Traducir: una conversación inagotable

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Traducir es una manera de leer, una manera lenta, seguramente la más lenta posible, de leer lo que traducimos con mirada crítica, de profundizar en la lectura del original y leer y releer la versión que hacemos para dar con el ritmo perfecto y encontrar los significados ocultos. Que traducir es escribir una obra de nuevo es una obviedad que no hace falta repetir. Tal vez no sea tan obvio que, una vez escrita en la nueva lengua, el traductor la revise una y otra vez, y lo haga con tanto o más empeño que el autor para lograr en la traducción el mismo efecto del original, para afinar los matices y la voz de la obra y llegar a hacerla suya. Revisar quiere decir escuchar el texto potencial, reformular cada frase para encontrar el mejor ritmo: con cada borrador sucesivo, el texto se acerca a la forma ideal que habitará cuando la transformación sea completa. Cuanto más difícil sea un texto, cuantos más significados encierre su versión original, más a fondo tendrá que bucear el traductor para que las posibilidades del texto afloren y le dicten la palabra y el ritmo adecuados. Hay frases que parecen sencillas pero que obligan a oír todas sus posibilidades antes de darlas por buenas. Hay muchas frases que piden reformulaciones hasta encontrar su adecuación: pienso en Alice Munro, una autora (de quien he traducido varios libros) cuyos cuentos se leen con facilidad, que parece que escriba a bote pronto, pero que sin duda revisa sus textos concienzudamente. Una frase tan sencilla, o al menos tan corta, como “Someone knelt, and the blood came leaping out like banners”, me obligó a escribirla cinco veces cambiando el orden de las palabras, sospesando el significado de cada una en el contexto para llegar a una solución final que parece evidente: “Algú s’agenollava i la sang li brollava de la boca com serpentines” (Alguien se arrodillaba y la sangre le brotaba de la boca como serpentinas). O pienso también en una frase aún más corta, I had the company, la última frase a modo de epitafio de la autobiografía del poeta Robert Creeley, cuyo sentido está claro pero que me llevó a escribir 23 posibilidades (no exagero, eran variaciones de este tipo: “Sempre he tingut companyia”, “La meva vida ha estat acompanyada”, “Hi havia la companyia”. “Tenia companyia” “He viscut en companyia” “He tingut companyia”…) hasta decidirme por “No m’ha faltat companyia”(No me faltó compañía).

 

Es esta profundización en el texto traducido, esta sensación de dar nueva vida a un texto para integrarlo en su nuevo sistema literario lo que alimenta la pasión del traductor. Enfrentarse a la traducción impresa después de dos, tres o cuatro revisiones del texto, me parece que es el momento sublime en que el oficio puede convertirse en arte. La traducción no es nunca un simple acto de copia fiel de lo dicho por el autor sino más bien una conversación con él o ella para hallar la manera de transmitir el libro al nuevo lector. Hay que entender e interpretar lo que dice para comunicar con éxito al lector el arte del autor. Siempre me ha fascinado el misterio de la traducción. Si la literatura es principalmente y por encima de todo lengua, ¿cómo puede ser que al traducir un libro la lengua desaparezca en la nada antes de volver a tomar forma en el nuevo idioma? Es una pregunta que no he dejado de hacerme desde que hace más de tres décadas empecé a dedicarme profesionalmente a la traducción, aunque la verdad es que no me molesta no hallar respuesta. Me gusta que el misterio se reproduzca en una novela tras otra, en un poema tras otro, sin hacerme perder ni un ápice del entusiasmo que sentía cuando empecé a traducir.

Hay libros que me emocionan como lectora y otros que me desafían como traductora, pero, cuando dedico el tiempo necesario a traducir y revisar un libro, siempre hay algo que me interpela y me hace sentir la satisfacción de dar nueva vida a un texto, de proporcionarle una nueva lengua y una nueva tradición donde habitar. La traducción, al intentar minimizar las fronteras entre culturas, cambia la manera en que nos identificamos nosotros mismos y en que describimos nuestras relaciones con los demás. De cada uno de los libros que he traducido he sacado lecciones de vida y de traducción, en algunos casos sintiendo mucha afinidad con el autor y alargando al máximo la conversación con él (o ella) para empaparme de sus ideas, en otros con cierta distancia, pero siempre intentado corresponder a lo que dice con la máxima claridad en mi idioma.

