Desde que Sir Philip Sidney escribió su Defensa de la poesía, o tal vez antes, el mundo de las letras ha visto aparecer documentos que pretenden orientar a los lectores respecto a cómo acercarse a esta expresión de la libertad y la imaginación por medio de la palabra. La poesía comparte con la música la condición de la escritura para asegurar su permanencia, junto con la obligación de escucharla para decir que la hemos conocido, sin que esto garantice que la hemos comprendido, sobre todo en un tiempo en el que los dioses del mercado mueren por hacernos creer que todo debe llegar rápida y fácilmente a la mano, el ojo, el paladar o lo que se quiera usar para apropiarse de aquello que nos quieren hacer sentir como necesario y deseable.
Propuestas como la de Giambattista Vico acerca de la importancia del pensamiento poético resultan incomprensibles para los habitantes de un planeta convertido en supermercado o tianguis, qué importa, por la lógica de la necesidad, más que de la libertad. Y no obstante el rechazo a las ideas de la supremacía del lenguaje metafórico sobre la mención directa de las cosas, todos los días recurrimos a expresiones con sangre, piel y dientes poéticos, cuya domesticación nos ciega ante el hecho de que el lenguaje directo simplemente no existe. ¿Qué queremos decir cuando decimos “corazón” a nuestros hijos, amantes, padres o hermanos; o nos referimos a alguien odioso como “un hígado” o como “un cerebro” si lo consideramos muy inteligente? Al hacerlo, designamos mucho más que un músculo, glándula u órgano de nuestro escurridizo cuerpo.
En cambio, se nos da ir sin más rodeos a lo que nos interesa. Podemos leer la poesía de Luis Vicente de Aguinaga en los términos establecidos por él mismo en su voz de ensayista –muy lúcido, por cierto– en De la intimidad. Emociones privadas y experiencias públicas en la poesía mexicana (2016), para acercarse a las obras de Paz y López Velarde, entre otras que habitan la comarca de nuestras letras. En una entrevista con Víctor Manuel Pazarín acerca de ese ensayo, de Aguinaga se refiriere a la relación entre lo íntimo y lo público como un fenómeno constante en la formación de la identidad de los poetas: “una vez la subjetividad del poeta y su lugar en el espacio público arrojan una imagen íntima (subjetiva) y otra vez arrojan una imagen pública (…) de tal forma que vamos entendiendo que la identidad es una imagen de dos perfiles claramente comunicados entre sí: el íntimo y el político, el público y el privado”.
De modo similar, en Todo un pasado por vivir (2013), de Aguinaga comparte experiencias personales, transmutadas en experiencias públicas, en respuesta a la contradicción entre la exigencia de exponerse y el temor de hacerlo. Según la nota de El Informador del 15 de octubre de 2013, en este libro el poeta vence el pudor y aborda sus propias vivencias en textos que incluyen fragmentos de un diario personal, artículos, notas de viajes y aforismos. Entre las reflexiones a propósito de esa colección, interesa recuperar la que distingue entre el interior del poeta y el exterior donde encontramos a los demás: el mismo poeta desconoce lo que dentro de sí se esconde, hasta que se hace público. Y aun entonces, cada lector toma la parte de la obra en la que se reconoce y rechaza la que le parece ajena. Luego decimos que esa obra sobrevive a su tiempo cuando los lectores de las edades sucesivas encuentran nuevos sentidos en su lectura. A semejanza de un prisma que revela facetas inéditas al dar giros en el tiempo, como de Aguinaga dice, refiriéndose a la obra de López Velarde. Entonces vislumbramos los senderos por donde el pasado llega a convertirse en predicción.
Por caminos análogos, la tradición poética esboza el porvenir del verbo libre que, al instalarse en el presente, se hace liberador o, según la expresión de Paz, engendra la tradición de la ruptura, de la que Luis Vicente de Aguinaga se nutre y apropia para trazar derroteros originales, en el sentido de que se basan en orígenes negados y vueltos a encontrar en el devenir de una modernidad permanente, en la que las cronologías ya no describen un orden de antes y después, sino una realidad en la que todo está presente al mismo tiempo. Cubismo en Gris, Braque, Picasso; simultaneísmo en Pound y Eliot.
En el umbral del más reciente libro de poemas de Luis Vicente de Aguinaga, cuatro líneas atribuibles a Jorge Manrique reciben al lector, dándole a entender lo que las páginas por recorrer le deparan. Pero ese “ya no sé qué fue de mí” anuncia la aventura de actualizar ayeres que, así reconstruidos, cambian su polaridad negativa en afirmativa: Qué fue de mí debe leerse en un presente activo, donde estamos estando, como en las páginas de La mayor de Juan José Saer.
