Oscuro escarabajo (con cursivas y sin comillas) es el libro de poemas más reciente de Fernando Fernández, en impecable edición del también poeta Francisco Magaña, bajo el sello Monte Carmelo (2017, 71 pp). Y no digo nuevo, pues su lectura —deleitosa, nutricia, aleccionadora— arroja la evidencia de que los 26 poemas que lo forman fueron meditados durante una etapa temporal mediana o larga, a la que acaso ha seguido la elaboración de (ésos sí) nuevos poemas y aun libros, los cuales es dable imaginar hoy mismo entregados al proceso de maduración del cajón de la cómoda, la bodega temperada y oscura en que los escritos cumplen la evolución tranquila de los vinos. Oscuro escarabajo, pues, es el tercero de los libros poéticos de Fernández y sólo sobre él hablo aquí, violando la costumbre crítica de leer cada libro de un autor comparándolo con sus anteriores, con el conjunto de los producidos en su categoría genérica en el idioma y aun, en franca desmesura, con los libros poéticos de todas las épocas y lenguas. Oscuro escarabajo puede leerse con placer y provecho sin ese fatigoso recorrido y decir eso es ya un apunte crítico.
Pero “Oscuro escarabajo” (sin cursivas, con comillas y con mayúscula inicial) es, también, el poema que lleva ese nombre y al que su autor atribuye la responsabilidad de presentar el libro y, desde otro punto de vista, de representarlo ante el juicio de la posteridad, el cual, sea severo o benévolo, se asociará a ese par de palabras para decir, por ejemplo: “El mejor (el menos bueno; el más memorable, etc.) de los libros de Fernando Fernández (de su generación, de los publicados en la década, etc.) es Oscuro escarabajo”. De ahí que uno se pregunte: ¿y por qué ése poema para nombrar al libro? La clave, creo, no atañe a razones de extensión (los hay más largos), logro estético (los hay, para mí, mejores), o de representatividad formal o estilística (los hay con rasgos a mi ver más emblemáticos para el conjunto), sino al deseo del autor de que el lector dedique una atención especial a ese poema y, sobre todo, de que incorpore a la lectura su decisión —asentada al mediar el escrito— de hacer del “oscuro escarabajo” (también llamado “extraño” y “mínimo”) una suerte de talismán poético y aun moral cuya función primordial será recordarle una solemne obligación autoimpuesta: “…que todo lo que diga / o escriba salga límpido del fondo / de mi corazón”. Con un efecto problemático, pues, por un lado, en estricto sentido el cumplimiento de esa consigna es incomprobable para el lector y, aun si lo fuera, su acatamiento sería irrelevante para formarse un juicio, saber si el libro le gustó, lo recomendaría o lo volvería a leer. Aunque, por otro lado, sería obtuso desatender una declaración autoral de intenciones de ese calibre, sobre todo cuando, como en este caso, ofrece un puntual adelanto del juicio que uno se forma al concluir el libro: Oscuro escarabajo es una serie en la que las nociones que sustentan tal declaración —espontaneidad, transparencia, hondura, intuición y recurso a los sentimientos— son celebradas una y otra vez a lo largo del volumen, sin por ello demeritar o hacer la caricatura de las que presuntamente se le oponen, como vendrían a ser la elaboración meditada, la complejidad (incluso la oscuridad) y la juiciosa inteligencia[1]. Y decir esto es otro apunte crítico.
