El tocayo incómodo

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Ya había escuchado el nombre de Jorge Ibargüengoitia, pero jamás me interesó su literatura. Estaba concentrado en Milan Kundera, Eduardo Antonio Parra y Roberto Bolaño, éste último, he de confesar, me decepcionó bastante.

Un día me fui a tomar unas cervezas con Jorge, no con Ibargüengoitia (Dios me libre), sino con un amigo que le gustan los cuentos. Antes de irnos para su casa sacó un libro y me lo regaló: La ley de Herodes.

— ¡Ah, tu tocayo!—le dije a Jorge. Él me lanzó una mirada donde cierta desaprobación y un poco de vergüenza coexistían.

Pedimos un taxi. En lo que esperábamos, y yo le echaba aguas a Jorge quien estaba orinando en plena vía pública, leí el primer cuento titulado El episodio cinematográfico. Es un relato sin pies ni cabeza. El punto de partida de la historia (si es que esto es una historia y presumiendo que pudiera tener un punto de partida) es la creación de un argumento que después sería llevado al cine con los siguientes referentes:

«La amante del Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario, una hacienda abandonada en el Estado de Morelos, un oso amaestrado y su compañero inseparable, un niño oligofrénico y chimuelo que era el único que lo sabía dominar». P8.

Al comienzo el autor hace referencia a una «cabeza etrusca» P7. Cuando se escribe ficción, estos objetos adquieren una representación o simbolismo, son pistas para que el lector se imagine determinado contexto o posibles avances en la trama. Las personas no tendrán esa sensación con Ibargüengoitia, la mencionada cabeza etrusca es un comentario aleatorio sin desarrollar, por lo tanto no enriquece ni fortalece el cuento. Pasa lo mismo con distintos objetos en este relato: un blazer, unos huevos fritos y otros aditamentos que no vale la pena mencionar.

El relato es una especie de monólogo snob. Tres personajes realizan un guion para el episodio cinematográfico. Sus dinámicas no pasan de enojarse unos con otros, dejar de hablarse y otras elucubraciones sin fuerza narrativa. Vaya, el escrito no despierta ningún interés.

El final del cuento—como la historia—es endeble. Ibargüengoitia mezcla a los personajes de El episodio cinematográfico con los del guion que pretende realizarse dentro de éste. Trata de hacer (creo que sin esa intención) una suerte de metarelato forzado. No puedo dejar de percibir muy simplón este cuento si se le compara con otro de estructura similar, independientemente de los tiempos en que se escribieron: La fiesta brava de José Emilio Pacheco. En el último existe una intención del autor por querer trascender. El episodio cinematográfico es una mala anécdota que nunca debió abandonar el terreno de lo privado.

Ya íbamos de camino a casa de Jorge cuando le hice dichas observaciones.

—¿Por qué crees que te vi feo? —me respondió.

—Creí que me estabas coqueteando, jajaja —Jorge no se rio, tampoco el taxista: —Pinches amargados —pensé.

Faltaban 20 minutos para llegar. Jorge se durmió. Comencé a leer el segundo cuento, el cual le da nombre al libro La ley de Herodes. Que, dicho sea de paso, no tiene nada que ver con el filme homónimo.

Aquí hay un poco más de sentido en la historia. El autor hace un poco de lado las referencias inútiles. Sin embargo la premisa es muy básica, muy socorrida y (en otros trabajos) mejor aprovechada: la animadversión hacia los gringos.

Existen momentos incómodos durante la lectura. Uno de los personajes ganó una beca auspiciada por una fundación de los Estados Unidos, lo cual es más que suficiente para fijar el precedente, para que el cuento fluya, ¡pero no!, Ibargüengoitia ocupa todo un párrafo en justificar el por qué, de primero solicitar y después de obtener aquella beca. Justificar es la palabra exacta, ya que narra a medias y pierde el tiempo (por supuesto que también el del lector) en una estética del berrinche:

«No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar a los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni tampoco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó y la aceptó. ¿Y qué?» P15.

