Verso Bajo 10

3020
Daniel Buso

Ahí llega Godot

—¡Cómo me lloran los ojos! —se lamentó el sapo.

Y la lechuza, que andaba por ahí nomás, atrapada en la rama del sauce, le respondió:

—Ha de ser que acá nadie te quiere y allá nadie te espera,

 

Puede que sea hora

Cada vez que me invitan a un encuentro literario, especialmente cuando poético, me encuentro entre la espada y la pared. Y esto es porque difícilmente podría alguien comprender todo lo que me inunda.

Durante los años 2002, 2003 y 2004, fui a casi todos los encuentros realizados en Baires y alrededores; y digo “casi” no solamente porque los absolutos no son abrojo de mi ropa sino porque, efectivamente, hubo algunos a los que elegí no ir (ya entonces, una campana de alarma me sonaba sobre el hombro izquierdo; no muy fuerte, pero sonaba). Y no solamente era asiduo concurrente, sino que hice grabaciones de las lecturas que los autores hacían de sus obras; y no me refiero a la tecnología que proveen esos aparatitos que gustan usar los periodistas para sus entrevistas, no; me refiero a grabaciones casi profesionales, realizadas con mis porta-estudios y sobre cintas de cromo. Mi intención era la de editar una audioteca con las voces de los autores puestas a decir su obra… Esto no prosperó. Y no lo hizo porque me di cuenta, no enseguida pero cosa de un año después de haber concluido una primera etapa, que nadie estaba interesado en ellas.

Hay una costumbre arraigada; y lo que afirma es que toda acción relacionada con el arte, especialmente con la literatura, no es trabajo; y, así, queda cancelada la posibilidad de ameritar un honorario. En consecuencia, cualquiera habría aceptado de buena gana que le regalara una cassette con la grabación de su lectura, y hasta se habría deshecho en agradecimientos, para al poco tiempo dejarla por alguna parte de su escritorio, o biblioteca, preferiblemente detrás de algunos libros de opacidad incuestionable. Nada digamos de pagar por ella.

Así fue que dejé de lado aquellas grabaciones; llegué a editar algunas y a organizarlas como para que se pudieran subir a la Internet, pero la mayoría han quedado en bruto; digitalizadas pero en bruto, como para que las encuentre algún arqueólogo que las organice de otro modo, y las vuelva a almacenar para que las encuentre el próximo arqueólogo. Y así hasta que se apague el sol.

Luego, claro estaban los micrófonos abiertos… Mucha gente les huye; y por motivos sensatos. Ocurre que nueve de cada diez oradores resultan entusiastas de una mediocridad que pone los pelos de punta (esto dicho desde el optimismo que me caracteriza). Aun así, durante aquellos tres años me sostuve frente a esas voces como un soldado de guardia, incólume ante truenos y huracanes de la más baja laya. Hasta que, comencé a dar unos pasos al costado, cada vez que se anunciaba que, luego de un receso de diez minutos se abriría el micrófono y que los que quisieran leer se podían anotar en la hoja que estaba circulando por las mesas. Al principio, con la excusa de prenderme un lucky, me iba hasta la vereda y me quedaba ahí lo más que podía; luego, arrastrado por una suerte de inercia benefactora, quienes salían, luego de terminado el evento, me encontraban sentado en el cordón, mirando las estrellas o charlando con los fantasmas. Alguien llegó a decirme: “Mirá que por cada diez, te estás perdiendo uno que es bueno.” A lo que respondía yo, en el silencio de mi cabeza: “Con gran placer me pierdo al nuevo Borges con tal de salvarme de los otros nueve.”

Pero lo de las grabaciones no fue nada; tampoco lo del micrófono abierto. Lo que me resultó contraproducente de verdad fue la exposición excesiva.

Así fue; de tanto ir a los encuentros literarios sufrí una sobredosis y me enfermé gravemente. Tanto que el médico (nuestro nunca suficientemente ponderado Dr F) me sometió a un tratamiento de desintoxicación que duró seis meses. Y no he regresado a ningún encuentro literario desde entonces, especialmente cuando es de poesía (así se los suele llamar aun cuando la palabrita se las arregle para escurrirse por todas partes). Más de diez años ya de completa distancia con aquella toxicidad; vivo limpio de toda reunión que se excuse en las letras… en realidad de toda que supere la media docena de personas, cualquiera su meta.

Así es como, cada vez que alguien me invita a un encuentro literario (alguien que bien podría ser la persona más bondadosa del planeta), me veo en la incómoda situación de esquivar la invitación; no puedo dar explicaciones, claro… vos sabés bien, además, que no soy propenso a ellas (a las explicaciones), así que no me resulta para nada difícil. Pero igual me doy cuenta de que mi cambiar el tema para no responder sirve una cucharada que hace más densa la atmósfera. Sobre todo cuando quien me invita está convencido de que son esas reuniones las que mantienen viva la poesía.

Por mi parte, prefiero creer (o puede que se trate de confiar en ello) que la poesía tiene lo que necesita para mantenerse por sí misma; caso contrario, puede que sea hora de permitir que se muera de una vez y por fin.

 

Antes de que me olvide

Habíamos estado tomando primero un café y después unas cervezas cuando me expresó su admiración, según su decir, por la síntesis que había logrado en mi escritura.

Lo pensé un poco, dado que me había tomado desprevenido, y le respondí:

—Lo que pasa no es complicado, y hasta creo que no tiene mérito, la explicación es sencilla: desde un tiempo a esta parte he ido olvidando palabras, debido a lo cual me las he tenido que arreglar con las que todavía recuerdo.

 

Leo los libros de estos escritores buenos

Y son tan auténticamente buenos que, cuando abro mi cuaderno, me doy cuenta de que lo mío es una actividad personal, en extremo personal.

 

Los márgenes del verso bajo

Una cosa es ponerse a pensar. Y otra, garrapatear en borrador. Todo el tiempo, en borrador; sin salir de ahí.

Claro que, en el borrador, se puede mezclar chicha con limonada, total, somos todos amigos, lo hacemos para pasarla bien.

No tenemos otras ambiciones.

 

Acuerdos de sobremesa

Hablar es una cosa, lo escrito es otra, y escribir, en tanto acto (movimiento) es otra; y lo único que tienen en común es la palabra, o la ilusión de compartir una palabra.

 

Cadencia rota

Está lo complicado y difícil; y está la forma complicada y difícil de componer las palabras.

Están las complicaciones que presenta lo sencillo al decir; y está el complicar lo sencillo hacia lo vacuo.

El mundo observa lo que la persona quiere; y sonríe.

 

Aclaración

Cuando digo “el mundo” (pudiera pasar que a veces con mayúscula), no me refiero al conjunto de las personas del planeta, sino a los componentes de la tierra; especialmente las piedras.

 

Opina desde su aeroplano

Falta ese texto crítico que escriba a la par; sobra el texto crítico que escribe desde arriba. Falta ese texto que no crea que la realidad es lo opuesto de lo abstracto; sobran los ojos que suponen lo que no saben y lo dan por cierto como hacen las moscas que caminan por las paredes. Banquito, caballo o montocito ‘e tierra no cambian el nivel del mar.

 

Los golpes del progreso

Decía Saint-Exupéry por boca de su Principito que lo esencial era invisible a los ojos…

Pero los tiempos cambian: ahora, lo esencial, se ha vuelto invisible a la materia gris.