Una de las grandes desgracias de la literatura

3109

La literatura postmoderna como tradición

¿De qué forma pasamos de los retratos realistas de Gustave Courbet al arte abstracto de Joan Miró? O, aún mejor, ¿cómo llegamos a una época en la que podemos encontrar en un museo una pintura como Blanco sobre blanco, de Kazimir Malevich? El proceso de desnaturalizar la cultura y diseccionar obras de arte contemporáneas —entiéndase literatura, pintura, cine, música— nos permite descubrir migajas, resquicios, y tejer correspondencias entre el pasado y el presente para comprender con mayor profundidad ciertos procedimientos, tradiciones y propuestas artísticas de nuestros tiempos.

Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver de Mario Bellatin (2017), es una obra que, debido a su estructura narrativa y su carácter metaliterario, problematiza tanto la literatura misma como la sociedad donde surgen este tipo de libros. Y, de igual forma, posibilita la observación de una continuidad lógica cimentada en variaciones, una línea (punteada, pero línea a final de cuentas) entre el paso de autores como Galdós a escritores como Bellatin.

Cuando Octavio Paz escribe en Los hijos del Limo (1985): “La modernidad se inicia como un desprendimiento de la sociedad cristiana. Fiel a su origen, es una ruptura continua, un incesante separarse de sí misma”,[1] evidentemente está pensando en las tres grandes heridas de la humanidad y el lento desgajamiento que presuponen para la concepción del mundo y el lugar del ser humano en él: Copérnico y el heliocentrismo, Darwin y el azar, Freud y la problematización del yo interno.

Sin embargo, el poeta mexicano hace una observación que nos sirve como punto de partida:

La época moderna —ese período que se inicia en el siglo XVIII y que quizá llega ahora a su ocaso— es la primera que exalta al cambio y lo convierte en fundamento. Diferencia, separación, heterogeneidad, pluralidad, novedad, evolución, desarrollo, revolución, historia: todos esos nombres se condensan en uno: futuro.[2]

No es baladí que Paz sitúe en el siglo XVIII el inicio de esta gradual transformación. En este sentido, tiene en mente las observaciones que realiza Ignacio de Luzán en su Poética o reglas de la poesía en general y de sus principales especies, publicada en 1737, y donde el crítico español señala una particularidad que le molesta en cuanto al uso de la metáfora:

Es también regla general indubitable, y a mi parecer muy necesaria, que el medio término, o sea el objeto, del cual se toma la comparación, sea más claro y más conocido que el objeto comparado, o a lo menos no sea más obscuro, ni menos conocido. La razón de esta regla es clara: porque querer explicar una cosa que es o se supone obscura con otra más obscura y menos conocida, es un absurdo que no tiene igual. Sin embargo el doctísimo Marqués Orsi, queriendo defender contra la objeción de esta regla una comparación de un autor Italiano, con sutil e ingeniosa división distinguió el oficio de las comparaciones, diciendo ser unas dirigidas simplemente al fin de adornar, otras al fin de explicar mejor lo que se dice, y otras al fin de expresamente probar: y en estas dos últimas, que sirven de prueba o de explicación, concede ser necesario que el objeto extranjero, o el medio término sea más claro, más familiar, y más conocido; pero en las comparaciones hechas solamente para adorno, el tomar (dice) las similitudes de objetos remotos, y no tan conocidos, es empeñar más la atención con la novedad. Pero en este discurso, mirado a buena luz, me parece que hay alguna equivocación: porque todas las comparaciones, a mi entender, son para explicar o probar otra cosa. Debemos pues distinguir la comparación misma del uso de ella. Es cierto que el servirse de comparaciones es con el fin de adornar el estilo: y que el uso de las similitudes, ya sean para explicar, o ya para probar, siempre será un hermoso y rico adorno en cualquier composición. Pero la comparación misma en sí no es más que explicación de una cosa, que antes era, o se suponía ser obscura y poco conocida.