Son muchos los autores que me han acompañado desde que empecé a traducir y algunos de ellos me han marcado profundamente. Si la lectura ha contribuido de manera definitiva a mi formación como persona, cuando he tenido que reescribir con mis propias palabras, repensar y descubrir lo que transmitía un autor en su idioma para expresarlo yo en el mío, he ido hallando en la voz que les prestaba una voz propia, una manera de ver el mundo. He traducido siempre del inglés, hasta que hace poco más de un año encontré fortuitamente un libro en francés que me subyugó de tal modo que quise compartirlo traduciéndolo. Se trata de Traduire com transhumer (que creo que antes de final de año se publicará en castellano, en traducción de Ariel Dilon), una reflexión sobre la vida de la autora, Mireille Gansel, a través de las traducciones que ha hecho a lo largo del tiempo, sobre todo del alemán, pero también del vietnamita. En sus traducciones, intenta transmitir la riqueza de los matices culturales y lingüísticos que contiene cada lengua y, obviamente, eso es lo que tenía que recuperar yo al traducir de su francés los poemas vietnamitas y la poesía de Nelly Sachs, en un alemán —dice ella— teñido de hebreo. Aparte de interesantísimas reflexiones sobre la traducción que sirven de corolario a cada uno de los capítulos —como por ejemplo “Ser fiel significa intentar recrear primero la humanidad, la universalidad de una obra”; “nada de lo que es humano es intraducible”; “las palabras, como los árboles, tienen raíces”; “no hay que apropiarse del texto sino darlo a entender”; “el extranjero no es el otro sino yo, yo que tengo que aprenderlo todo de él”—, traducir este libro me hizo pensar mucho en la importancia de reflexionar en el idioma (el original y el de traducción) y formularme muchas preguntas sobre la vida y sobre el oficio de traductor. Traduire com transhumer está escrito en un francés poco convencional, se palpa en el francés de la autora la influencia de las lenguas de Europa central que impregnaban su vida familiar, como el yídis y el húngaro, y el tono humanista del libro me remitió a la literatura de Aharon Applefeld, Elias Canetti o Imre Kertész, autores también centroeuropeos que reflejan un humanismo propio del mundo judío (del siglo XX) que comparten todos ellos. Se me antoja que este humanismo tal vez sea producto de la mezcla de lenguas en que vivían todos ellos en la infancia, de la diferente visión del mundo que cada lengua familiar les procuraba y que a la hora de escribir los hacía conscientes de la vulnerabilidad y la riqueza de su propia lengua. Como traductora al catalán, como practicante de una lengua minoritaria y vulnerable, siento mucha afinidad con esta manera de trabajar la lengua.

Hablando de lengua, hago un pequeño inciso para dar una rápida idea de la situación de la lengua catalana, sobre todo en relación con la traducción. No sé si ustedes habrán tenido algún contacto con la lengua catalana, una lengua hablada por unos 10 millones de personas en Cataluña, Baleares y País Valenciano, además de un pequeño reducto en la isla de Cerdeña. Una lengua siempre amenazada por la potencia del idioma con que convive, el castellano, que fácilmente va ganando terreno en Cataluña por formar parte de España, donde se respeta poco la diversidad y las distintas identidades que conforman el país. Precisamente por ser una lengua minoritaria, siempre ha procurado acoger en su literatura las obras escritas en otras lenguas, y ya desde principios del siglo XX se puso mucho empeño en traducir (entonces, principalmente, los clásicos griegos y latinos y autores contemporáneos del francés y el inglés) para enriquecer la cultura propia. Después del trágico intervalo de cuarenta años a causa de la guerra civil y el franquismo (de 1939 a 1975), con la represión y la prohibición del uso público del catalán, volvió a fomentarse la práctica de la traducción y cada vez son más las lenguas que nos permiten escuchar voces lejanas y que queremos leer en catalán para integrarlas en nuestra tradición y hacerla universal.

En este camino de conocimiento y de revelación que viene siendo mi vida de traductora, uno de los libros que más me ha hecho reflexionar y entender qué es lo que hay que transmitir para que la experiencia del lector de la obra traducida sea lo más parecida posible a la del lector del original, es Mrs Dalloway de Virginia Woolf. Se trata de comunicar el ritmo, la fuerza, el espíritu y la genialidad de la lengua de la autora, la precisión de las palabras y su capacidad de iluminar lo que cuenta. Traducir es tomar riesgos, obviamente, y quizás en este libro es cuando me he sentido más a menudo al borde del abismo. Casi diez años después de haberla traducido, sigo dando vueltas de vez en cuando a alguna decisión tomada. La necesidad de recorrer el camino que emprende cada mente a la hora de explicarse —y más en el caso de alguien tan inteligente como Virginia Woolf— es de las cosas más emocionantes de esta profesión.

