Dirce Waltrick do Amarante (Florianópolis, Brasil, 1969) ha traducido al portugués a autores como Gertrude Stein, Leonora Carrington, James Joyce y Eugène Ionesco, entre otros. Dirige la revista Qorpus y recibió el Premio Boris Schnaiderman por su versión de Finnegans Wake. En este ensayo, incluido en su libro Metáforas da Tradução (Iluminuras, 2022), propone observar al traductor como un stalker que se adentra en la “Zona”, en clara alusión a las obras de Andrei Tarkovski y los hermanos Strugatski, y como alguien que, en la línea de Giorgio Agamben, es un profanador que restituye el original al uso común. Además, lejos de buscar la desaparición del traductor al interior del texto –como si aquel fuera un transmisor neutro de contenidos– o la figuración a costa de todo, señala un camino siempre radical y hoy muy necesario: la apertura hacia el ser del lenguaje. (Iván García)
Desde hace ya algunas décadas, vengo dedicándome a la traducción de autores como James Joyce (1882-1941), Edward Lear (1812-1888) y Gertrude Stein (1874-1946). En su lengua original, esos textos son para mí como un territorio cuya geografía, a veces, resulta bastante caótica. Por eso, imagino al traductor de esos materiales como un vagabundo que se mueve fascinado y perplejo a través de ellos.
Para ser más específica, comparo aquí al traductor con un stalker (acechador) y al texto de partida con la “Zona”, dos términos tomados de la película Stalker (1979) –que en portugués también se conoce así, por lo cual utilizaré en adelante esa misma palabra–, del ruso Andrei Tarkovski. La cinta está basada en la novela de ciencia ficción Piquenique na Estrada (1971, traducción brasileña de Tatiana Larkina), de los hermanos Arkadi y Boris Strugatski, coterráneos del director.[1]
La palabra de lengua inglesa stalker significa acechador, y es aquel que, tanto en la película como en el libro, entra en un espacio llamado “Zona”, un lugar desconocido, abandonado, deshabitado, aunque también intacto. En la novela, el lector sabe que la Zona fue un lugar que sufrió una invasión alienígena; en la película, no queda claro qué dio origen a ese lugar.
El traductor, a mi parecer, es un acechador, alguien que, como un stalker, entra en la “Zona” para explorarla, entenderla y extraer algo de ella para llevarlo a los que no tienen forma de acercarse, ya que está reservada a aquellos que osan desenmarañar su geografía mutante. En el libro se lee que los stalkers son “intrépidos que se cuelan en la Zona por su cuenta y riesgo y sacan de allí todo lo que encuentran. Se ha convertido en una nueva profesión”.[2]
Cabe recordar que los stalkers saben que, para moverse en la Zona, necesitan “seguir las instrucciones”, que, en el caso de los traductores, podrían estar en las teorías literarias y traductológicas.
Pero regresemos a la invasión alienígena de la que hablan los hermanos Strugatski. En ese contexto el traductor no puede perder de vista que, al igual que en la Zona, todo texto de partida también es creado por un “alienígena”, alguien perteneciente a otro mundo, a otra cultura que no es la del traductor. Le competería a este (que a la vez puede ser visto, de entrada, como un lector) labrar el nuevo espacio e intentar aproximarse al otro, a la otra cultura, al otro idioma.
Si partimos del principio de que el otro es lo intangible o que el autor está muerto (Roland Barthes y Maurice Blanchot) –en este último caso pensamos en la película de Tarkovski, que no señala a un responsable de la creación de la Zona, comparada aquí con un texto de partida–, tal vez lleguemos a la conclusión apresurada de que toda traducción es imposible, lo que puede provocar una parálisis. Lo que se está subrayando, sin embargo, es que el traductor debería estar consciente de que siempre habrá un vacío entre el que habla y el que escucha, y que es este vacío el que le permite ser también un creador.
Según Michel Foucault, en la apertura hacia un lenguaje, el sujeto está excluido: “Nos encontramos, de repente, ante una hiancia que durante mucho tiempo se nos había ocultado: el ser del lenguaje no aparece por sí mismo más que en la desaparición del sujeto”.[3] En la traducción, el ser del lenguaje es el traductor que, al igual que el autor del texto original, desaparece para dar lugar al lector de su traducción. En ese sentido, se podría decir que el traductor es de cierta manera también el autor del texto, en tanto que en ese vacío imprime su lenguaje.