También necesita de explicación lo que se dice asentando como regla, que son mejores las similitudes sacadas de objetos remotos, y poco conocidos. Porque si esta regla se ha de entender de cosas remotas y apartadas de nuestro conocimiento y capacidad, no hay razón para aprobarla: pues claramente se ve que eso es querer caer adrede en el defecto de la obscuridad.[3]

En efecto, para el neoclasicismo y la preceptiva clásica, la metáfora sirve como estrategia explicativa y argumentativa, como pedía Aristóteles. Sin embargo, las metáforas que adornan es algo inconcebible. Es como meter un caballo de Troya en la retórica. En cambio, para nosotros, Orsi es casi un autor del siglo XIX, una especie de presimbolista, donde la construcción de una imagen puede sostener un poema. Es decir, cuando Baudelaire escribe sobre los gatos, hay una serie de alusiones donde el felino es otra cosa y se convierte en símbolo ambiguo. Es un objeto curioso para la poesía. Ningún poeta previo hubiera tenido como objetivo la mera construcción de una imagen. Pues la imagen servía para algo. Se proponía para contar una historia, para narrar un sentimiento, para describir un paisaje. Sin embargo, el simbolismo construye esas imágenes por el simple hecho de construir esas imágenes.

Pensemos en Mallarmé, por ejemplo, donde el poema agota, en sí mismo, su discursividad. No hay un más allá que el poema esté interesado en referir. El tigre, en Mallarmé, ya no es un tigre real. Por no hablar de Un golpe de dados (1897). El poema revierte sobre sí mismo y se convierte en un objeto que no trasciende fuera de sí mismo. La palabra misma se convierte en el asunto.

Cuando la poesía y la literatura considera que la palabra ya no sirve para referirse a algo que está afuera, el problema de la comparación se ve liberado de lo que señalaba Luzán: la metáfora es explicativa o argumentativa si me permite referir mejor el mundo y aportarle claridad de lo que estoy mostrando. Pero Baudelaire ya descree de lo que observa Luzán. Y esto no es raro, porque para Mallarmé, el poema no pretende dar cuenta de algo fuera. No sólo la realidad sino los sentimientos del mismo poeta. Este es el camino que llegaría, de alguna forma, a la poesía pura que pedía Valéry: el camino donde la palabra, el discurso, se convierte en la cosa que le interesa a la literatura.

En este lapso —es curioso, porque también es el auge del realismo que proponen una idea distinta de la literatura—, y manteniéndonos en esta senda que comunica a Baudelaire con Valéry, la literatura es un discurso en el cual lo que importa es el discurso mismo. En algún sentido, cuando Flaubert imagina una novela sobre la nada está en esta ruta. Es llamativo, porque al autor de Madame Bovary lo solemos pensar como realista y, a la vez, está mucho más cerca de Wilde y “el arte por el arte” de lo que se suele creer. Imaginar una novela sobre la nada es imaginar una novela pura, por retomar la locución de Paul Valéry.

Pero, ¿qué sería para Flaubert la pureza de la literatura? Una literatura que no necesita realidad. Literatura que logre lo que, probablemente, logra la música. Un arte perfecto que impacta en la subjetividad del auditorio sin conceptos. Uno escucha la música y se siente interpelado como espectador. Sin embargo, a la vez, lo que se puso en movimiento no es la lógica. Uno estaría tentado a sentenciar, aunque fuese falso, que estamos ante la pura percepción técnica. Y es que los sentimientos producidos por la música tienen que ser trasladados a otro lenguaje, a la palabra, aunque los sentimientos sean inefables. En realidad, son interpretables pero no traducibles. Pues cuando interpretamos la música la traducimos a otro lenguaje. Las reseñas musicales están escritas, no son composiciones.

Esta es una de las grandes desgracias de la literatura. El material con la que la interpretamos es el mismo material con la que se produce.

Este camino que se teje desde Baudelaire hasta Valéry, buscó romper los lazos de la literatura con, llamémosle provisionalmente, el habla cotidiana. Esta misma vía, paradójicamente, es la que rompe con la musicalidad del poema. Ahí tenemos por ejemplo, el surgimiento de los poemas en prosa. Y es que desde Baudelaire a Valéry se busca más lo visual que lo musical. Pensemos en la consagración de los Caligramas, de Apollinaire (1918). Luzán, a estas alturas, ya estaría absolutamente espantado.

