Traducción de Emanuel Perdomo
Hace poco se llevó a cabo una breve discusión sobe los méritos del autor con cuyo nombre hemos encabezado estas líneas, por ello sería oportuno presentarlo a los lectores que pudieron haber observado la controversia con poco más que un vago sentimiento de extrañeza. Charles Baudelaire no es una novedad en literatura, su obra principal se remonta a 1857 y su carrera terminó pocos años después. Pero sus admiradores lo han convertido en un clásico y lo han elevado al rango de los temas que están siempre en boga. Incluso si diferimos con ellos sobre este punto, la atención que Baudelaire exige no nos desviará mucho del camino. No fue, en cantidad (cualquiera que hay sido su calidad), un escritor formidable; al morir temprano no fue prolífico, y lo más notable de su producción original cabe en dos pequeños volúmenes.
Su celebridad comenzó con la publicación de Les fleurs du mal, algunos de cuyos versos habían aparecido ya en publicaciones periódicas. La Revue des Deux Mondes fue la responsable de presentar unos cuantos de ellos al mundo, o, más bien, se limitó a sostenerlos frente a la pila bautismal de la opinión pública, pues declinó convertirse en el padrino: una nota rechazaba cualquier aprobación editorial a su moralidad. Esto, por supuesto, le procuró una buena cantidad de lectores; y cuando, al aparecer el volumen que mencionamos, fue revisado por la policía, un número aún mayor de personas desearon poseerlo. Pero a pesar del servicio que le rindió la censura, Baudelaire nunca se ha hecho popular; el periodo de veinte años ha visto sólo cinco ediciones de Les fleurs du mal. Uno de los primeros sentimientos del lector de nuestros días puede ser de sorpresa, incluso de regocijo, ante el hecho de que los atrevimientos de Baudelaire hayan provocado tal grado de escándalo. El mundo se ha movido rápido desde entonces y la censura francesa debió haber estado de un talante muy mojigato en 1857. Hay poco en Les fleurs du mal que haga al lector de prosa o verso actuales, francés o inglés, incluso agrandar los ojos. Hemos pasado por el horno en llamas y hemos ganado en experiencia. Somos más felices que la heroína de Racine, quien no “Su se faire un front qui ne rougit jamais.” Los versos de Baudelaire no nos parecen dictados por un espíritu bravucón, aunque hemos oído que en su plática acostumbraba cultivar hasta el agotamiento lo íntimamente escandaloso: acumulaba monstruosidades y blasfemias sin pestañear y con el aire de estar expresando lugares comunes correctos.
Les fleurs du mal es, indudablemente, un libro sincero, hasta donde algo de un hombre del temperamento y la cultura de Baudelaire puede serlo. La sinceridad pertenece a un rango de cualidades con las cuales Baudelaire y sus amigos nos parecen escasamente relacionados. Su gran cualidad fue el cultivo excesivo de lo pintoresco y su preocupación por la apariencia de las cosas y la posibilidad de conseguir de ellas alguna especie de distracción imaginativa, mucho más que su significado, su orientación y su utilidad en la vida. La última edición de Les fleurs du mal (con algunos poemas prohibidos omitidos todavía y otros, creemos, reintegrados)* contiene un largo prefacio de Théophile Gautier, quien arroja una curiosa luz sobre lo que los periódicos espirituales llamarían la “mentalidad” de Baudelaire. Por supuesto, Baudelaire no es responsable de lo que Gautier dice de él, pero de alguna manera no podemos evitar juzgar a un hombre por su compañía. Admirar a Gautier indica, ciertamente, excelente gusto, pero ser admirado por Gautier nos parece más bien comprometedor. Nos proporciona un informe exageradamente pintoresco del autor de Les fleurs du mal, en el que, por cierto, la cuestión de la exactitud está tan subordinada que parecería sumamente malévolo de nuestra parte recurrir a dicho criterio. Mientras lo leemos, sin embargo, nos descubrimos deseando que la semejanza de Baudelaire con el autor hubiese sido menor. Gautier fue perfectamente sincero porque sólo aborda lo pintoresco y porque pretende interesarse sólo por las apariencias. Pero Baudelaire (quien, para nosotros, fue un genio inferior a Gautier) aplica el mismo proceso de interpretación a cosas para las cuales resulta completamente inadecuado; de modo que uno se siente contantemente tentado a suponer que se interesa más en el proceso –de hacer un verso grotescamente gráfico- que por las cosas mismas. En conjunto, como hemos dicho, esta inferencia puede ser injusta. Baudelaire tiene cierta percepción insegura de las complejidades morales de la vida. Y si lo mejor que logra es arrastrarlas al muy turbio elemento en el que patalea y chapotea, y nos las presenta manchadas y salpicadas, no es por mala voluntad sino por el embotamiento y permanente falta de madurez de su visión. Además, para los lectores norteamericanos, Baudelaire resulta comprometido por haberse convertido en apóstol de nuestro Edgar Poe. Tradujo, con mucho cuidado y exactitud, todos los escritos en prosa de Poe y algunos –creemos- de sus muy poco valiosos versos. Con el debido respeto al genio verdaderamente original del autor de Narraciones extraordinarias, nos parece que tomarlo con más que cierto grado de seriedad indica una falta de seriedad nuestra. El entusiasmo por Poe es la marca de un estado decididamente primitivo de reflexión. Baudelaire lo creía un filósofo profundo, cuyo rechazo a sus pronunciamientos dorados vistió de infamia a su tierra nativa. No obstante Poe fue, con mucho, el mayor charlatán de los dos tanto como un genio mayor.
