Traducción de Ariel Dilon
PREFACIO
«La guerra ha comenzado. Nadie sabe
dónde ni cómo, pero es así.
Está detrás de la cabeza, hoy. Ha abierto
la boca detrás de la cabeza, y sopla.
[…] La Guerra está en marcha para durar
diez mil años, para durar más largo tiempo
que la historia de los hombres.
No hay huida posible, no hay paso atrás.»
J. M. G. Le Clézio, La guerra
Un célebre escritor francés nacido al comienzo de la segunda Guerra Mundial advertía, un cuarto de siglo después de la rendición alemana –su novela La guerra se publicó en 1970–, que la conflagración era un hecho continuo, que proseguía por otros medios en cada esquina y cada gesto, bajo la apariencia pacífica, inocua, de la sociedad de consumo con sus ejércitos de sonámbulos y sus jerarquías encubiertas, sus aceros al acecho bajo camuflajes de neón, sus emboscadas vitalicias y el fuego a discreción de sus pantallas. Otro escritor francés, mucho más secreto pero no menos admirable, Maurice Pons (1927-2016), que había atravesado la gran carnicería junto con su propia adolescencia, supo tomar, ya en 1960, posición frente a otra guerra «invisible» pero nada metafórica que se libraba entonces en dos frentes, el uno confortablemente remoto para la mayoría de sus conciudadanos, el otro velado y subterráneo: el frente de ultramar, donde Francia seguía aplastando, con las armas del aparato bélico y la tortura, a su colonia levantada contra una larga opresión; y el frente doméstico, domesticado de la metrópolis, donde, bajo unos aires de moderna suficiencia y el confort vacío y adocenado que tan bien retratan las películas de Jacques Tati (y las de Jean-Luc Godard), se lavaban masivamente los cerebros a fuerza de propaganda, mientras se reprimía a aquellos que insinuaran que Argelia tenía derecho a ser dejada en paz.
Treinta años después de la aparición de El pasajero de la noche, en ocasión de una de sus reediciones, Pons recordaba: “Entonces éramos pocos –¡apenas más de 121!– los que osábamos defender, en territorio francés, al Frente de Liberación Nacional de Argelia. En aquella época, nuestro general-presidente y sus ministros todavía se desgañitaban gritando: «¡Argelia francesa! ¡Argelia francesa!», mientras los matones de la OAS, en pleno París, dejaban lisiado a nuestro querido Vladimir Pozner, y ciega a la pequeña Delphine Renard. Los pocos pero valientes panfletos que aparecieron entonces […] eran sistemáticamente ignorados o decomisados, sus autores llevados a prisión, si es que no se hallaban prófugos, como Noël Favralière, condenado a muerte por contumacia». El número no es caprichoso: clara alusión al Manifeste des 121, una «Declaración sobre el derecho a la insumisión en la guerra de Argelia» elaborada y redactada por Maurice Blanchot y Dyonis Mascolo, y firmada, además de Pons, por intelectuales y artistas como Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Marguerite Duras y François Truffaut… A los ciento veintiún signatarios iniciales se sumaron más tarde otros ciento veinticinco.
El tema del contrapunto entre el militante argelino y el parisino «normal» –con sus marcas de individualismo y materialismo hedonista–, que sin embargo ha aceptado, a regañadientes, embarcar a ese pasajero clandestino del que no sabe nada y al que, en el recorrido de una larga noche entre París y la frontera con el Jura suizo, servirá de conductor y confidente involuntario, brinda a Pons la oportunidad de construir un pequeño laboratorio de caracteres sobre ruedas, un huis-clos ambulante (la cabina del rugiente auto deportivo manejado por Georges). Pero El pasajero de la noche –que prefigura las grandes obras maestras (Las estaciones, 1965; Rosa, 1968; Mademoiselle B., 1973; Délicieuses frayeurs, 2006) que han hecho de Pons un escritor de culto tanto en Francia como entre una cofradía internacional y silenciosa de «iniciados», enamorados de los extraños países del autor, de su prosa refinada, de su implacable penetración psicológica, de su tiernísima ironía y de su humor a menudo negro, muy negro– es todo menos «literatura comprometida» en el sentido panfletario y coyuntural del término.