Pero volvamos al núcleo del asunto. Si uno quisiese, en una reducción al absurdo, abreviar a su mínima expresión qué es la literatura moderna, quizás no estaríamos tan errados al decir que es aquella que considera al discurso una cosa en sí. Una cosa suficiente para ser literatura. No necesita que el discurso refiera algo que está fuera de la literatura. Es un anhelo que todo individuo moderno se ha propuesto. El problema es la materia con la que uno trabaja: ¿cómo anular la significación del lenguaje?

En las vanguardias se intentó superar este problema. El caso más famoso probablemente sea el del futurismo ruso al inventar el “lenguaje transmental”, un lenguaje refractario al sentido donde todo es pura sonoridad sin referencias exteriores. En esta línea, el lingüista Lev Jakubinski, señalaba que si el hablante utiliza el lenguaje con un fin meramente práctico de comunicación lo utiliza como medio y encuentra su justificación fuera de sí mismo, es decir, en el acto de comunicar. En cambio, el lenguaje poético, literario, encuentra su valor en sí mismo, es fin y no medio. Pero, ¿hasta qué punto es lenguaje una construcción que rechaza sus posibilidades semánticas? Cartas sobre los ciegos para uso de los que ven precisamente problematiza la frontera de la distinción que señala Jakubinski.

Bellatin introduce variaciones en la estructura narrativa para llevar al extremo estas cuestiones. ¿Y si el que narra es ciego? ¿Y si sólo percibe la realidad a través de un aparato auditivo? ¿Y si el aparato auditivo no funciona a la perfección? Lo cual, nos permite enlazarlas a nuevas cuestiones estéticas y éticas: ¿Cuál es la diferencia entre escritura y literatura? ¿Hay puntos de contacto? ¿De qué forma percibimos la realidad? ¿De qué forma influyen nuestros sentidos, especialmente el visual, en nuestras concepciones morales? ¿Dónde reside la veracidad de un discurso?

Sabemos que la ruptura de la representación en la literatura es un lento proceso que se extiende desde la observación de Luzán hasta el estallido plástico y poético que supusieron las vanguardias del siglo XX. Pensemos, por un momento, que Mímesis, la obra de Auerbach, se publica en 1946. El recorrido del libro comienza en Homero y termina en Virginia Woolf. ¿Por qué detenerse precisamente con esa escritora? Entre Virginia Woolf y 1946 hay mucha literatura. ¿Por qué la omite? Y uno advierte que si continuaba, el autor alemán iba a meterse en problemas para sostener la idea que mantiene intacta desde Homero hasta Woolf: la literatura como representación de la realidad, como un discurso que tiene estrategias para hablar de algo que está afuera, llámese la realidad física, cotidiana, sentimientos del sujeto, etc.

El libro no sólo parte de esa hipótesis sino que está sostenido por la misma. Virginia Woolf es lo último tolerable para Auerbach dentro de su estudio. Es decir, el libro hubiese entrado en crisis.

El primer gran quiebre, después de Luzán, sucede con el romanticismo que propone que el andamiaje discursivo que es la literatura, tiene que estar al servicio de la representación de aquello que no puede ser representado, es decir, lo inefable. En el romanticismo, el punto de referencia literario es un más allá que adquiere distintos matices. A veces será una conexión del sujeto con la trascendencia, el amor con tintes trascendentes, un sujeto en la medida que expresa a un pueblo… Víctor Hugo es un buen ejemplo de esto último.

Si observamos el recorrido, con las vanguardias se termina de romper el último bastión. En Luzán no había duda que la literatura representaba, debía ser verosímil, aquello que pedía Horacio: un modo deleitoso de enseñar. Por eso le molesta tanto la metáfora que adorna de Orsi. Si la literatura es enseñar deleitando, las metáforas tienen que aclarar. El romanticismo rompe la idea de verosimilitud y representación. Proceso que continúa y, en las vanguardias, se lleva al extremo de no representar nada, y proponen olvidar a la literatura como comunicación, como representación.