Ante muchas páginas de Mrs Dalloway, el lector (y el traductor, claro) tiene la misma sensación que ante un poema: conoce todas las palabras, puede entrever el sentido y, a pesar de todo, le parece imposible encontrar palabras para traducirlo. Como dice ella misma en uno de sus deslumbrantes ensayos: “Las palabras no viven en los diccionarios, sino en el espíritu”. A lo máximo que puede aspirar una es a decir «casi lo mismo», y que este casi llegue a ser tan reducido como sea posible. Un ejemplo de esta dificultad (y de la importancia de acertar), es una de las expresiones que más me costó decidir cuando traducía Mrs Dalloway. Aparte de la primera frase, de una claridad diáfana que pocas veces vuelve a encontrarse a lo largo del libro (“Mrs Dalloway said she would buy the flowers herself”) y donde prácticamente no hay diferencias entre las versiones a los distintos idiomas, nos encontramos casi inmediatamente con las expresiones: «What a lark! What a plunge!» Se han escrito páginas y páginas acerca de estas dos exclamaciones, sobre todo de la segunda, que muchos estudiosos interpretan como un paralelismo con el «plunge» de Septimus Warren Smith, el personaje que viene a ser el revés de Clarissa Dalloway y que se suicida tirándose por la ventana. Es increíble la diversidad de traducciones de estas dos frases. En italiano, lo he visto traducido como «Che emozione! Che tuffo al cuore!», «Que gioia! Che terrore!», «Che alegria! Che tuffo!»; en francés, «Que de rires! Et de plongeons!», «La bouffée de plaisir! Le plongeon!»; en castellano «¡Qué emoción! ¡Qué zambullida!», «¡Qué deleite! ¡Qué zambullida!» o «¡Qué fiesta!, ¡Qué aventura!». Mi primera traducción fue «Quin deliri! Quina capbussada!» (Qué delirio, qué zambullida), pero me costaba mucho imaginar a Clarissa Dalloway abriendo la ventana un día especialmente luminoso y diciendo esto de «quina capbussada» (qué zambullida). Finalmente, después de mucho comentarlo y pensarlo, encontré una opción que me pareció buena: «Quin esclat de vida! Quina plenitud!» (Qué explosión de vida, qué plenitud). Sin duda perdía el sentido de «lanzarse» que implica el plunge, sobre todo teniendo en cuenta que pocas frases más abajo sale el verbo «plunge» y era preceptivo traducirlo de la misma manera. Lo resolví traduciendo este segundo verbo como «es capbussava de ple» (no encuentro el equivalente en castellano…).

Uno de los principales problemas en esta traducción es que las incoherencias, el hermetismo, las imágenes borrosas y la falta de definición en Woolf tienen un propósito coherente y definido, forman parte de una estrategia, y es precisamente cuando el lenguaje es más vital y poético. En las reflexiones de los diversos personajes hay aparentes faltas de coherencia que no lo son para el personaje pero que quedan abiertas a distintas interpretaciones del lector. Como para traducir tenía que entenderlo todo, en una de las fases de la traducción —digamos el tercer o cuarto borrador— tendía a explicitarlo todo más, como mínimo para entenderlo yo. En un momento dado vi que si lo que pretendía era hacerlo comprensible, perdía sin remedio la fuerza literaria del texto. Y, por tanto, en una de las últimas revisiones (octava o novena) me dediqué específicamente a eliminar todo lo que había añadido para que se entendiese. La fidelidad al texto original exigía este despojamiento de sentido.

Uno de los últimos libros que he traducido es el Diario de una escritora, una selección de los diarios de Virginia Woolf (hecha por su marido Leonard Woolf en los años 60 del siglo pasado) que permite seguir la evolución de su dedicación a la escritura, la génesis de cada una de sus novelas, y sentir con ella el entusiasmo y la desesperación que se deriva de su consagración absoluta a la literatura. Son páginas llenas de vida, de pasión incontenible, de ansia de saber, de necesidad de apurar la vida hasta la última gota escribiéndola en cartas, reseñas, ensayos, novelas y en los apuntes que escribía cotidianamente. Como en cualquiera de sus textos, el alcance de sus ideas y pensamientos es muy amplio y, aunque en el diario no intenta hacer literatura sino simplemente plasmar las reflexiones del momento, a la hora de traducir hay que aguzar los sentidos para seguirle el hilo a una autora tan genial e interpretar con acierto, por ejemplo, la profusión de puntos y coma, para decidir si lo que va detrás del punto y coma pretende ser una explicación de la frase anterior o una nueva reflexión. Cuando se traduce a Virginia Woolf, aparte de la combinación de respeto, confianza en una misma y libertad que exige la traducción de un clásico, es difícil olvidar la opinión tan poco halagüeña que tenía ella de la traducción en general. Dice: “Cuando cambias todas las palabras de una frase y, por tanto, has alterado un poco el sentido, y completamente el sonido, el peso y el acento de las palabras en la relación de unas con otras, no queda nada más que una versión ordinaria y vulgar del significado”. Para seguir disfrutando traduciéndola, quiero pensar que también ella, con toda su genialidad, en ocasiones exageraba…