Pero hay una tercera opción: oscuro escarabajo (sin mayúscula inicial, sin cursivas y sin comillas, aunque aquí mentalmente se las pongamos para distinguir este avatar de los otros) es en el orbe de la gramática un par de palabras que a la vez convocan y enjuician en términos físicos y quizá morales (“oscuro” es adjetivo que admite ambos atributos) a un ejemplar específico perteneciente a esa especie de los coleópteros, con puntualidad en este caso a uno hallado sobre su mesa de trabajo por el escritor, al regreso de un viaje. Relatada tan sorprendente aparición con un propósito que ya insinué aunque no revelaré en su integridad (descubrirlo es el “chiste” del poema y no estoy yo para hacer un espóiler poético), el encuentro con el insecto suscita varias preguntas quizá intencionadamente no resueltas: ¿es el escarabajo una invención del autor, apropiada al proyecto retórico y narrativo que se impuso al componer ese poema?; o como es más probable, ¿se trata de un escarabajo real, aunque muerto, dejado ahí por una persona amiga, acaso la dedicataria: “Beatriz”?; ¿o será uno que conquistó la mesa en busca de hojas u otros insectos para alimentarse?; y si es más bien una pieza que representa al mítico insecto ¿será de madera, de piedra, de cerámica, como puede hacernos pensar el que en sendos versos Fernández se refiera a él como “réplica exacta casi” y como objeto “tallado igual que aquellos otros”, en doble alusión a los escarabajos que los antiguos egipcios ponían sobre el pecho de ciertos muertos eminentes? (Pero no es necesario que así sea, me digo: un escarabajo real puede verse como “réplica” de otro disecado o creado artificialmente hace mil años; en cuanto a lo de “tallado”, tampoco es definitivo para descartar que se hable de uno verdadero, pues evocar una pieza esculpida es hasta obvio cuando se busca describir un insecto cuyo cuerpo blindado y anguloso, cuyas inusitada cabeza rombal, antenas y patas de apariencia metálica y diversidad de colores suscitan en cualquier imaginación tenuemente parnasiana la imagen de una escultura o de una joya, sin olvidar que la propia raíz griega del orden al que pertenecen —los coleópteros— significa “caja” o “estuche”).
En cualquier caso, respondamos a esas preguntas o no, un efecto se ha cumplido: cierto escarabajo real o inventado (y da igual: en el poema existe como imagen convocada por dos palabras) se ha vuelto protagonista de un pasaje de la vida del autor y le ha entregado la anécdota mínima para sobre ella componer un poema. Según luego veremos, el recurso no es ocasional, sino al contrario: más de veinte de los 26 poemas del libro se realizan como monólogos reflexivos de un yo que busca entenderse a sí mismo o establecer un diálogo (siempre en ausencia) con personas, animales y objetos concretos cuya presencia se evoca en el marco imaginativo modelado por las específicas circunstancias de tiempo, lugar y condición emocional en que las ha tratado, las ve o las recuerda el autor. Así, al escarabajo singular se añaden numerosas presencias puntuales y vivísimas: la palabra “analectas”, un profesor remoto y taciturno, el fantasma de Samuel Noyola, un mueble toledano, cierta talla filipina, ciertas nubes irrepetibles, una muchacha “aromática y sonriente”, un lunar oscilante, un cerdo “grande y sano, / más rubio que rosáceo” (pariente alentador de aquella deniciana “puerca albina”), cuya “trompa dulce, húmeda, leal” se singulariza de nuevo páginas adelante en “la dulce hilera de las trompas húmedas” de una piara llevada al matadero… entre muchas otras que hacen del libro una suerte de diario abierto y de memoria emocional compartida con el lector.
Y, al fin, en una cuarta declinación, oscuro escarabajo (de nuevo sin cursivas ni comillas), como un par de palabras efectiva o mentalmente enunciadas, es en el plano fenoménico un objeto sonoro que pronto admitimos en la categoría de aquellos que nos gusta acariciar con la voz y que terminamos por acoger en el oído y la memoria, tal como hacemos con otros —“la bocca mi bació, tutto tremante”, “Rubio pastor de barcas pescadoras”, “full of sound and fury, / signifying nothing”, “cíñalo bronce o múrelo diamante”, “saperlipopette”, “apocatástasis”, etc.— que se nos vuelven entrañables, más que por su significado (aunque también) por cómo suenan. Y aquí otro apunte crítico: la consideración de esas dos palabras por lo que son si reducidas a sonido —“oscuro escarabajo”: un heptasílabo, una específica cantidad sonora que nos complace y repetimos ¿alguien sabe por qué?—, si la extendemos a cada una y todas las del libro, es la mejor manera para (en ese orden) gozarlo y entenderlo (y eso sin olvidar que, en ciertas partes del país, los verbos “entender” y “sentir”, a la vez que su acepción primera —“comprender” y “percibir con los sentidos”, respectivamente—, significan ambos “escuchar”).