Para un individuo previo a las vanguardias, la materia no era algo relevante en sí mismo sino en la medida en que era un instrumento para llegar a la representación. En el caso de la plástica tenemos algo coetáneo a la literatura. El impresionismo ya empieza a hacer esto. Y no es casual que una de las grandes obras de Baudelaire sea “Las artes plásticas” de los famosos salones de París, donde nota que en la plástica está sucediendo algo que le interesa estéticamente: un arte que se está liberando de sus cadenas realistas para proponer que lo que hace a algo arte no es la materia sino la composición.

En efecto, ¿qué es lo que hace que una cosa sea artística? Heidegger señala que el arte descubre la cara oculta del ser que la técnica y el progreso encumbran. Y, para que algo sea considerado arte, debe tener tanto un elemento empírico como otro alegórico. Sin embargo, hasta el neoclasicismo era considerado artístico el grado de verosimilitud, de representatividad, la mímesis con la que se trabajaba. Es extraño, porque estaríamos diciendo que el arte se basaba en su capacidad de esconder que es arte. Que no se vea la textura. Tanto un pintor del neoclasicismo como un escritor del realismo como Racine, lo que buscan es que el espectador vaya a la obra de teatro o lea una novela y se olvide de que está viendo una obra de teatro o leyendo una novela. Se cumplía la catarsis griega. En cambio, desde Baudelaire hasta Valéry, se busca que el público sepa que está percibiendo una obra de arte. La formulación más famosa en este camino es el adagio de Brecht pidiendo un espectador que piense, no que llore. Mallarmé también propone que sea bello el poema y no de aquello que se habla. Clarín, el autor de La regenta, admirador de Galdós, nota el problema de la representación de los bajos fondos como afección sobre la belleza del texto. Y hay una incomodidad porque lógicamente no tiene cómo imposibilitarla. Empieza a aparecer la posibilidad de que el arte matice esos bajos fondos en la medida en que empieza a creer que el texto es el que porta la belleza. Y, aquí, las vanguardias dan otra vuelta de tuerca al cuestionar: ¿por qué el arte tendría que producir belleza? 

Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver es una obra que, de reojo, está pensando la literatura. O mejor dicho, la escritura misma. Y para hacerlo toca cinco puntos fundamentales que se desarrollarán a continuación: contra el realismo, la literatura como filtro o destilación, escritura como posibilidad de existencia, el problema del lenguaje, y escritura del ver hacer.

De igual forma, Mario Bellatin, al construir una perspectiva narratológica a través de la perspectiva escéptica, obliga al lector a alumbrar canales cognoscitivos inhabituales. Y, por ende, cuestionar los propios sentidos, el predominio de la razón y los parámetros morales de una sociedad fundada en el sentido de la vista.

Así que tenemos dos elementos principales en la obra para tener en cuenta. El primero que se pregunta y reflexiona sobre su propia condición literaria, y el segundo que cuestiona el modo de concebir a la realidad y pone en jaque a la percepción como uno de los fenómenos de la interpretación.

El libro sucede en la Colonia de Alienados Etchepere, una especie de comuna límite de la sociedad; se trata de la encarnación de la figura de los orilleros, los que están al borde de la locura, los olvidados por la sociedad. Este tipo de personaje le sirve a Bellatin precisamente para señalar esas fronteras en las que la cultura, sociedad, gobierno, es decir, los “sanos”, se basan para decir qué está dentro de los límites de lo permitido, lo racional, y qué está en la zona sombría de la locura. Este tipo de espacios nos recuerda al hotel de la cinta The Lobster, de Yorgos Lanthimos (2015), donde los solteros son una especie de repudiados sociales que necesitan encontrar una pareja si no desean convertirse en animales, literalmente. Asimismo, tiene eco en el famoso cuento de Kafka, “En la colonia penitenciaria”, donde un extranjero asiste a una tortura pública y él sólo se pregunta por el mecanismo de la máquina sin intervenir y dar su opinión, en una clara denuncia de la neutralidad tanto del ser humano hacia el dolor ajeno, como de ciertas naciones ante el crecimiento del fascismo en Europa. Y, por último, este tipo de personaje es el que le interesa a Kurt Vonnegut, pues la orilla es lo que le permite observar el otro lado del acantilado, es decir, ver un poco más allá de lo que se esconde por prudencia, por higiene, por salud, por cultura.