Les fleurs du mal es un título feliz para los versos de Baudelaire, pero no es del todo justo. Flores dispersas crecen sin duda en los tremedales del mal y al poeta que no le importe toparse con malos olores en su búsqueda de los dulces, está en libertad de ir en su persecución. Pero Baudelaire, por lo general, no ha recogido las flores: ha recogido las yerbas malolientes (asumimos que no usa la palabra flores en un sentido meramente irónico) y a menudo ha tomado sólo cuencos de lodo y agua cenagosa. Él mismo se ha dicho que es una vergüenza que el terreno del mal y las cosas impuras permanezcan fuera del dominio de la poesía; que ese terreno está lleno de temas, de oportunidades y efectos; que tiene su luz y su sombra, su lógica y su misterio; y la composición de algunos versos capitales se hallan en él. Así que brincó la cerca y pronto se vio sumergido hasta el cuello. La imaginación y melancólica, y, en buena medida, la inmersión en la suciedad y las sombras fue sin duda espontánea y desinteresada. Pero, en general, nos impresiona por su falta de pasión, y esto, en vista del incuestionable arrojo y agudeza de su imaginación, es una lástima. Él conoce el mal no por experiencia, como algo interno, sino por curiosidad y contemplación. Su propia agilidad intelectual no era perturbada en lo más mínimo por él; más bien, halagada y estimulada. En el primer caso, Baudelaire, con sus demás dones, podría haber sido un gran poeta. Pero como el mal para él comienza fuera y no dentro, está formado primariamente de panoramas chocantes y accesorios desaseados. Resulta una visión ridículamente pueril de la materia. El mal es presentado como un asunto de sangre y carroña y enfermedad física. Necesita haber cuerpos hediondos y prostitutas hambrientas y botellas de láudano vacías para que el poeta se sienta efectivamente inspirado.
Una buena forma de abarcar a Baudelaire en una mirada es decir que fue, en su tratamiento del mal, exactamente lo que Hawthorne no fue. Hawthorne sintió la cosa en sus fuentes, en la profundidad de la conciencia humana. Baudelaire, dejando de lado su genio infinitamente menor, fue una especie de Hawthorne invertido. La ausencia de cualidades metafísicas en el tratamiento de sus temas favoritos (Poe fue su metafísico, y su devoción por él lo sostuvo a lo largo de la traducción de “¡Eureka!”) lo expone a la clase de acusaciones como la de M. Edmond Schérer, de que se nutre de podredumbre; y, en efecto, en sus páginas nunca sabemos de qué estamos tratando. Encontramos una inextricable confusión de sentimientos tristes y objetos viles y nos quedamos sin saber si el tema pretende invocar nuestra conciencia o –íbamos a decirlo- nuestro olfato. “¡¿El mal? –exclamamos–, se rinde usted demasiado honor. Esto no es la maldad; esto no es el mal; esto es lo simplemente repugnante!” Nuestra impaciencia es de la misma clase que la que sentiríamos si un poeta, pretendiendo recoger “las flores del bien”, viniera y nos presentara como ejemplo una rapsodia sobre el pastel de ciruela y el eau du Cologne. Independientemente de la cuestión de sus temas, el encanto de los versos de Baudelaire es con frecuencia de un orden verdaderamente alto. Pertenece a la clase de genios en quienes nosotros en particular encontramos un placer limitado: la de los escritores deliberados, laboriosos, económicos, la de aquellos que buscan a tientas durante largo tiempo en su bolsillo antes de mostrar una moneda en la palma de su mano. Pero la moneda, cuando Baudelarie al fin la presenta, es a menudo de un valor alto. Tiene un instinto verbal extraordinario y una exquisita felicidad en sus epítetos. Sin embargo no podemos evitar preguntarnos sobre la extrema admiración de Gautier por sus dones en tal sentido; es la admiración del escritor que chorrea por aquel que cae a gotas. En un punto Baudelaire es extremadamente notable: en su talento por sugerir asociaciones. Sus adjetivos parecen provenir de viejos bolsillos y alacenas, tienen una especie de mohosidad mágica. Además, su sentido natural para lo superficialmente pintoresco de lo sucio y miserable era en extremo agudo; debe haber diferencias de opiniones sobre la ventaja de poseer tal sentido; pero valga o no la pena, Baudelaire lo tiene en alto grado. Uno de sus poemas –a una pordiosera pelirroja- es una obra maestra por la graciosa forma en que expresa este deleite de lo que es vergonzoso:
Por moi, poëte chétif,
Ton jeune corps maladif,
Plein de taches de rousseur,
A sa douceur.