Seguimos con justificaciones que no vienen al caso y tornan pedregosa la lectura:

«¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago como un recurso literario muy licito que nada tiene que ver con mis creencias personales.)» P16.

—Para algunos casados con la posmodernidad, y uno que otro impresionable, Ibargüengoitia será motivo de alabanzas pero a mí me parece, en exceso, simplista —le dije a Jorge.

—¿Q…Qué?— Jorge despertó y se volvió para verme. En ese instante (sin querer) su mano aterrizó en mis genitales.

—Aaah —grité como nena al tiempo que aventaba la mano de Jorge y el chófer rompía en carcajadas. Segundos después arribamos a nuestro destino.

La ley de Herodes es otro mal relato. La narración sigue con un examen rectal al personaje central (parte más interesante del cuento) realizado por un doctor estadounidense y concluye con un intento de chiste que consiste en que el imperialismo yanqui se la metió. Cabe mencionar que este tipo de «humor» es frecuente en el libro; le llaman sarcasmo en la contraportada. No llega a tanto, la risa fácil a la que recurre Ibargüengoitia es un coqueteo con la comedia, la tonalidad de ésta para convertirse en sarcasmo, personalmente, no la veo.

Fuimos a la tiendita para comprar cervezas y cigarros. Al dirigirnos a casa de Jorge pasó una muchacha muy guapa que caminaba con su perro. Yo ya iba a su encuentro para decirle que era la cosa más hermosa del mundo cuando Jorge (conociendo mi mal hábito) me jaló para evitar que hiciera el ridículo.

—Es mi vecina, pendejo.

—Está bien buena.

—Sí cabrón, pero compórtate, aquí no quiero pedos.

—No hay bronca —dije resignado.

—Además ya me la tiré.

—No jodas —vi de reojo a la muchacha. Por alguna razón se me hizo más atractiva.

Ya que estábamos hablando de mujeres, discutimos el tercer cuento La mujer que no. No pudimos contener la risa:

«…como ocurre a los grandes seductores de la historia.» P29.

Jorge sentía pena ajena por el otro Jorge. En esta historia Ibargüengoitia es el personaje principal (como en todos los relatos del libro) al cual llama por su nombre. La premisa son las tácticas de seducción. Es complicado definir premisas cuando se escribe desde la egolatría, como lo hace el autor.

—Hay segmentos ambiguos en la narración—le dije a Jorge.

—¿Cuáles?

—Al principio llama a la mujer: ella. P22. Después decide llamarla Joven N. P25. Antes quería llamarla Aurora o Estela. P22. Llega un instante en que parece que habla de dos mujeres diferentes —apunté con molestia.

—Aparte de eso, tantas referencias a calles y lugares del centro histórico, por más que las mencione no me proyectan hacia allí. La historia pudo pasar en cualquier lugar del planeta —comentó Jorge mientras destapaba una cerveza.

—Este sujeto se tenía bien creído que era el último chesco del desierto —dije con desdén. —El tipo afirma ser uno de los grandes seductores de la historia y, ¿recuerdas sus recursos de casanova?

«Ensayé mis recursos más desesperados que consisten en una serie de manotazos, empujones e intentos de homicidio con asfixia, que con algunas mujeres tienen mucho éxito.» P24.

De repente abrieron la puerta. Era la esposa de Jorge. Sabía que estaba casado pero no conocía a su mujer. Nos presentamos, ella se nos unió en la charla y que se me sale preguntarle: —¿Qué pensarías de un hombre que intentara enamorarte con empujones, manotazos y estrangulamiento? Jorge escupió la chela y se puso a reír como nunca lo había visto. Su esposa estaba confundida. Luego de explicarle y de mostrarle el libro también se rió.

No hay nada rescatable para analizar en este triste tercer cuento, por lo que me puse a leer el cuarto What became of Pampa Hash? Porque mi amigo me hizo el gesto de que ya volvía. Habló algo con su esposa.