Una autora que si bien no es comparable pero que creo que debe mucho de su estilo a Virginia Woolf es Ali Smith, una escritora escocesa que escribe una literatura experimental en la que mezcla arte, literatura y política con una desenvoltura fascinante. De Ali Smith he traducido siete libros, el primero de ellos, una novela titulada en inglés How to be both, que consistía en dos partes, una contemporánea y la otra de un pintor del Renacimiento del siglo XV que se aparece en la Italia del XX, en el que hacía gala de una energía creativa y una joie de vivre impresionantes. La sensación que produce la lectura de este libro es la de no haber leído nunca nada igual. Además de la complicación derivada de su manera de plantear el tema, Ali Smith tiene sus propias reglas gramaticales, no pone nunca comillas, no marca los diálogos de sus personajes, hace caso omiso de los signos de interrogación, interrumpe los párrafos donde le parece… Seguramente habrán oído hablar de sus últimas obras (publicados por Rayo Verde en mi traducción catalana y por Nórdica en castellano, en traducción de Magdalena Palmer), cuatro libros que forman el cuarteto estacional que ha escrito en cinco años (de 2016 a 2020) en los que con una escritura aparentemente ligera y juguetona, engañosamente sencilla, donde se juntan la historia y lo contemporáneo, la política y el arte, la literatura y la sociedad, Smith hace una disección de los momentos y temas principales de nuestra época. El tiempo de la acción es el mismo que el de la escritura de la obra y los temas que plantea son importantes y complejos, no solo comprometidos con la política sino convirtiéndola en uno de los ejes centrales de sus novelas: cambios políticos que tienen lugar en el tiempo en que escribe los cuatros libros y que no son ajenos a las tramas; las tendencias recientes hacia la derecha en Europa, la emergencia de líderes poderosos egoístas, la supresión de las voces que protestan, el refuerzo de las fronteras, la demonización de minorías y emigrantes, la decadencia de la naturaleza, las fake news, etcétera. En esas cuatro novelas que van del Brexit a la Covid, se trataba, dice Ali Smith, “de observar cómo llegan a nosotros, en qué forma, en qué tipo de lenguaje y con qué propósito, los relatos que se presentan como noticias mediante las cuales entendemos y tratamos de asimilar lo que afecta a nuestras vidas en el mundo”.

Aquí, como en todos sus libros, Ali Smith experimenta: no le interesa la estructura obvia de presentación, nudo y desenlace y, aunque no nos niega las historias y las explica vívidamente, no llega nunca a completarlas del todo. No cuenta la historia desde su perspectiva, sino a partir de los distintos personajes que la pueblan, y el lector no tiene en ningún momento la sensación de saber hacia dónde va la autora. En el mundo literario de Ali Smith tiene un papel importante lo que se ha escrito antes, el arte de tiempos pasados, la lucha social de los años 60 y 70 del siglo XX, los acontecimientos históricos que han marcado época.

Traducir tanta energía creativa no es tarea fácil, aunque también es verdad que Ali Smith deja mucho margen al traductor para que pueda disfrutar reimaginando y reescribiendo su obra. Una de las particularidades de Ali Smith es el uso de juegos de palabras, para ella una manera de generar pensamiento, que es en realidad lo que proyecta su imaginación hacia nuevas ideas y situaciones. Es como si pensase a través de ellos y de ellos surgiesen nuevos significados o nuevas maneras de ver los significados antiguos. Claro, ella encuentra los juegos de palabras casi fortuitamente mientras va escribiendo; para quien los traduce no son fortuitos en absoluto, tiene que adaptarlos y andar con pies de plomo porque un juego en una página puede repercutir en la acción de unas páginas más allá. Tiene una capacidad asombrosa de hacer de la lengua una herramienta, que, aunque no sabes dónde te lleva, te acompaña por un camino prodigioso. A pesar de la oscuridad del mundo en el que vivimos y que refleja en sus novelas, sabe encontrar una grieta de luz para transmitirnos esperanza.

En mayo de este año tuve la oportunidad de conocer a Ali Smith en una visita que hizo a Barcelona (https://www.cccb.org/es/multimedia/videos/ali-smith/239398) con motivo de la celebración de un homenaje a George Orwell, uno de sus autores de referencia. Además de continuar el fructífero diálogo, esta vez en persona, que me parece tener con ella cada vez que abordo la traducción de uno de sus libros, terminó su intervención diciendo que un libro no está completo hasta que se traduce a otras lenguas y pasa a integrar la literatura universal como una forma compartida entre lenguas. Cuando termino cada traducción de un libro de Ali Smith, con la esperanza de que mi trabajo consista en “una lectura enriquecida por el proceso de emularla”, en palabras de William Gass, tengo la sensación de terminar una fructífera conversación con ella.

 

Charla pronunciada el 22 de agosto de 2022 en el Seminario de Traducción Literaria que imparte Iván García en el Departamento de Letras Portuguesas (UNAM).