Al llegar a este punto, me preocupa no haber dicho nada aún sobre el libro de Fernando Fernández. Para atenuar esa angustiosa percepción, repaso las ideas que en cada caso resumen las divagaciones cumplidas sobre su “oscuro escarabajo” (el libro, el poema, el enunciado gramatical, el objeto sonoro). Esas ideas proponen que Oscuro escarabajo es un libro autónomo; que es un libro surgido del corazón; que es un libro (en cierta forma) autobiográfico; y que es un libro para ser oído. Veamos si esos señalamientos se sostienen.
Autonomía. Antes de haber leído uno solo de sus 26 poemas, Oscuro escarabajo habla con la elocuente mudez de su estructura como lo haría un edificio de base pentagonal que en su acabada existencia declarara la firmeza de su anclaje, su “duro deseo de durar” y la deliberación constructiva de la que es hija. Un edificio, pues, el libro. Una casa con cinco estancias o cuerpos simétricos (de cuatro poemas cada uno) que constituyen su fábrica espaciosa; con seis breves poemas sin título y dedicados a la observación de las nubes, que hacen las veces de puertas de entrada y de salida a las estancias (aunque también esos poemas son pilares, sitios de descanso, puntos de fuga, recordatorios del tiempo inasible y la voluble identidad, emblemas de condena y libertad). Más tarde, al recorrer el libro que es casa, no es difícil toparse con nuevos indicios de integridad; menciono dos. Uno es la aspiración a unir en los poemas imágenes, figuras y formas idiomáticas de la antigüedad y el presente (en un mismo poema las exquisitas analectas y un smartphone, evocadas a la vez las franciscanas “parvadas de Dios” y “la hopalanda de las catenarias” tendidas por la Comisión Federal de Electricidad). Y otro es la idea insistente del mundo como “bosque de sonidos y de símbolos”, es decir, como escritura jeroglífica (y por tanto sagrada), cuyos secretos asediamos y sólo se revelan a veces como efecto de la indagación inspirada o de una gracia que se nos concede.
Cordialidad. Hace muchísimos años, en un sitio y circunstancias que ignoro, el corazón fue elevado de su condición muscular al estatuto de sede múltiple del amor, la valentía, los sentimientos y la vida misma. Esa categoría de metáfora múltiple y esencial se ha mantenido durante siglos, y de hecho ha incorporado a su espectro de significados varios más, obtenidos mediante sutilización de los primeros. Entre ellos, Fernández acude sobre todo a tres. El que entiende al corazón como testigo o vehículo de la inclinación más íntima del ser, fe que Fernández asume en varias partes, y de forma transparente en dos versos: “y los pálpitos mismos que me ligan / a las cosas que ignoro me entusiasman y abisman”. El que entiende al corazón no tanto como emblema de los sentimientos —y en consecuencia antítesis de la razón—, sino más sutilmente como razón diversa a la cartesiana, no superior a ella sino otra, propia para entender asuntos y alcanzar estadios de comprensión vedados a la primera, según lo observó Pascal cuando dijo que “es el corazón el que percibe a Dios, no la razón”, y según lo experimenta quien habla en el libro cuando, “a la vista de un cielo azul / con cirros desflecados y largos (…) / sin razón aparente / un instante me siento / complacido y sereno”, al igual que “alterado, revuelto, confundido” queda el mismo y las aguas en que nada al descubrir que lo une a ellas “una misma exacta idea / de Dios”. Y finalmente, un sentido que sitúa al corazón como ámbito de la intuición (de donde “corazonada”) y de la inspiración, entendida ésta como vía antimetódica de comprensión y de conocimiento fundada en una revelación que se recibe. Y Oscuro escarabajo registra varias experiencias de ese tipo: en “Termino de nadar”, auspiciada a la vez por el vaivén de las aguas de una alberca y el verbal de la frase larga y única que corre a través de cuatro páginas; de signo ominoso, en “Delante de un bargueño barroco”; ante el cerdo al que mira como quien se asoma a un espejo, en “Al visitar un convento mexicano del siglo XVI”; de efecto curativo y de plano liberador, en “Volviendo de Querétaro” y de incomparable plenitud en “Parada en Ocuituco”.