Qué fue de mí consta de cinco secciones: “Escenas infantiles”, “Interés acumulado”, “Canciones del esposo”, “Estancias” y “Capítulos para una biografía”, cada una con nueve poemas, de modo que, jugando con los guarismos y las letras –en una suerte de álgebra performativa que se jactaría de abusar de la expresión n+1, cara a los matemáticos y a quienes encuentran todo insuficiente–, cada texto representa un año, mientras que el conjunto equivale a la unidad necesaria para obtener la igualdad entre la edad del autor cuando apareció el libro –46 años– y el recuento implícito en el título.
Iniciar un recuento con la infancia resulta convencional. Pero se trata de una edad vista desde la adultez y, por tanto, desnaturalizada pero no por eso rechazada, sino asumida libremente. Y atisbos suyos brotan aquí y allá en las páginas siguientes, en los juegos con las imágenes, en el trastocamiento de las relaciones entre las partes de las frases hechas, no de otro modo que el infante fascinado con la textura y el color de su papilla escandaliza a sus mayores. Y descubrimos el parentesco entre Desdémona y Anémona:
Un lugar.
Un lugar
donde yo no estuviera.
Donde yo no estuviera
ni de chiste.
París, por decir algo.
Plutón, sin ir más lejos.
Alguien.
Alguien que alcance a distinguir a la distancia
entre dos medios y un entero.
Anémona, la hermana de Desdémona.
Demencia, la hermana de Clemencia.
Un día.
Y todos los minutos de la víspera.
Un día.
Y toda la maquinaria del crepúsculo.
Un día. Y una noche. Y otro día.
Pero el motivo principal de este conjunto está en el tiempo, ese plano inclinado en todas direcciones, donde no hay modo de fijar algo que valga la pena. “Interés acumulado” puede significar un término financiero; aquí enuncia la sección de los números rojos –en letras nos agraviaría– de una deuda impagable, porque se registra en la cuenta del tiempo corriente, esa columna de humo donde el vate lee la permanencia de la luna ante sus ojos enlutados por la extinción de la copa del mundo en blanco y negro, el acento diacrítico y los placeres de otras edades:
No puedo evitarlo:
sigue importándome
la luna. Y no se diga
el silencio de ciertas madrugadas,
la palabra crepúsculo
y las flores del árbol
llamado primavera:
cosas que siguen ante mí,
probablemente desahuciadas
y, en todo caso, convertidas
en bellezas risibles, indignas de su tiempo,
pero al menos redondas,
al menos palpitantes,
al menos amarillas.
Este balance no podía dejar de tomar en cuenta la parte erótica de la existencia. “Canciones del esposo” contiene algunos de los mejores poemas amorosos en nuestro idioma. Quien ama sabe que derrocha una riqueza siempre insuficiente y padece una penuria nunca demasiada. Y que su magia estriba en prolongar ciertos instantes hasta ese horizonte que llamamos “para siempre” mientras lo tenemos a la vista, a la mano, al pie de una marcha hacia una luz que no podemos ver de frente si vamos a solas. Y que no importa si nos oculta o nos revela, sino que en ella nos descubrimos, sin importar si lo sabemos o si lo ignoramos:
Ha sonado la hora en que no sirve
preguntarte quién eres.
Tú misma no lo sabes
ni recuerdas en dónde o en qué siglo
te llamé por el nombre que ya no recordamos.
En el secreto de las ingles
y tras el ángulo del codo
pareces ocultar, y ocultarte a ti misma,
una verdad que presentimos,
un resplandor lunar de incertidumbre y sílice,
un sol que ni tú sola ni yo solo
podemos ver de frente.
Hasta esa luz viajamos por la sombra
y en ella terminamos descubriéndonos.
Los títulos de “Estancias” y “Capítulos para una biografía” contradicen con mayor insistencia que el resto del libro lo que sus poemas cantan: la fugacidad de los días, la incertidumbre de cuanto creemos conocer –incluso a nosotros mismos–, la amenaza cumplida de la caducidad, el ubicuo dolor de ignorar que nuestro verdadero nombre se deletrea con heridas, el medio limón olvidado a la orilla de la estufa y el amigo del que todas las palabras se siguen despidiendo, nombrándolo; triviales, como cuando hablamos de nosotros mismos.
Luis Vicente de Aguinaga, Qué fue de mí, Guadalajara: Mantis Editores / Secretaría de Cultura de Jalisco, 2017.