Para José Lasaga
Suele decirse que estudiamos el pasado para entender el presente. Lo contrario es también cierto. Pues al estudiar no ya un fenómeno caduco sino una realidad en pleno auge como lo es la lengua española y, por consiguiente, la civilización hispánica, no podemos menos que ver con nuevos ojos, más justos y agudos, a los pueblos antiguos. Es decir que también estudiamos el presente para entender el pasado. Así, a la luz del proceso hispánico, que como río se ensancha, desborda y fertiliza, con todo y sus arborescencias explosivas y vapores intoxicantes, a la luz pues de este proceso entenderemos mejor aquel paso de gigante de la edad ateniense a la helenística.
Si a partir de las guerras médicas Atenas consolidó su imperio sobre la península griega, las islas y las costas de la actual Turquía, este poder político corrió parejo a una producción intelectual que, sin anacronismo, podríamos llamar el siglo de oro helénico. La prosa presta sus servicios a la historia, pues los griegos quieren dejar asentada su grandeza y –honor para ellos– su miseria y la grandeza de los otros: Heródoto, Tucídides y Jenofonte no se reducen a la condición de panegiristas, del mismo modo que Bernal Díaz del Castillo y Bartolomé de las Casas pedirán cuentas a sus hazañas americanas. Por su parte, el teatro ateniense da con tipos humanos donde los conflictos universales se encarnan, quintaesenciados, bajo las máscaras rústicas de Antígona, Edipo o Áyax. No hará otra cosa Calderón de la Barca, cuando Segismundo haga eco, para su público, de la controversia que marcaba entonces a los espíritus: ¿creeremos con los jesuitas que la salvación del hombre depende del libre albedrío o, más bien, con los dominicos, que la gracia es un don inextricable de la Providencia, repitiendo aquella frase temible, “Dios reconocerá a los suyos”, escuchada por los cátaros de Provenza antes de padecer la hoguera?
No pretendo forzar este paralelismo más allá de lo razonable, pero es fuerza constatar que, una vez que el poder de Atenas declina, la cultura griega –o acaso sería más exacto decir otras culturas griegas– se manifestarán lejos de la metrópolis: sus focos serán la ciudad de Pérgamo, en Asia, y el puerto de Alejandría, en África. Es aquí, al promediar el siglo III a.C., que florecerá el barroco griego, en arquitectura, en literatura, incluso en la composición social misma. ¡Qué refinamiento de sus cortes y bibliotecas! ¡Qué generosidad de la semilla ática que vino a estallar a las orillas del Nilo, ese trópico del Mediterráneo! Si en Atenas la escultura y la arquitectura rinden tributo a la justeza y la proporción bajo la escuela de Fidias y Praxíteles, los maestros helenísticos, henchidos de fantasía oriental y seducidos acaso por los rumores voluptuosos de la India, insuflaron a los dioses y a los templos mismos, como en el altar de Pérgamo, una sensualidad y una vitalidad nunca imaginadas siquiera hasta entonces. O para retomar a Rubén Darío:
En mi jardín había una estatua bella
la juzgué mármol y era carne viva.
Bella es la fachada del Hospicio de Madrid, suntuosa la capilla de Churriguera de la Catedral de Burgos y francamente deslumbrante Sevilla –ciudad portentosa, sol de Europa–, pero el barroco encontró su esplendor y enraizamiento definitivos en América. Los templos de Santa María Tonantzintla y San Francisco Acatepec, por no mencionar la Catedral de México o el Palacio Nacional, representan tal vez el punto más alto de esa parábola de campana del barroco, cuyos repiques dorados y sonoros siguen oyéndose en los versos de Sor Juana Inés de la Cruz o de Domínguez Camargo cantando Cartagena de Indias. Profusión: en esta sola palabra se cifra no poco del destino hispánico, como sucedió un día para Grecia, cuyo único puente para unir las diferentes etapas de su dispersión fue su lengua que, prohijada por los bizantinos, sigue hablándose hasta hoy. Atenas, Pérgamo, Alejandría, Bizancio; y así también: Toledo, Madrid, Sevilla, México, Lima, Bogotá, Caracas, La Habana. En nuestro caso, felizmente, Atenas y Bizancio, las Bizancio, coexisten y conviven: su puente es la lengua. Vértigo histórico, pero también solidez –no soledad– histórica. ¿Cómo sentirnos solos cuando formamos parte de una de las aventuras más extraordinarias y –por qué no decirlo– descabelladas de la humanidad? Frente a nuestra experiencia hispánica, ya lo decía Alfonso Reyes, Roma es apenas una sombra.
Los sedimentos históricos, que explicaba el historiador Dodds, son las fuerzas latentes que irrigan desde el subsuelo, callada pero constantemente, los jardines vivientes de una sociedad. Decir España es decir celtas, iberos, cartagineses, griegos, romanos, visigodos; paganos, judíos, cristianos, moros, modernos. En sí misma, España es un mestizaje. Qué diremos nosotros, los americanos, que a este concentrado hispánico, milenario, debemos añadir por descontado otro precipitado histórico, francamente insondable, que nos remonta a las migraciones del hombre asiático al Nuevo Mundo hace miles años, tiempo de sobra suficiente para que la miríada de sociedades americanas se desarrollaran formando sus propias ramas. Detrás pues, de cada compatriota de Nuestra América, hay abismos y alturas de síntesis, de luchas y reconciliaciones que ni la psicología más profunda ni la antropología más sutil se atreverían a atisbar. Sedimentos históricos, cobijados todos por esa lengua franca que es el español, cuya vocación histórica apenas estamos columbrando. Todo está por decir, y todo por hacer. La única contribución pura que puede hacer el escritor, y sobre todo el poeta, a esta circunstancia vital, es aportar con su visión y su libertad un tanto –y esto ya sería mucho– de comprensión profunda de quiénes somos y dónde, en realidad, estamos parados. Así lo vislumbró Octavio Paz:
El presente es perpetuo
… Presencia chorro de evidencias
… los cuatro espacios los tres tiempos
Pueblos errantes de reflejos
y volvimos al día del comienzo
El presente es perpetuo
El siglo
se ha encendido en nuestras tierras
¿Con su lumbre
las manos abrasadas
los constructores de catedrales y pirámides
levantarán sus casas transparentes?
El presente es perpetuo.
[Palabras leídas en el Instituto Cultural de México en España el viernes 21 de abril de 2023, en la presentación del libro Nuestra lengua. Ensayo sobre la historia del español, en compañía de Diego Valverde Villena, Luis Antonio de Villena, José Lasaga, Juan Carlos Chirinos, Jaime Vigna Gómez, María Andrea Torres Moreno, Concha D’Olhaberriague, Andrés del Arenal y Julio Alcántara.]