«¿Qué es lo que constituye la materia sensible de un texto? –se asombraba la escritora Valérie Zenatti en el prólogo a una reedición más reciente–. ¿Qué es lo que lo hace entrar en nosotros, anidar en un lugar que manifiestamente le estaba reservado pero que hasta ese momento ignorábamos? […] [U]n libro en el que descubrí que un auto podía ser un personaje de novela, poseer “un instinto mecánico”, “una nada de esnobismo” y deslizarse con “la ligereza de un halcón”. Y ese personaje sostenía un diálogo sorprendente con la ruta y los raros vehículos que se entretenía en sobrepasar. El narrador tenía una escritura flexible, “escribe como conduce”, me dije: de manera tierna, elegante y burlona.»
El compromiso del escritor, absoluto y radical, es con la literatura misma, con lo real como morada de insondable misterio, con la fuerza iluminadora del lenguaje y sus intersticios de sombra. Jugada maestra, la sutileza de su adhesión a la «causa justa» –la sabia tangencialidad de su «intervención», en sentido político– hizo que el libro pasara inadvertido bajo las narices mismas de la censura. Prosigue Zenatti: «Los combates que hacen estragos al otro lado del Mediterráneo dejan lugar a la justa entre dos hombres: el argelino misterioso, orgulloso y vulnerable, y su chofer curioso, torpe y audaz, espontáneamente audaz cuando el pasajero se pone pálido ante los gendarmes, porque esa audacia es otra prueba de su elegancia discreta, la misma que le hace evocar a Françoise en unos apartados bellos y conmovedores, una Françoise de la que no sabremos casi nada y que nunca aparecerá en carne y hueso […]. Y uno cierra el libro, una vez terminada la travesía (si es de un tirón, mejor aún), diciéndose que Maurice Pons tiene su propia manera de desbaratar los clichés».
De escritura perfecta, El pasajero de la noche se abstiene de grandes declaraciones: sólo confía en su propia trayectoria (la ruta que la lengua se abre en el relieve del mundo), en su poder descriptivo, en la intuición de sus silencios. Temprana excepción temática en el seno de una obra de atrevida imaginación, de pluma inimitable y de cruel lucidez, esta novela –cuya apuesta puede recordar, y no solamente por el motivo «argelino», la austeridad estilística de El extranjero de Camus; y con la que El pasajero de Antonioni guarda un cierto aire de familia– lleva en sí el ADN de la prosa incomparable de su autor. Ojalá que sus deleites despierten la curiosidad y la avidez lectora que toda la obra de Maurice Pons merece.
Ariel Dilon
El pasajero de la noche
Habíamos retomado nuestros lugares y el motor recuperaba su ritmo poderoso. En mi puesto de pilotaje, volante en mano, un ojo riguroso en los cuadrantes del tablero, otra vez me sentía lleno de seguridad. El humo de mi pipa llenaba el auto de un espeso olor a miel. Estábamos casi solos sobre la ruta lisa que atravesaba la noche.
Nuestra conversación amigable durante la cena había roto el hielo entre nosotros y, mientras corríamos a buena velocidad rumbo a Dijon, me creí autorizado a hablar más libremente.
–¿Ha oído las noticias? –le pregunté sin ambages–. ¿Quién es ese senador, ese Si Chelouf… Cherouf?
–¿Si Charouf? –dijo rápidamente–. Es una marioneta de su gobierno. Un traidor condenado a muerte desde hace mucho tiempo.
El tono de aquel elogio fúnebre no admitía réplica y no quise arriesgarme a defender a un personaje del que no sabía nada. Pero estaban las víctimas imprevistas del tiroteo. Le pregunté si había oído las reflexiones hechas en el salón del restaurant casi en voz alta.
–¡Claro que sí! –me dijo gravemente–. ¿Quién puede distinguir, en una trifulca, los golpes inútiles de los golpes necesarios?
Nos quedamos un momento en silencio, meditando, cada uno por su lado, sobre este gran tema. Luego retomó, por sí mismo, sonriendo:
–Me llamaron Ben Bella. Es halagador. ¡Usted que me tomaba por Luis XVI!
Había percibido perfectamente la hostilidad que nos fue manifestada al entrar en la cantina, y sobre todo después del comunicado en la radio. Pero aquella era, hacia él, una actitud tan corriente en los cafés, en las tiendas, en los trenes y los metros, que se esforzaba por no prestarle más atención.