Perdí interés en la lectura. Ya no era (nunca lo fue) un placer. Se convirtió en la obligación de terminar el libro. Me llevé la mano hacia la frente en señal de condescendencia al leer:

«Ignorando todo, la mesa, las sardinas, las pantaletas, el mar que nos rodea, todo, menos mi poderosa masculinidad». P31.

Nuevamente el autor es incapaz de hilvanar una historia con poder y recurre a lo que parece su único elemento narrativo: sobredimensionar su hombría. El cuento repite patrones burdos. Trata de una mujer con sobrepeso que cae en las garras de nuestro tenorio. El punto más decadente (sarcasmo para los seguidores de Ibargüengoitia) es que a la mitad de su cortejo nos regala esta joya:

«Me levanté y traté de violarla, pero no pude.» P33

Jorge regresó con más cervezas.

—¿Quién era el que decía que el cuento debe ser como un nocaut? —pregunté.

—Cortázar.

—Mira —le mostré a Jorge la parte del relato que citaba el intento de violación.

—Pues qué te digo, el sujeto parece vivir del escándalo, estas letras disfrazadas de chistoretes son pura mediocridad.

—Esa es la palabra: mediocridad. No se puede tolerar esta parquedad y falta de imaginación en los cuentos si, por ejemplo, en la década de los cuarenta del siglo pasado existía El muro de Jean-Paul Sartre.

Tomé un cigarro y Jorge me pasó el encendedor. Nos quedamos un momento en silencio.

Manos muertas es el quinto relato, además es un respiro, en él ya no existe ningún atisbo de narcicismo por parte del autor, aunque eso no implica que su narrativa mejore.

«…plaza de armas, convento del siglo XVI, calles arboladas, casas coloniales habitadas por millonarios, aire puro, agua abundante, etc.» P39.

Con el egocentrismo erótico de Ibargüengoitia fuera de la narración se pueden apreciar sus limitantes a nivel descriptivo; ese: etc, al final del primer párrafo de Manos muertas revela su carente tesón por nutrir los cuentos. Si ya estás delimitando ciertos contornos en el relato, estíralos, llévalos hasta el final, define bien el marco de acción de los personajes. No esperes que alguien tome en serio un trabajo —salvo en nivel primaria— que finalice en: etc.

«…la fachada de la casa antigua tenía el mismo letrero, los árboles estaban de pie, etc.» P42.

—Este cuento es muy plano, sólo consiste en la compra de un terreno, la tranza detrás de escrituras baratas, los típicos conflictos de dimes y diretes entre vecinos; no tiene sustancia. Se pasa tu tocayo —le comenté a Jorge.

—Ya no me digas que ese cabrón es mi tocayo —Jorge se levantó y me encaró. Su esposa apareció para separarnos. No se dio cuenta que había botellas vacías de cerveza regadas por el suelo, se resbaló con una y cayó, empujando por la espalda a Jorge, cuyos labios conectaron con los míos instantáneamente. Por milisegundos nos besamos y nuestras manos se juntaron, pero terminamos por empujarnos y decirnos barbaridades. Salí de la casa (ya de madrugada) y comencé a caminar sin rumbo.

Tomé un taxi. Pensé que Jorge me había regalado el libro para construir un vínculo, una charla, un recuerdo; y que yo me refiriera jocosamente al otro Jorge como su tocayo, lejos de hacerle gracia le molestaba. En el trayecto leí el sexto cuento Cuento del canario, las pinzas y los tres muertos.

Desde ahí supe que se iba a tratar de otro ditirambo sin poder. Si a un cuento le pones como título: Cuento de…, es mala señal. Son tres historias con el mismo personaje y nada más. El personaje no une los tres argumentos, ni los argumentos se complementan entre sí, tampoco hay un simbolismo que desentrañar o alguna metáfora. El relato del canario va de cómo le roban el ave a la tía del personaje, las pinzas son el regalo que un mendigo le hace a Ibargüengoitia porque éste le da limosna, y los tres muertos (uno de ellos ficticio, P60) son relatos cortos en extensión así como en interés. Lo único que puedo decir de Cuento del canario, las pinzas y los tres muertos es que obedecen a experiencias personales que el autor no pudo traspasar a la narrativa más allá de un carácter lúdico, es decir, leer estos cuentos en compañía de los amigos o tallerearlos.

