Jorge Comensal: Materia Viva, cerebro hirviente

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Jorge Comensal, Materia Viva, Ediciones Antílope, México 2024, 256p.

 

En las tres ocasiones en que he hablado con Jorge Comensal en persona, las tres entre 2022 y 2023, un hábito suyo (aunque no el único) retuvo mi atención: mientras habla o escucha suele espigarse con los dedos más largos de la mano derecha el triángulo de su barba situado en la barbilla y sólo ahí. Hay en el gesto una nota reflexiva, oscilante entre la sospecha de irrealidad y el descubrimiento de sí mismo y, ante todo, de duda.

Sin decisión consciente, sino porque la memoria me lo impuso, en repetidos momentos evoqué ese gesto mientras leí en dos días con sus tardes Materia viva (Antílope, 2024), su libro de ensayos más reciente, y hasta podría decirse que el primero, puesto que Yonquis de las letras (La Huerta Grande, 2017) apenas circuló en México y estaba compuesto por uno solo, y El biólogo de la Revolución. Ensayo biográfico sobre Isaac Ochoterena (El Colegio Nacional – BUAP, 2024), también de su autoría, lleva la palabra “ensayo” en su título por convención editorial, al haber sido ese el género atribuido por Antonio Bolívar, su creador, a la colección en que se inscribe, por lo demás, magnífica, con libros dedicados a Mariano Azuela, Ezequiel A. Chávez, Manuel Sandoval Vallarta, José Vasconcelos y Alfonso Reyes.

En todo caso, la discusión sobre la primacía de Materia viva en la bibliografía ensayística de Comensal tiene interés porque esa sola posibilidad (que sea éste su primer libro de ensayos personales, en plural y con ese adjetivo) vendría a reafirmar su condición de “escritor logrado desde su surgimiento”, adquirida con la publicación de su extraordinaria Las mutaciones (Antílope, 2016), rarísima en casi cualquier idioma y ámbito letrado, y doblemente merecida en su caso, al ser una novela cuya calidad llegó sin anunciarse, fue reconocida en una docena de países a cuyas lenguas se tradujo y salió de la mano de un joven becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, quien terminó de escribirla a los 28 años. Se impondría, pues, de nuevo, ahora en el terreno del ensayo, la idea de que Comensal es un autor cuya maduración se dio sin pasar por la impericia escudada en la juventud y el progreso dificultoso, resultando en este caso más atenuada la consideración de la edad (tiene 37) aunque sin descartarla del todo, pues los primeros textos de los veinticinco que forman el libro los escribió a los 25 años y son brillantes desde entonces.

Sea como sea, sin dejar de notar que el mero planteamiento del asunto delata la irrupción de un talento inusual, habrá que andarse con tiento, o de plano evitar, la atribución a Comensal de la etiqueta de madurez precoz, al fin circunstancial y sobre todo inútil al paso del tiempo o con la llegada pronta o tardía de un libro que no parezca tan bueno como los tempranos que la justificaron.

Compuesto, como ya decía, con ensayos y crónicas escritos entre 2012 y 2023, Materia viva supera sin que se note que los padeció los riesgos tantas veces mortales de las compilaciones de textos previamente publicados en revistas y libros colectivos al lado de inéditos: la acumulación heterogénea, la desconexión entre las partes, el desajuste estilístico y, en dos palabras, la falta de organicidad (el ejemplo supremo es la Biblia), incluso la irrelevancia.

Comensal esquiva esos abismos mediante una astucia formal, que a la vez muestra su creencia romántica en el libro como unidad espiritual y entraña una cortesía con el lector: frente a sus textos antes publicados, procede por examen de admisión y no por pase automático; los seleccionados los retoca sin llegar a reescribirlos y los pone junto a los inéditos en igualdad de condiciones, como materia (madera) disponible para la hechura de un libro que comenzó a existir al decidir el autor su estructura, simétrica en el caso de Materia viva, con apartados de título gemelar (“Materia silvestre” y “Materia humana”), compuestos por doce y trece textos cada cual, y antecedido y seguido el conjunto por un preámbulo y un epílogo.

Sobre esa ordenación, el resto de la tarea para hacer de Materia viva un libro y no un cajón de sastre recae en la afinidad de asunto y de visión de los textos admitidos y, casi sobra decirlo, en la modulación reconocible de la voz que habla en ellos. ¿La de Jorge Comensal en todas sus horas? No lo he tratado tanto para decirlo. Sin duda, la voz que se ha inventado para ser oído al leerlo: viva y vivaz; transparente y llana ante la conveniencia de ser a veces didáctica; proclive a la simetría verbal y al retruécano, a la digresión bromista y al paréntesis; con perfecta soltura al manejar el vasto (y tantas veces hermoso) vocabulario de las ciencias naturales y al elegir adjetivos insólitos y exactos (Foster Wallace visto como un “esposo pendiente y desnucado”; el cepillo de dientes de un muerto puesto “en duelo vertical junto al espejo”; el nombre Jorge descrito como “una ortiga fonológica”; Marcial Maciel retratado como “pederasta, drogadicto, bígamo y michoacano”).

Al lado de esos rasgos formales, la del libro es la voz de un yo unitario y bien perfilado, que se muestra para observarse desde afuera y para entregarse al escrutinio de los demás, sin confundir jamás la declaración de un dato personal (está casado, su madre murió siendo él niño, su padre y abuelas fueron alcohólicos, sabe mover la orejas, llora al ver un cóndor o al escuchar a Bach) con el exhibicionismo, sino volcado a la práctica de un tipo ensayístico, el que viene de Montaigne, cuya aspiración —según entiende Comensal y lo apuntó en Yonquis de las letras— es “darme a entender a mí mismo”, a cuyo ambicioso efecto se impone hacer del ensayo un “acto de narcisismo caníbal”.