–Sabe usted, para la gente –me explicó sin la menor pasión, pero con una suerte de cansancio en la voz– somos todos más o menos asesinos. “Matadores”, como dice la radio de ustedes. Sin ir más lejos, hace un rato, usted, ¿qué no temía del chico de la estación de servicio?
Se tomó un momento… tal vez para dejar que me disculpara: yo sólo había expresado miedo hacia aquel muchacho para llevar a mi pasajero a hablarme más de sí mismo. Pero no respondí nada, quería empujarlo a las confidencias. Yo tenía los ojos fijos en la ruta recta, que los faros barrían, y eso me hacía el silencio más fácil.
–Usted mismo –siguió, al cabo de un momento–, ¿acaso no desconfía un poco de mí?
Su pregunta era un desafío. Lo acepté con un arrebato de ira:
–No más de lo que usted desconfía de mí –dije–. ¿Tal vez se imagina que me voy a poner a hurgar dentro de su bolso?
Tuvo el buen gusto de tomar aquello a la ligera, y me respondió riendo:
–¡Ah, ya veo que lo inquieta este bolso! Pero quédese tranquilo: ¡no llevo ninguna bomba!
Se burlaba de mí. Yo estaba furioso, tanto más porque había dado en el clavo. Me habría dado vergüenza confesarlo, pero la idea de que él pudiera trasportar una bomba se me había cruzado, efectivamente, por la cabeza. Tan cierto es que somos presa fácil de más fáciles imágenes. Si algo me había impedido creerlo del todo, era la manera ligera en que sostenía su equipaje con la punta de los dedos. ¿Tal vez no llevaba al fin y al cabo más que camisas y zapatos?
Como me suele pasar cuando siento que me equivoco y que ya no sé qué más decir, había adoptado la mirada terca que mis amigos me reprochan: “Ahí está Georges, otra vez esa cara que pone”, dicen. Sí, “ponía mi cara” y me internaba en la noche.
La nacional trepaba recatadamente un vallecito. Muchos postes indicadores señalaban el camino de Alésia. Pero yo no tenía ganas de pensar en Vercingétorix. Mi espíritu divagó rumbo a otra Alésia, a Saint-Pierre-de-Montrouge y el mercadito de la avenida de Orléans. Se enterneció ante el recuerdo del manojo de rábanos que aquel domingo de mañana habíamos comprado con Françoise. Sosteníamos cada uno por un asa un gran canasto de mimbre. Hacía buen tiempo. Caminábamos sobre el asfalto en alpargatas, tan ligeros como uno puede estarlo en Saint-Tropez…
Pasamos Posanges, luego Vitteaux. Yo seguía pensando en Françoise. ¿Por qué la había dejado? Ella ahora estaría aquí, a mi lado en el auto. Me hablaría de Nueva York, donde había vivido, o de Cendrars a quien conoció bien, o de su tío Frédéric que sabía coser a máquina. Qué alegre sería. Pero en su lugar yo estaba condenado a no transportar sino a desconocidos, agresivos y taciturnos…
Rodábamos lentamente y en silencio. La ruta bordeó un amplio lago artificial, rodeado de bosques y de landas. Un viento ligero arrugaba la superficie negra de las aguas. El paisaje se había vuelto severo pero imponente. Continuábamos ascendiendo ese estrecho valle del Brenne, que se desliza entre la meseta de Langres y los últimos contrafuertes del Morvan. Había un no sé qué en el follaje de los árboles, en la claridad del cielo, en la calidad de la combustión, que me hacía perceptible el aumento de altitud. Es cierto que nada me apasiona tanto, al viajar, como esos cambios progresivos de altitud. Desde hace mucho tiempo, desde mis primeros grandes trayectos a través de Francia, tenía ganas de hacer instalar un altímetro en mi auto: “¡Y qué!, acaso no los instalan en los aviones, seguro que se consigue”. Algún día, desafiando todo sentido del ridículo, tendré que pedirle a Agostini que me procure uno.
De repente llegó el descenso, y lamenté sinceramente no saber qué punto culminante habíamos alcanzado. Lo lamentaba tanto más cuanto sabía, desde quinto grado, la importancia geográfica del pequeño collado que acabábamos de franquear: en el mapa verde y amarillo de los ríos de Francia, marca la línea de la divisoria de aguas entre la Mancha y el Mediterráneo; acabábamos de escapar de la zona de atracción del Sena para entrar en la del Ródano. Había que festejarlo.