Vida. Sin duda el señalamiento más arduo de probar, pues el lector no tiene por qué conocer la vida del que escribe, la presencia biográfica se manifiesta en Oscuro escarabajo mediante indicios repetidos y coherentes entre sí, entre los que hay algunos que no pueden no verse. Uno es la recurrencia en los poemas a asuntos y preocupaciones usuales en el blog, la conversación y los ensayos de Fernández (la música, la arquitectura, la poesía mexicana y de los Siglos de Oro, etc.), hasta el punto de hacer de aquéllos un espejo afinado de la presencia que construimos con la frecuentación de su obra no poética. Otro, si se quiere una curiosidad, es la presencia de dedicatarias femeninas puntuales en los poemas de amor, cortejo o abandono (contando incluso las por discreción omitidas en “El lunar de tu pecho” o “Primer día de clases”), las cuales contribuyen a cargarlos de cierta atmósfera de intimidad privada a la que el lector llega a sentir que se asoma. Y al fin, uno definitivo es la puesta en papel de experiencias que no pueden inventarse o fingirse (y al leerse, uno se dice que tampoco ocultarse), como se hace notorio en el escalofriante “Volviendo de Querétaro”. Poemas, pues, de un yo que si muestra su intimidad es porque en ella ocurre la trabajosa configuración, no de un héroe ni menos de un modelo moral, sino de una sensibilidad.
Oído. La poesía, se sabe, aspira a la perduración, inicialmente en la memoria inmediata del lector, y para lograrla elige unas palabras y no otras, tal orden y no cualquiera. Y las palabras, aun leídas en silencio, un instante antes de entregar su significado, suenan.
Porque lo leo y he hablado algunas veces con él, sé que Fernández tiene un oído extraordinario en varios sentidos: melómano, para la música; lector, para las texturas sonoras de muy diversas ejecuciones del idioma español (del canto abrupto de Deniz a la modulación envolvente de López Velarde, de las levedades de Lope a la música conceptual de Incurable); habitante del mundo, para las inflexiones de la conversación y las voces de quienes lo rodean, las cuales reproduce con gran eficacia en sus entrevistas, comentarios y ensayos; viajero y en reposo, para las ruidos y silencios de la naturaleza y el rumor de los espacios habitables y transitables. Tal permanente actitud receptiva se observa de hecho físicamente en él: cuando le toca callar en la conversación, parece que su escucha se realiza con algo más que los oídos, y así sus ojos inquisitivos, la cabeza inclinada hacia quien habla y el cuerpo un poco adelantado delatan su avidez auditiva. De ahí que en varios poemas cardinales del libro cuando el protagonista ve el mundo que lo rodea, en realidad parece estar oyéndolo (“Óyeme con los ojos”), incluso percibiendo con los cinco sentidos, como en este pasaje de “Tendido eléctrico” que podría proponerse como una poética vital y literaria del autor: “y la mirada un cable / a su vez proyectado en la distancia, / sin flujo ni poder, / o no con brío, / detrás del cual no hay pensamiento genuino, / apenas un flotar vagabundo y melancólico”. Por otro lado, la mención a esa especie de integración sensorial (del ver en el oír, del oler en el ver, del observar en el sentir) resulta indispensable al hablar de las presencias sonoras en el libro de Fernando, como se prueba al revisar los poemas más deliberadamente musicales del conjunto, en los que varios registros perceptivos se superponen. El caso más brillante es el de “Leandra”, virtuosa composición en cuyo amplio cuerpo cristalino transcurre de principio a fin una corriente de reverberaciones e insistencias conceptuales, métricas y vocálicas de un efecto deveras encantador, con la maravilla añadida de llevar en sí mismo el poema