Baudelaire repudió con indignación el cargo de que era realista, y sin duda estaba en lo correcto al hacerlo. Tenía demasiada imaginación para adherirse estrictamente a lo real; siempre borda y elabora sus esfuerzos para comunicar ese toque de extrañeza y misterio que es la auténtica raison d’être de la poesía. Baudelaire era un poeta, y para un poeta ser realista es un disparate. La idea que Baudelaire importó a su tema fue, en general, una intensificación de su repulsividad, pero fue, en cualquier caso , cándido. Cuando invoca a la Débauche aux bras immondes uno puede estar seguro de que quiere decir más de lo que es evidente para el vulgo, es decir, se refiere a la perversidad intensificada. Ocasionalmente aborda temas agradables, y los críticos que menos lo favorecen deben admitir que su poema más exitoso es también el más sano y conmovedor; nos referimos a “Les petites vieilles”, una pieza realmente maestra. Pero, si en verdad representa la cumbre del autor, también es una nota que rara vez tocó.
Baudelaire es capital para una discusión sobre la importancia de la moralidad (o del tema en general) de una obra de arte, pues ofrece una rara combinación de ardor técnico y paciencia y sentimiento vicioso. Pero incluso si tuviéramos espacio para entrar en tal discusión, debemos ahorrar nuestras palabras ya que debatir este punto le conferiría a nuestro juicio un aspecto realmente ridículo. Negar la relevancia del tema y la importancia de la cualidad moral de una obra de arte nos parece, en dos palabras, inefablemente pueril. No sabemos lo que los grandes moralistas dirían sobre el asunto. Tal vez lo abordarían con mucho humor, pero no es ese el problema. Hay poca duda de lo que los grandes artistas dirían. Estos genios sienten que el hombre pensante total es uno, y que no contar el elemento moral en nuestra apreciación de una totalidad artística es exactamente tan razonable como sería (si la totalidad fuera un poema) eliminar todas las palabras de tres sílabas o considera sólo la porción escrita bajo la luz de una vela. La crudeza de sentimientos de los abogados del “arte por el arte” es a menudo un ejemplo impresionante de que mucho de lo que llamamos cultura puede no servir para disipar el bien arraigado provincianismo de espíritu: hablan de la moralidad como los héroes y heroínas infantiles de Miss Edgeworth hablan de “física”, es decir, sugieren incluirla o sacarla de la obra de arte, de incluirla o eliminarla de nuestra apreciación de ella, como si fuera un fluido coloreado conservado en grandes botellas etiquetadas en algún misterioso clóset intelectual. En realidad, es simplemente una parte de la riqueza esencial de la inspiración. No tiene nada que ver con el proceso artístico y tiene todo que ver con el efecto artístico. Cuanto más lo siente en sus orígenes una obra de arte, más rica es; cuanto menos lo siente, más pobre es. La gente de gran gusto prefiere las obras ricas a las pobres y no se siente inclinada a consentir la suposición de que el proceso es la obra. Estamos seguros de que todo esto es suficientemente claro para la mayor parte de quienes han sido iniciados en el arte produciéndolo. Para ellos el tema es tan parte de su obra como el hambre es parte de su cena. Baudelaire no estuvo tan lejos de esta forma de pensar como algunos de sus admiradores pretenden hacernos creer; pero podemos decir en general que fue víctima de una grotesca ilusión. Trató de hacer versos finos de temas innobles y, en nuestra opinión, fracasó ostensiblemente. Nos proporciona, como poeta, una perpetua impresión de malestar y dolor. Fue en busca de la corrupción, y la mujerzuela enferma probó ser una musa desagradecida. El lector pensante, como hemos dicho, encuentra la belleza pervertida por la fealdad. Lo que el poeta deseaba, indudablemente, era parecer que siempre estaba en una actitud poética; el lector ve, en cambio, a un caballero en una posición dolorosa, que fijamente contempla a una masa de cosas de las que, más inteligentemente, nosotros apartamos la vista. (1876)
Les fleurs du mal, par Charles Baudelaire, précedé d’un notice par Théophile Gautier, Michel Lévy, Paris, 1857.