Llegué a casa y me fui directo a la cama. Revisé el celular antes de dormir. Tenía varios mensajes, uno de ellos era de Jorge: «Discúlpame, se me pasaron las copas. Luego hablamos». No supe qué responderle, lo dejé para otro día.

Mis embargos, el séptimo relato es un poco mejor que los anteriores. Aunque no existe ningún embargo como tal. Es una diatriba sobre el escritor mexicano (Sr. Ibargüengoitia. P68) y la forma en que salva su casa de ser rematada. Los detalles rescatables en este libro son que aparecen personajes de cuentos pasados conforme avanzas en la lectura. Por ejemplo, el Licenciado Uruchurtu que aparece en Manos muertas, aquí hace ganar al personaje central un concurso literario. P64.

Este relato tiene una estructura algo infantil. De esos cuentos que te leían en el colegio con una lección al final; estilo He Man y Los Amos del Universo.

«—Qué suerte la de usted, en haber caído con personas decentes, porque andan muchos por ahí que son verdaderos lobos.

—A usted hay que darle un tirón de orejas, por descuidado…

—Queremos decirle, señor Ibargüengoitia, que nos da mucho gusto que haya salvado su casa.» P74.

Otro de los vicios de este libro es que abundan las repeticiones:

«Doña Amalia tuvo la culpa de que no le pagara, por no presentarse a tiempo a cobrar. O, mejor dicho, no se presentó a cobrar, porque no le convenía que le pagara; porque no andaba tras su dinero, sino mi casa.» P64-65.

«Doña Amalia me prestó el dinero, no porque creyera que no podía pagarle, sino que precisamente porque sabía que no iba a poder pagarle. Es decir, metió setenta mil pesos, para sacar no los réditos, sino la casa.» P66-67.

Un párrafo es casi la calca del otro. Son errores que se esperan en un escritor novel, no de un «consagrado» de las letras mexicanas. Los herederos de Ibargüengoitia (que aparecen en la página legal) debieron buscar un buen corrector de estilo (si es que la editorial no hacía su trabajo) antes de imprimir tantas redundancias.

Una semana después, Jorge y yo, volvimos a vernos para tomar. Él juraba no recordar nada, que estuvo muy ebrio. Ambos acordamos tener algo de responsabilidad en el asunto y ya no tocamos el tema.

— ¿Terminaste el libro?

—Apenas, con mucho trabajo. Creo que lo más rescatable es La vela perpetua, el octavo cuento. Tiene dos protagonistas que nunca fueron pareja. Es la primera vez que Ibargüengoitia profundiza en la construcción de los personajes, se nota que les da características definidas. Julia (uno de los personajes) es una mujer que el otro protagonista conoce en la facultad, luego ella se casa pero lo mantiene como su confidente. Ambos viajan juntos y sobre la marcha el autor (por vez primera en todo el libro) desglosa detalles de la personalidad de cada individuo y los conecta con situaciones, ahora sí, creíbles—contesté.

—Estoy de acuerdo. Independientemente de que siga utilizando referencias insufribles que no vienen al caso (Laocoonte o Un tranvía llamado deseo), que jamás van a ningún sitio, mucho menos repercuten con fuerza en la historia principal. Creo que es su mejor trabajo—dijo Jorge.

—Es más real. Hay un momento cuando al ser tan íntimos (los personajes) casi llegan al sexo; Julia decide no seguir adelante y el otro, enojado y caliente, sale del cuarto a buscar prostitutas. Con eso me identifiqué, es más, tanto tú como yo lo hemos hecho —no pudimos contener las sonrisas ante la veracidad de la afirmación.