su más exacta definición: “un bosque de sonidos y de símbolos / que van haciendo eco / al nombre / de la ingrata”; “la ingrata”, o sea Leandra, el personaje del Quijote con el que ese adjetivo crea una delicada correspondencia sonora luego extendida hacia otros términos que admiten la misma asonancia: “majada”, “casa”, “matas”, “rama”, “encanta”. Pero, insistamos: el oído poético no sólo oye; por tanto, no se conforma con la música fácil ni, si es exigente, anda en busca de sonoridades efectistas. Fernández lo sabe y se cuida de no hacer dispendio de su facultad armónica; o mejor dicho, se ocupa de imponer a sus hallazgos verbales un análogo rigor sintáctico, de sentido y hasta visual, como se ve en la línea memorable que cierra “El maestro de ética”, aleación inusitada de dos tridecasílabos[2]: “el arrendajo de su ceño suspendido en el tendido eléctrico de su callar”, que a su imponente sonoridad y al nítido dibujo de un ave que parece surgir del ceño del profesor añade la virtud mayor de evocar a éste, entero, de un solo trazo: suspenso, callado y en eléctrica tensión.
En un poema escrito a la vez en ladino y en español (o en el uno y luego traducido al otro), Juan Gelman definió a la poesía como “un arbolito sin hojas / que da sombra”. En un lance equiparable de absurda y (por eso mismo) exacta precisión, Fernando Fernández nos dice, distrayendo la atención, que la poesía es “ese eco / concéntrico de nada / del silencio perfecto / que asciende”. Oiga el que tenga oídos.
Despedida. En la ficha bio-bibliográfica del autor puesta en la segunda de forros del libro que vengo leyendo —con seguridad redactada o, por lo menos, autorizada por él— sus dos colecciones ensayísticas (Ni sombra ni disturbio y Contra la fotografía de paisaje, ambas de 2014) se describen como “libros de narrativa”. Lo mismo podría decirse de los poemas de Oscuro escarabajo: son el relato de la travesía de un individuo hechizado por las formas del mundo: las ovidianas y cambiantes del orden natural (“Hojas, plantas, árboles”); las modeladas con sus manos o sus ingenios por artesanos, arquitectos, escultores, incluso ingenieros (¿y a poco no, ahora mismo, circula en la memoria de más de un lector el Impala gris, “una lancha excesiva y aparatosa”?); las del legado verbal cuya circulación vivifica el idioma; y al fin las formas incontables del ser que somos y de los seres que nos rodean, ante todas las cuales Fernández despliega un provechoso ejercicio de pasmo e interrogación que algo tiene del embeleso del místico y el budista: “y aunque bien sepa yo que luego no sabré explicarme, / ni mal ni bien, / y no podré decir ni cómo o cuándo, / un segundo me ciega el resplandor, / la visión de la naturaleza íntegra, / acabada y resuelta / de aquello que he rozado o he adivinado e intuido”.
[1] En este momento, sólo recuerdo un contraejemplo de la clásica oposición entre corazón y razón. En su ensayo sobre “Las kenningar”, Borges cita el caso de cierto relato de tradición germánica mencionado por Snorri Sturlusson en el que la mención del corazón se sustituye por el enunciado “dura bellota del pensamiento” (Historia de la eternidad, Emecé, 1953, p. 52).
[2] En su Métrica española, Antonio Quilis rechaza la existencia autónoma de versos de más de 11 sílabas y a todo verso a partir de esa medida lo considera como “compuesto”, es decir “formado por dos versos simples, separados por una cesura” (15ª ed., 2003, p. 73). Por su parte, Rafael Lapesa admite la existencia de versos mayores al endecasílabo y de hecho estudia ejemplos de metros de entre 12 y 17 sílabas en su Introducción a los estudios literarios (REI, 1993, pp. 81-83). Dicho sea esto por si se juzga que escribe o no Fernández tales tridecasílabos.