Ahora bien, es en este lugar donde Bellatin plantea una narrativa con filtros, decantaciones, contradicciones para construir una novela sobre la comunicación entre dos ciegos: Isaías —la figura del lector empírico— está leyendo, por medio de un tubo que recrea en braille lo que está escribiendo en su computadora la Hermana que tiene un aparato en la oreja que le permite escuchar (más o menos bien). Pero, a la vez, nos enteramos de lo que expresa Isaías, por medio de las respuestas de la Hermana. Si caemos en el juego kantiano que está planteando Mario Bellatin, en el sentido de que lo nouménico existe, pero siempre está filtrado por los sentidos, advertimos que hay capas y capas para que nos llegue lo que supuestamente está sucediendo. ¿Acaso no es llevar a los terrenos de la novela las teorías poéticas que planteaba Paul Valéry con la destilación de la poesía de todo sentimiento, quitarle el cascarón para que sólo quede la técnica, la escritura?

Es aquí donde la obra sienta las bases de preguntas que, al mismo tiempo que en los planos artísticos atacan al realismo, en los planos antropológicos cuestionan si los sentidos son suficientes para captar la realidad. ¿Podemos fiarnos de ellos?:

El maestro nos informa, Isaías, estar convencido de que lo que aparece en una foto debe estar más cercano al mundo propio que al real. ¿Para qué queremos la realidad tal cual? Su pregunta me sorprende, Isaías. Me llama la atención que conozca uno de nuestros secretos: que nosotros no necesariamente queremos ver y oír como el resto. Eso es cierto, Isaías, lo sabemos. Y al parecer, el maestro también. [4]

De esta manera, Bellatin, a través de la introducción de ciertas variaciones estéticas, está llevando al extremo, es decir, a la novela, lo que había molestado a Luzán advirtiendo el uso de la metáfora como algo que no aporta claridad al tema. En Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver todo es oscuridad. No se pretende que algo aclare realmente lo que está sucediendo sino que se caiga en la contradicción, la imaginería, los deseos reprimidos y no reprimidos, todo es una especie de monólogo interior, mudo, ciego, que va de los dedos de la Hermana a los dedos de Isaías, una especie de uróboro literario o metaliterario, donde el lector siente la desesperación de estar atrapado dentro de un universo asfixiante, lleno de silenciosas letras.

Alguien podría reclamar que, a final de cuentas, la Hermana está intentando referir a un mundo exterior, dar cuenta de un mundo exterior. Desde luego, pero es el juego que utiliza Bellatin para problematizar las cuestiones literarias y epistemológicas que le interesan. En este sentido, podemos pensar en el famoso verso de Machado de Proverbios y Cantares: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”. Es decir, ¿existe el mundo porque existo yo? o ¿existo yo porque existe el mundo?:

Ignoro lo que hagan los demás, Isaías, pero yo utilizo el aparato que llevo colgado únicamente para escribirte a ti. ¿Te has puesto a pensar, Isaías, que si yo no me dedicara de tiempo completo a tu persona, quedarías sumido en las tinieblas y el desconcierto más absolutos? (49)

 

Lo importante entre nosotros, debes entenderlo ya, son otras cosas. Por ejemplo, que escriba sin parar con el fin de que no te sientas abandonado en medio de la nada. (56)

 

¿Estás en realidad presente a mi lado todo el tiempo? ¿Eres alguien a quien le puedo contar la forma en que el profeta Mohammed les contestó a los fedayines que llegaron a buscarlo? (23)

 