—También hay giros, subidas, bajadas y momentos de auténtico humor, como cuando está esperando a Julia en el aeropuerto. En lugar de poner los estereotipos de siempre como ansiedad por ver a la chica, ir corriendo el uno al otro; el personaje espera que la mujer ruede por las escaleras al bajar del avión. Sí me reí, la verdad—dijo Jorge, con una expresión en su mirada que me provocó una erección.

—¿Cómo viste el final? —pregunté para disimular.

—No es bueno ni malo, es adecuado —fui al baño de la forma más discreta que pude para que nadie notara el bulto en mis pantalones.

—Piensa en algo feo, piensa en algo feo —repetía para volver a mi forma normal: —En los cuentos de Ibargüengoitia, en los cuentos de Ibargüengoitia— mi amigo al fin se calmó y regresé a la mesa.

Platicamos sobre el noveno cuento Conversaciones con Bloombury. Un gran soporífero. La historia tiene un elemento que dentro de los últimos años ha sido tomado en más ocasiones de las que me gustaría recordar: un agente de la CIA tratando de reclutar a intelectuales latinoamericanos.

Al escuchar «intelectuales latinoamericanos» nos olvidamos del relato y recordamos una anécdota. Así le pusimos en el buscador de YouTube y nos salió la entrevista que le hicieron a Cortázar en Radio Televisión Española. El argentino habló de una publicación de Fantomas, donde aparecía él, Rulfo y otros escritores.

—Yo tengo ese cómic —le dije a Jorge, quien conocía mi pasatiempo de coleccionar juguetes y revistas antiguas.

—No juegues conmigo—cruzamos toda la ciudad hasta mi casa con el único propósito de que Jorge viera el ejemplar: —Te doy $500 pesos por él —ofreció Jorge.

—Jajaja, cosita —luego de explicarle que el cómic tenía más tiempo que nuestras edades juntas, que Cortázar habló de él en una emisión que le había dado la vuelta al planeta, que el ejemplar estaba en excelentes condiciones y de darle nociones de cómo valuar una pieza de esa magnitud, Jorge no tuvo otra opción que encogerse de hombros.

Volvimos a reír y pedimos el cuarto tarro de cerveza de la noche.

Tampoco hablamos mucho del penúltimo cuento Falta de espíritu scout. Es una analogía en exceso cuadrada sobre el pésimo manejo del presupuesto en asociaciones civiles así como del despotismo de sus dirigentes. Todo englobado en el ámbito de los Boys Scouts y en un viaje que se realiza a la meca de ese pasatiempo. No hay dinámicas que valgan la pena mencionar. Otro cuento de Ibargüengoitia que no rebasa la simple anécdota.

Luego del sexto tarro de cerveza, Jorge quiso seguir bebiendo en su casa, me invitó. Lo rechacé por el numerito que hicimos frente a su esposa. Él mencionó que no habría problema pero yo sabía que su mujer estaría harto incómoda con mi presencia. Pedimos el séptimo tarro para comenzar a hablar del último cuento ¿Quién se lleva a Blanca?

Para variar fue otra historia aburrida. Ibargüengoitia enamora a Blanca; ella resulta tener una insoportable mansedumbre hacia él, lo que define muy bien el ego del autor. La relación no funciona porque él sólo quiere acostarse con ella y ella busca casarse. En una borrachera, uno de los amigos del personaje masculino le confiesa que fue amante de Blanca y que la mujer lo quiso mucho (al personaje masculino) pero que jamás se atrevió a tocarla. Haciendo enfadar a uno de los seductores más grandes de la historia.

—Y ya, es todo —dije resoplando

—No sé cómo (sí el por qué) sobrevaloran este tipo de basura.

—Estamos en el país de: todo se puede. Hasta tu tocayo…—al percatarme de mi error me callé. Jorge me lanzó la misma mirada de la otra noche. Ahí supe que no olvidó nuestro beso. También supe que nuestra amistad había terminado.

 

Jorge Ibarguengoitia, La ley de Herodes, Booket, 2018, 151p. ISBN: 978-607-07-2915-7