En la “Zona”, deshabitada, sin dueño, los stalkers de Tarkovski y de los hermanos Strugatski entran y construyen la geografía del lugar. Lo mismo pasa con el traductor, que ante todo es un lector: al adentrarse en el texto que va a traducir, se advierte en una zona desconocida, despoblada. Pareciera que el traductor, a diferencia del lector, tendría que seguir más de cerca los pasos del autor, reconstituir su texto palabra por palabra, pero es inevitable que esa reconstitución pase por una reelaboración, la cual está vinculada directamente a la lectura, a la interpretación, que es personal, y al vacío creado entre el autor y el lector, como dije arriba.
A propósito de la palabra, esta puede contener múltiples significados. Así que, ¿cuál de todos escoger en un contexto que permite optar por más de uno? Recuerdo un poema de Sergio Medeiros, incluido en su libro Sexo Vegetal y traducido al inglés por Raymond L. Bianchi como Vegetal Sex: uno de los versos habla de una niebla que “se esconde en su hálito blanco…”. Según el poeta brasileño, “alvo” significaba blanco, desde luego. En la traducción, sin embargo, la palabra alvo se transforma en target / blanco, en el sentido de objetivo o mira (hides in its breath target). Medeiros, que tuvo la posibilidad de discutir con el traductor, no modificó esa elección y terminó incorporando a su poema aquella otra lectura, igualmente pertinente.
La lengua también es ambigua, aunque escritores como Gustave Flaubert hayan buscado la mot juste, o sea, la palabra precisa. Además, hay que considerar que no sólo se traduce la palabra, sino el ritmo, estilo, etcétera. Entre esa gama de elecciones, el traductor acaba teniendo que optar, a menudo por la fuerza de la propia lengua a la cual se traduce, por uno de los múltiples significados a disposición.
Pero volvamos a Foucacult, que nos recuerda que el pensamiento “se mantiene fuera de toda subjetividad para hacer surgir como del exterior sus límites”. Prosigue el pensador francés: “algún día habrá que tratar de definir las formas y las categorías fundamentales de este ‘pensamiento del afuera’. Habrá, también, que esforzarse por encontrar las huellas de su recorrido, por buscar de dónde proviene y qué dirección lleva”.[4]
Foucault concluye que es extremadamente difícil
proveer a este pensamiento de un lenguaje que le sea fiel. Todo discurso puramente reflexivo corre el riesgo, en efecto, de devolver la experiencia del afuera a la dimensión de la interioridad; irresistiblemente la reflexión tiende a reconciliarla con la consciencia y a desarrollarla en una descripción de lo vivido en que el “afuera” se esbozaría como experiencia del cuerpo, del espacio, de los límites de la voluntad, de la presencia indeleble del otro.[5]
En cuanto al vocabulario de la ficción, afirma el pensador, “es igualmente peligroso: en el espesor de las imágenes, a veces en la mera transparencia de las figuras más neutras o las más improvisadas, corre el riesgo de depositar significaciones preconcebidas, que, bajo la apariencia de un afuera imaginado, tejen de nuevo la vieja trama de la interioridad”.[6]
Frente a este espacio desconocido del texto, donde las “palabras se desenvuelven infinitamente”, como afirma Foucault, es que se encuentra el traductor. Tal desenvolvimiento infinito no debe significar, una vez más, una imposibilidad de la traducción, sino una multiplicidad de posibilidades que quedan a cargo del traductor y de sus elecciones poéticas, literarias…
Si el texto de partida es como la “Zona”, las ventanas por las que los stalkers la ven por primera vez son como la primera lectura que el traductor hace del texto, incluso antes de reflexionar propiamente sobre las especificidades de la traducción (estas, en mi opinión, aparecen cuando por fin pasamos a traducir). Cito un fragmento de la novela:
Al otro lado del grueso vidrio de plomo está la madre Zona, casi al alcance. Desde el decimosegundo piso parece caber en la palma de la mano… A primera vista es un sitio como cualquier otro. El sol brilla allí como en el resto del mundo. Nada parece haber cambiado; todo está igual que hace trece años.[7]
Pero cuando se entra en la Zona o texto a traducir, se puede observar que su geografía cambia, lo que era estático adquiere movimiento y, a veces, como sucede con los stalkers, el traductor camina y vuelve al mismo lugar, sin avanzar, sin encontrar el camino a seguir. Stalkers y traductores entran y salen modificados de esa geografía inestable, pero también la alteran, al quitar algo de ella y al dejar allí algún vestigio.