No tiene la escritura ensayística mexicana muchos ejemplos de autores que, a partir del aserto del alcalde de Bordeaux (“Je suis moi-même la matière de mon livre”), hayan conseguido ir más allá de la autocelebración, el entretenimiento o la impudicia. Vienen a la cabeza los nombres y las obras ineludibles de Alfonso Reyes, López Velarde y Julio Torri, las prosas y las cartas de Salvador Novo y Gilberto Owen, los relatos de Arreola y las exploraciones inclasificables de Hugo Hiriart. En el preámbulo, Comensal evoca las enseñanzas concomitantes de Ibargüengoitia y Monsiváis, muy esclarecedoras al ser en muchos casos sus propios escritos ensayos atravesados por el aliento narrativo de la crónica, y yo agrego la conjetural de Alejandro Rossi, en cuyo Manual del distraído el saber y la jerga de la filosofía aportan un rigor verbal y una lucidez argumentativa que no excluye —a veces, lo aumenta— el efecto del humor como elemento central compartido por los cuatro.

Sin perder de vista esos nombres, pronto hay que decir que Comensal podrá haber aprendido algo o mucho de esos y otros maestros (presumo unas muy productivas lecturas en lengua inglesa) pero no es epígono de ninguno. A mí ver, la nota más original que añade a lo conocido —la más inesperada, también— es el acento (lo diré con un término de otro siglo) comprometido de sus ensayos y crónicas. No ya, como antes se pensaba que era la única forma de comprometerse, con un partido, una ideología o una personalidad redentora. Comprometido con la preservación de la biodiversidad, con la atenuación o el freno de la catástrofe ambiental, con la reforma radical del sistema económico y de consumo. En una palabra, con el horizonte progresista de la ciencia, el cual —pese a sus incontables realizaciones destructivas, en los campos de la genómica, la explotación de recursos y la energía nuclear— existe, y no impide comprometerse a la vez con la poesía de Góngora, la música barroca, los manuscritos miniados y el mezcal de Oaxaca.

De esa manera, como el adepto al materialismo que resolvió el debate sobre la irrealidad del universo pateando una piedra, Comensal encarna en sí y resuelve en su escritura el falso debate de “las dos culturas”, planteado en 1959 por C. P. Snow, físico en Cambridge, autor de una decena de novelas y biógrafo de novelistas, quien lamentó por igual que muchos escritores de su tiempo tuvieran sobre la física moderna un nivel de comprensión equiparable al de sus antepasados neolíticos y que sus colegas de laboratorio jamás hubieran leído una página de Shakespeare, exhibiendo ambos una limitación que no tuvo Lucrecio y por eso compuso hace dos mil años su De rerum natura.

Por fortuna, la empobrecedora exclusión o riña entre ciencia y literatura se ha ido quedando sin los prejuicios que la sostenían y, en México, una veintena de autoras y autores literarios practican desde hace tiempo —con resultados memorables— el entrecruzamiento de sus caudales al fin hermanados, por ejemplo, entre los más conocidos: Ruy Pérez Tamayo, Gerardo Deniz, Francisco González Crussi, Verónica Murguía y Julio Hubard, y quienes deberían serlo: Maia F. Miret, Maricela Guerrero, Elisa Díaz Castelo, Aurelia Cortés Peyrón y Andrés Cota Hiriart.

Sin entrar al análisis de cómo cada cual actualiza esa visión del conocimiento universal como un horizonte de fronteras entrecruzadas e interdependientes, de Comensal diré que se remite al ejemplo seguro de Montaigne. Es decir, se pone a sí mismo o a la invención que lo representa en sus escritos, sin prescindir de su memoria, sus dolores y los de su genealogía, en el cruce de su lamento por la extinción de las tortugas de Galápagos, las anguilas y las abejas; debajo de su rabia por los abusos tolerados de las grandes compañías agrícolas, mineras y madereras (y de la Coca-Cola), la contaminación de los mares y la deforestación de la sierra norte de Oaxaca; al lado de su esperanza de salvar el cóndor de California y el Río Cajonos. Y lo hace tendiendo hilos a la vez tenues e irrompibles entre el mundo y su mundo, entre el agredido manatí que se fuga y la vaca marina de Steller y el recuerdo fantasmal y acuático de su madre extinta.

En el melancólico epílogo de Materia viva, Comensal propone interpretar los diez años empeñados en su escritura como un rito de paso entre la fe y la desilusión, la adolescencia y la madurez, y evoca la “voz lampiña” que según él se escucha en los escritos más antiguos incluidos en el libro. No siempre, casi nunca, debe el lector allanarse a la opinión de un autor sobre su obra, y su caso lo prueba. Ocurre que en el trayecto los porfiados genes siguieron su labor y le creció la barba, como a otros les aumentan los juanetes o los músculos, sin por eso atrofiarles el cerebro, hirviente el suyo.

Por una curiosa emanación de su apellido, Jorge Comensal exhibe en sus escritos la rara facultad para ocupar —sin estridencia ni timidez y siempre sonriendo— un sitio en el banquete de la literatura mexicana. Tras largas horas de conversación en la franja de quienes se dedican a la narrativa, cambia de lugar en la mesa y se sienta otras más entre las esquinas artificialmente enfrentadas del ensayo y la poesía. Como no se emborracha y acostumbra levantarse temprano, al anunciar el amanecer la llegada del hombre que cambia los manteles y sirve los platos de menudo, se come dos tacos de pancita y sale a atender el llamado de otra tribu, la de quienes hacen su ronda en los laboratorios de biología. Y al asomarse al microscopio, reflejada su cara en el fondo, se rasca la barbilla.

 

Guanajuato, enero de 2025.