–Ya lo verá –le dije a mi pasajero–, vamos a volar en planeador.
Se me había terminado el mal humor. Pasé a punto muerto y corté el contacto. El motor dejó de girar. La noche se volvió extraordinariamente silenciosa. Ya no se oía nada más que el viento silbando alrededor de la capota y la clara música de los neumáticos. El auto, como si de pronto lo hubiesen liberado de cien toneladas de lastre, tomó velocidad y se deslizó por la bajada con la ligereza de un halcón. Sin preocuparme mucho por los pocos automovilistas que cruzábamos, campesinos que volvían de pasar la velada en Dijon, yo lo llevaba con hábiles golpes de volante, de la izquierda a la derecha de la calzada, aprovechando los mejores ángulos de pendiente, y tomaba las curvas bien cerradas. La noche era tan clara que habría podido apagar también los faros. Bajábamos como linternas por entre los grandes árboles, sin que nada pareciera unirnos a la tierra. Era delicioso. Yo soñaba con poder descender, con los ríos y los arroyos, hasta el Mediterráneo.
–¡Y hop! ¡alzamos vuelo! –grité alegremente, jugando con el volante, y mi viajero parecía estar perplejo ante mi puerilidad.
El descenso fue magnífico, casi demasiado rápido para mi gusto. Fue a regañadientes que al llegar al repecho del valle de Ouche tuve que encender de vuelta el motor. También estaba decepcionado de volver a encontrarme con el canal, que había pasado dios sabe por dónde.
–¿Qué edad tiene? –me preguntó de pronto.
–Veintinueve años.
–¿Servicio militar?
–Sí.
–¿Argelia?
–No.
Eso fue todo… pero el repentino interrogatorio me había sorprendido. ¿Qué le daba vueltas por la cabeza, mientras mis pensamientos divagaban en el corazón de la noche? ¿Qué graves problemas lo reclamaban en los valles de Côte-d’Or? Que nos consideraba a todos, colectivamente, como a enemigos, yo ya lo sabía. Pero ¿qué necesidad tenía de imaginarme a mí, personalmente, con un arma en la mano, allá en los djebeles? Yo había tenido la suerte de hacer el servicio en Alemania, y me sentía inocente de lo que sucedía en Argelia. Tenía que explicárselo.
–Era agregado en el servicio de prensa en Berlín. Mi trabajo consistía en leer los diarios. Vivía en un palacete en las afueras de la ciudad. Disponía de un gran D.K.W. negro y de un joven chofer rubio. La buena vida…
No me atrevía a mencionar el recuerdo más querido de Berlín. Era Lotte. Tenía en su bata un larguísimo cierre relámpago que la abría entera, desde el cuello hasta los tobillos. Era flaca y pálida como una estatuilla egipcia. Me llamaba, en alemán, su “terrón de azúcar” o su “pequeño violín”.
Pero le hablé de Mijaíl: resultaba que en Berlín, contra toda probabilidad, nos habíamos hecho bastante amigotes con mi homólogo soviético. Él me hablaba con embriaguez de las novelas de Fadeiev, que era su dios. Había hecho enviar desde Moscú, para mí, ediciones en francés. Se sabía de memoria páginas enteras, que me recitaba de noche, a través de la ciudad en ruinas, mientras nuestros superiores jerárquicos disputaban en las oficinas. Le hablé largamente de Mijaíl, pero al final sólo me dijo:
–Si entiendo bien, entonces, ¿es usted oficial?
Ya no estábamos lejos de Dijon, y la circulación se había vuelto un poco más densa. Dos carteles jalonaban la ruta ensalzando la capital histórica de la Borgoña y su cassis. Muy arriba a nuestra izquierda, el tren de París emergió de un túnel ruidosamente y descendió por el flanco de un precipicio, atronando la noche con sus luces rápidas. Rodamos por un momento a la par, de un lado y otro del río y del canal, que se empujaban como nosotros por el valle. Pero se alejó hacia la detestable travesía de los puentes y el pueblo de Plombières. No me gusta correr contra trenes. No es que no pueda ir tan rápido como ellos. Pero es ultrajante el modo en que los poderes públicos los favorecen. Y hacen trampa.
Maurice Pons. El pasajero de la noche. Traducción de Ariel Dilon. Rosario: Serapis, 2023.