Esta postura de considerar la escritura como posibilidad de existencia literalmente entre la Hermana e Isaías, plantea una burla a esos talleres literarios donde te dicen “lo urgente es narrarse” y uno tiene la seguridad de que no pasará nada tan grave si no se escribe por unos días. En este caso, llevados los personajes al extremo sí. La escritura es su posibilidad de existencia mutua. Lo que me permite enlazar esta crítica con el siguiente punto que Bellatin parece tener en mente para problematizar la escritura como fiel recogedor de la realidad. Se trata de una cita de “El Aleph” de Borges[5]: “lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré”. En un momento determinado, la Hermana, que cumple el papel de la narradora, del primer filtro que tenemos para enterarnos de lo que está sucediendo, confiesa los problemas que tiene para captar y transmitir esa realidad:

Ya te dije que no puedo cumplir con tantos asuntos al mismo tiempo. Tratar de oír, pensar y escribir en simultáneo. Oprimir sin descanso las teclas de la computadora que llevo cargada del cuello… Te pido disculpas, Isaías, tú sabes que no cometo ninguno de mis errores de manera intencional. Y no es sólo por obedecer el mandato de nuestra madre que intento transmitirte la información de la manera más fidedigna posible. (40)

 

Es por eso que la obra está escrita en un presente, un tanto dislocado, y en espacios que se confunden. El lector se entera de lo sucedido por medio de las respuestas y reacciones de la Hermana de acciones que sólo nos son referidas a través de sus palabras o ruegos:

No, Isaías, Aníbal no se trata de un hombre: es una mujer, ciega como nosotros. Aunque a diferencia nuestra, sí puede escuchar sin necesidad de aparato alguno. Es invidente pero oye. (12)

 

No, Isaías. Espera… No lo hagas, por favor. Te lo pido: no apagues el tubo y me dejes escribiéndole a la nada. Te prometo que si no lo haces, tocaré lo menos posible el tema de nuestra madre. No sabes lo horrible que puede llegar a ser la conciencia de encontrarme tecleando, con toda la rapidez de la que soy capaz, sabiendo que mis palabras no son recibidas por nadie. ¿Podrás quedarte solo mientras me ausento? Gracias. Isaías, Isaías, ya estoy de vuelta. Me acaban de informar… (14)

 

Esta es una de las últimas variaciones que adopta Bellatin y que encontramos postulada a finales del siglo XIX por Macedonio Fernández: “Al lector: lectura de ver hacer; sentirás lo difícilmente que la voy teniendo ante ti. Trabajo de formularla; lectura de trabajo: leerás más como un lento venir viniendo que como una llegada”.[6]

En efecto, la literatura postmoderna ya no presupone una ruptura como lo fue en la modernidad, sino que se trata de una especie de tradición, un llevar a cabo el sueño de Walter Benjamin, con sus matices, claro está, de un sistema o collage de “citas sobre citas”, una literatura colectiva que se cifra y surge en la individualidad del lector.

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

Auerbach, Erich. Mímesis. Madrid: Fondo de Cultura Económica de España, 2017.

Bellatin, Mario. Carta sobre los ciegos para uso de los que ven. Madrid: Alfaguara, 2017.

Borges, Jorge Luis. “El Aleph”. El Aleph. Madrid: Alianza, 1976.

Fernández, Macedonio. Poesías completas. Madrid: Colección Visor de Poesía, 2008.

Luzán, Ignacio de. La poética. Madrid: Cátedra, 2008.

Paz, Octavio. Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral, 1972.

 

 

[1] Octavio Paz. Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral, 1972. Pág.12.

[2] Octavio Paz. Los hijos del limo, op. cit., p. 9.

[3] Ignacio de Luzán. La poética. Madrid: Cátedra, 2008. Pág. 2015.

[4] Mario Bellatin. Carta sobre los ciegos para uso de los que ven. Madrid: Alfaguara, 2017. Pág. 15. En adelante se menciona la paginación en el cuerpo de la cita.

 

[5] Jorge Luis Borges. “El Aleph”. El Aleph. Madrid: Alianza, 1976. Pág. 52.

 

[6] Macedonio Fernández. “Poema de trabajos de estudios de las estéticas de la siesta”: Poesías completas. Madrid: Colección Visor de Poesía, 2008. Pág. 68.