Verso Bajo 3

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La escucha y el intercambio

Llegó y preguntó:

—¿Qué opinás: basta con tener un libro editado para ponerse a coordinar un taller literario?… ¿O con una mesa y que haya un baño cerca ya es suficiente?

(El manto de piedad no duró.)

Si escribir fuera fácil, habría escritores por todos lados… Acá, debería de haber aparecido una sonrisa… Porque, desde ya, lo que acabo de decir es una ironía.

La cuestión es justamente ésa: que hay escritores por todos lados (dejemos lo de “poetas” para otro momento); pero lo que falta es rigor —tanto hacia lo propio como hacia lo ajeno.

Vos decís eso de mejorar “con la escucha y el intercambio”, pero de tal actitud hay muy poco, casi nada, y muchas veces nada de nada. Las lecturas terminan así funcionando como una coartada; lo mismo que muchas de las afirmaciones que andan por ahí —como ésa de Castelli que dice que aun en el peor de los poetas hay un verso sublime —la cual, si no me equivoco, es una afirmación que, algo cambiada, le afanó a Borges.

Después de 25 años de andar por el “paño”, quien busca oro se cansa de los “pequeños logros”, a fin de cuentas: ¿qué son los “pequeños logros”? A mí me suena a otra coartada para descansar cómodamente; lo cual no es reprochable ni reprobable, el asunto es que después aparecen los libros y hay poca tela para bancarse la mirada del otro, sobre todo cuando esa mirada frunce el ceño y dice: estas páginas son pobres, muy pobres.

Si vos adherís al “Mandamiento Castelli”, te cuento que ese mandamiento nada ilustra sobre qué quieren decir poeta, juzgar, mejor y obra. Y cada quien escucha (o lee) de la manera que mejor le cae, o, justamente, para que no le caiga.

Ahora que, yendo al origen del mandamiento, quien lo emite es el mismo que, en la única reunión del Gombro a la que fue, sostuvo que a él no le interesaba reflexionar acerca de lo que era poesía; y, claro, esa misma afirmación aparece ahora como un grito en cada una de las páginas de su libro —y esto de llamarlo “libro” obedece más a lo formal del objeto que a su contenido.

Por otro lado, el problema que se presenta es que escribir sí es fácil, las dificultades aparecen cuando, de tal escritura, se pretende arte. Y acá no cualquiera; están los que quieren y están los que pueden, y quienes pueden también tiene sus límites. El trabajo consiste, entonces, en esforzarse hacia poder más. Y poco favor hacen las palmaditas en la espalda.

También ocurre lo que suelo llamar el “camouflage”: la lectura en voz alta tiene capacidad para disimular (y hasta tergiversar) el ripio, sumado a ello su fugacidad. Muchas veces escuché atentamente un poema que me provocó un gesto afirmativo, y al leerlo después en un papel me saltaron sus pobrezas a los ojos como púas oxidadas. Y, al final de la función, se trata de escritura, de escribir bien, de dar qué sentir desde la composición de un puñado de palabras.

Y que la garúa nos perdone… o no.

 

Para cuando pidas justicia

Lo que hace que un crítico tropiece una vez y de nuevo con su propio pie es que mira el objeto de su crítica, con persistencia, desde su punto de vista —como si el dicho (y puede que ahora, también, sufrido) objeto hubiera sido puesto en el mundo para él.

Para hacer eso bien no basta con tener talento: hay que ser un genio.

La diferencia entre uno y otro es sencilla. El talentoso elige una meta y pone todo su esfuerzo, sujeto por una feroz disciplina, en alcanzarla. El genio no tiene elección, no puede hacer otra cosa porque no está dentro de sus posibilidades: el genio parte de ese lugar al que el talentoso quiere llegar y sale disparado como si no tuviera voluntad; ve lo que nadie más; si sabe lo que se viene —y quienes llevan algunos años presos de semejantes impulsos lo saben—, no se lo dice a nadie; alguno cae en la tentación y lo habla… mal hecho: la jauría saldrá a despacharlo: la mediocracia ama su ceguera y ve amenazas ahí donde alguien habla de lo que no alcanza.

La justicia no tiene nada que hacer ahí.

Y los dioses sonríen.

