros, en El Bosco y en José de Ribera. No obstante, bien podría decirse que resulta más conocida por su representación que por su culto dentro de la Iglesia. Refiere, alegóricamente, la bondad de san Cristóbal, el patrono de los solteros, que es un gigantón, y el peso del mundo que entraña, sin ser voluminoso, el niño Jesús. Cuidadosamente concebidos, los poemas de Esquinca semejan pinturas o apelan a cuadros que el yo lírico se ocupa de narrar. Adquieren la condición, como muy bien lo detectó Ernesto Lumbreras en la breve nota que acompaña Paso de ciervo (1998), de “ejercicios plásticos”.
Elegiaco deberá considerarse el poema-homenaje a Minerva Margarita Villarreal (“MMV”), la poeta regiomontana muerta en 2019. Autora de Las maneras del agua (2016), un libro de raigambre religiosa, pero también de Tálamo, conjunto que Esquinca cita (“Atravesé los campos/entre lobos y viento/ No se trata de un sueño/ lo que hallé en la niebla”) y enseguida la interpela: “Tú, muchacha siempre,/ buscabas el abrazo de Dios/ en un círculo de dolor iluminado”. Al incorporar los versos de Villarreal lo hace, digamos, desde una perspectiva crítica: los “sintetiza”, cosa que, según yo, los mejora. En mi edición de 2011, el poema es este:
Atravesé los campos
la niebla
entre lobos y viento
Avanzo
No se trata de un sueño
sino del rojo
y lo que hallé en la niebla
Quizá porque el volumen está presidido por una voluntad casi exquisita ––“delicada” acaso sea una manera menos exquisita de decirlo––, surge de repente algún verso que no me acaba de gustar: “con un stop de piedra encalada”, por ejemplo. “Betelgeuse”, donde se encuentra el decasílabo anterior, quizá sea el poema menos convincente (el que menos comprendí, en todo caso) del libro. Hice mi lectura con la sensación de que el poema se tornaba nebuloso, como la estrella a la que se refiere. En contrapartida, diré que celebro la existencia de los dos poemas finales: “Galope de un caballo en el páramo” y “Casandra en la cocina”. Sobre todo de este último, al cual pertenecen estos versos: “cuando dice/ ‘la sola bondad lo puede todo’,/ yo veo un desierto,/ cadáveres entre palmeras,/ una guerra perdida”.