En la película de Tarkovski y en el libro de los hermanos Strugatski, los exploradores de la Zona amarran telas con tornillos para lanzarlos como guías en el camino y así advertir posibles peligros. Los tornillos de los traductores serían los diccionarios, el cotejo con otras traducciones ya existentes, las teorías literarias y de traducción. Los “tornillos” dan soporte al traductor, pero no estabilizan la geografía mutante e movediza del texto de partida como se vio arriba. Veamos un verso de la famosa escritora norteamericana Gertrude Stein que aparece en el poema “Sacred Emily”: “Rose is a rose is a rose is a rose”. Al principio, se trata simplemente de una repetición de la palabra rose (en portugués, rosa). Sin embargo, si se lee en voz alta, del verso surge la palabra arose, que significa emerger, surgir, etcétera. Además, Rose es el apellido de uno de los personajes del poema “Jack Rose”. Según el diccionario, una rosa es apenas una rosa, que puede ser el apellido de Jack, Jack Rosa; pero según la teoría literaria en torno a la obra de Stein, se verá que Emily puede ser una rosa, Jack puede ser Jack Rosa, o bien, Emily puede surgir de aquellos versos (arose) e incluso puede ser una rosa que surge, y aun el propio Jack Rosa puede haber surgido de allí. La traducción de un verso como ese dependerá de la creatividad del traductor y sólo será imposible si el traductor no cumple su papel, que es también el de profanar el texto, en el sentido que da Giorgio Agamben: “consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituirlos al libre uso de los hombres”.[8]
La traducción es en cierto sentido una profanación, pues a menudo las frases, palabras o versos de determinados autores están envueltos por un aura sagrada en sus lenguas; toca al traductor librar al texto de los “nombres sagrados” y restituirlo “al uso común de los hombres”,[9] como dice Agamben.
La traducción es una especie de rito. Según el pensador italiano, “lo que ha sido ritualmente separado, puede ser restituido por el rito a la esfera profana […]. Basta con que los que participan en el rito toquen estas carnes para que se vuelvan profanas y puedan simplemente ser comidas. Hay un contagio profano, un tocar que desencanta y restituye al uso lo que lo sagrado había separado y petrificado”.[10]
Lo importante es que, “una vez profanado, aquello que se mantenía indisponible y separado pierde su aura y es restituido al uso”.[11]
La traducción de Finnegans Wake, de James Joyce, a mi parecer, es un caso emblemático de profanación, toda vez que se le considera un libro imposible de traducir; independientemente de eso, algunos traductores se han aventurado a entrar en la “Zona” joyceana. En Brasil, los hermanos Haroldo y Augusto de Campos fueron los primeros en explorar el territorio wakeano; pero fue, diría yo, Donaldo Schüler, con la traducción completa del libro, quien en realidad lo profanó y devolvió al uso “común”, y fue justamente gracias a ello que otras traducciones comenzaron a circular.
Traducción de Karina Valladares, Nahui Sanabria, Alexa Durán y Vanessa López,
realizada durante el Seminario de Traducción Literaria
que imparte Iván García en la UNAM.
[1] En español, la película de Tarkovski también se conoce como Stalker, mientras que el libro de los hermanos Strugatski se publicó con el título de Stalker. Pícnic Extraterrestre (2015), en traducción de Raquel Marqués [T.].
[2] Arkadi y Boris Strugatski. Stalker. Pícnic extraterrestre. Traducción de Raquel Marqués. Barcelona: Ediciones Gigamesh, 2015. p. 12.
[3] Michel Foucault. El pensamiento del afuera. Traducción de Manuel Arranz Lázaro. Valencia: Pre-Textos, 1997. p. 7.
[4] Idem.
[5] Ibid. p. 11.
[6] Idem.
[7] Arkadi y Boris Strugatski. op. cit. p. 33.
[8] Giorgio Agamben. Profanaciones. Traducción de Flavia Costa y Edgardo Castro. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2005. p. 97.
[9] Idem.
[10] Ibid. p. 98s.
[11] Ibid. p. 102.