 

Escritura sin texto

Una persona conocida por su corrección —pongamos por ejemplo un doctor: un médico, un médico bueno; no un abogado, los abogados… Bueno, supongo que ya sabés… Lo que te decía: una persona conocida por su corrección, siempre atenta, siempre a la orden cuando se la necesita, siempre dando la respuesta justa, equilibrada —eso; creo que no soy difícil de comprender en cuanto a la imagen de persona que estoy tratando de poner sobre la escena. Bien; una persona así no podría ser un buen lector, un lector de mirada aguda y, claro, crítica (nunca le diría a otra, por ejemplo: “He notado que su escritura se parece cada más a la de su ex.”) —no digamos escritor… mucho menos podría ser un buen escritor. Porque, para ser un buen escritor, hay que tener malicia; no se puede ser buen escritor sin una dosis considerable de malicia; y no se puede ser un médico bueno con ella encima.

Cuando una persona correcta —tan buena en su modo de mirar, en su manera de interactuar con los otros— se pone a escribir, no puede evitar ser quien es y no llevará mucho rato descubrir entre sus textos el perfume de la sensiblería, y serias visitas a lo que, en el barrio de los buenos escritores y rapaces de estopa a ras de tierra, suele catalogarse como “golpes bajos”.

Pero, ojo, que la presencia de malicia por sí sola no garantiza nada; habrás presenciado, lo mismo que yo, los anuncios de distintas convocatorias a encuentros, así llamados, “literarios” o “de poesía” que describen las mismas empapadas en malicia y que, a la hora de los papeles, resultan buenos lugares de encuentro para marginales y aspirantes a tales, excelentes exponentes de salones para la diversión, lo ocurrente a media asta, el chiste obvio… Pero carentes del espíritu que impulsa lo literario —el cual, también lo sabemos, fermenta en la soledad del alma; o de la tripa (que vendría a ser lo mismo sólo que luego de coagulada —esto es un eco de Cioran).

Además, un buen escritor escribe bien de cualquier cosa y de cualquier modo; alguien que escribe siempre del mismo modo no es un buen escritor, es alguien que escribe bien siempre de la misma manera, y lo hace así porque no puede hacerlo de otra. Claro que vos podrías decirme que, aun pudiendo escribir de cualquier manera, elige hacerlo de ésa en particular, siempre la misma… mmm… pero se nota; cuando escribe de un modo porque no puede hacerlo de otro, se nota —le falta cuero, tripa, tejido… Sí, precisamente eso: le falta tejido —es decir: texto.

Y quien escribe siempre de la misma manera termina por repetirse; parecerá que habla de cosas nuevas y distintas, o lo creerá, pero, a poco de hurgar, la evidencia será lapidaria, y fácil detectar dónde estaba ya eso, lo supuestamente nuevo, en sus textos viejos.

 

Lo escrito en el aire

Hace algún tiempo, te escribí esto:

“En cuanto al leer, en voz alta y con público, creo que es una ocasión especial que se acerca a lo poético no principalmente desde los textos, sino que éstos funcionan como apoyatura para que se dé eso, lo otro, lo poético (a falta de nombre mejor) como presencia en el aire, y es ese recuerdo, no el de los textos (aunque a veces algún conjunto de palabras pareciera indicar lo contrario), el que cada quien se lleva (si puede).”

Lo cual incluye un error de mi parte —en realidad, no se trata, dicho con precisión, de un error, sino de una cuestión más compleja; se podría decir que por el momento prefiero quedarme con eso del error ya que me llevaría mucho tiempo desarrollarlo acá. Resulta que es parte de la investigación que estoy realizando referida a la escritura y lo que llevo escrito ya tiene la extensión suficiente como para ser puesto en la forma de libro. A lo que hay que agregar que es todavía un trabajo en transición. Lo que sí te puedo adelantar es que me he cruzado con indicios que parecen apuntar a que la oralidad es uno de los modos de la escritura; lo cual, como ya te habrás dado cuenta, modifica bastante eso de la “apoyatura”.

A lo que me refiero es a que no debe entenderse que el texto funciona como apoyatura de la oralidad, sino de la memoria; así, creo, sería una consideración ajustada. O también que el texto funciona como apoyatura para esa ocasión en particular; lo cual estaría sugiriendo un principio de inversión con respecto a lo que comúnmente se cree: que la escritura es una derivación de la palabra hablada, siendo su función la de registrarla —en muchos casos es así (nuevamente como un accesorio para la memoria, vale decir: a modo de instrumento)—, lo cual, si se hace fundamento allí, vendría a continuar un prejuicio basado en lo cronológico: como el habla fue primero, entonces la escritura viene a transformarse en su herramienta.

(continuará)

 

Fragmentos de una novela acerca de lo literario, cuya lectura puede comenzar por donde se guste y continuar por cualquier parte —siempre y cuando continuar fuera verbo existente con miras a un final